(Publicado en Página Siete el domingo 10 de octubre de 2021)
Ahora corren raudos los vehículos que bajan a Obrajes o suben de allí, pero en esa época no existía la Avenida de los Leones, y la prolongación de la Avenida Saavedra donde vivía Jaime Sáenz era una calle tranquila. La única manera de llegar a su casa desde la mía era subiendo por el desecho. Antes de la gruta me bajaba del colectivo amarillo de la línea 11 o 1, y emprendía a pie ese empinado trayecto de subida que en mi memoria está ligado a varios hechos distintos.
La puerta, el tiempo, el silencio. La espera después de tocar el timbre era larga, pero valía la pena porque en la casa de Jaime siempre me esperaba alguna sorpresa. La tía Esther tardaba en abrir y una vez adentro, no era raro que me dijera que tenía que esperar porque Jaime estaba todavía durmiendo la siesta. Las citas eran por la tarde y yo trataba de estar puntualmente, pero a veces llegaba unos minutos antes.
La tía abría una puerta y sonaban campanillas. Otra puerta al abrirse producía un seductor sonido de agua, música cristalina que nacía de un puñado de cañahuecas de diversos tamaños y diámetros. Todo dispuesto para que las presencias no pasen desapercibidas. Había que cruzar el dormitorio oscurecido donde Jaime dormía su siesta para instalarse en la habitación contigua y esperar que despierte. Esos minutos tenían también algo de magia, pues yo podía escuchar la respiración de Jaime que dormía, mientras me dedicaba a observar con detalle los objetos en los muros o sobre las mesas. Había un proyector de cine de formato 9.5 mm de 1925, un fonógrafo antiguo pero en buen estado de funcionamiento, una gran muñeca de cera, fotos, calaveras que él mismo dibujaba sin levantar la pluma (alguna vez me mostró cómo los hacía), mapas, un retrato que pintó Enrique Arnal.
A las tres de la tarde varios relojes anunciaban simultáneamente el fin de la siesta. El poeta era también relojero: “un reloj es simplemente cosa de milagro”, me dijo en una de las visitas. Le interesaban los mecanismos, su secreto interior, por eso añadió: “digo un reloj, abomino de los relojes electrónicos”. Es decir, un mecanismo de verdad, con corazón, y no una impostura.
Donde yo miraba se posaba también su mirada para explicar la procedencia de un objeto o de una foto. Para mi eran tesoros de su memoria, pero cuando se lo dije, Jaime rechazó el término. Sin embargo, él mismo me mostraba con orgullo y picardía el prisma de vidrio que se llevó subrepticiamente durante una visita a la casa de Goethe, o su foto con uniforme alemán.
El fonógrafo era uno de sus objetos preferidos: “Se sufre con los discos de 78 revoluciones, se sufre con los recuerdos, se sufre con una gran muñeca de cera”, decía. Colocaba cuidadosamente un disco: Kantumarqueñita, de Adrián Patiño. De ahí para adelante una atmósfera de poesía dominaba la tarde. Como interlocutor de Jaime, me dejaba arrastrar a su mundo de compuertas secretas y revelaciones inesperadas, de una manera placentera me ponía a su servicio, sin otro ánimo que escucharlo. Me considero afortunado por haberlo visitado y conversado con él a solas, acompañados apenas por la sombra silenciosa de la tía Esther que merodeaba entre las habitaciones.
La casa era alargada, me parecía un túnel del tiempo. Al fondo, un balcón ofrecía una vista amplia sobre el Illimani. Allí retraté a Jaime. Tomé apenas un par de fotos (la cruel realidad de la fotografía analógica y la falta de plata), una de las cuales ha sido pirateada demasiadas veces. La vista desde ese balcón le gustaba, ahí se asomaba con su lluchu y sus lentes oscuros. No dudo que pasaba mucho tiempo mirando la perspectiva luminosa del Illimani, a espaldas de la ciudad sobre cuya atmósfera subterránea escribió con tanta maestría.
Una vez llevé una grabadora y le hice muchas preguntas sobre su poesía. “La poesía es la búsqueda. Fue la búsqueda la que me impulsó a escribir. Ya de chico me gustaba desarmar las cosas, ver lo que había adentro... [toma un objeto] Por ejemplo esto, todo lo que caía en mis manos. Si en este momento este objeto fuera peligroso, yo lo hubiera abierto ya: explosión. Pero hay que abrirlo nomás, hay que abrir la cosa aunque explosione, aunque uno muera en la obra. De lo que se trata es de ver justamente lo que pasa. Pero desarmar no equivale a destruir, se trata más bien de mirar adentro, de descubrir. Para mi coleto, digo, haría residir allí la génesis de mi tendencia a la poesía. No fue un impulso de curiosidad, fue la búsqueda de lo que se esconde detrás de las cosas”.
Lo anterior se publicó en mi primer libro, “Provocaciones” (1977). Hay palabras y expresiones de Jaime que me quedaron grabadas: “para mi coleto” es una de ellas. Y por supuesto “la cosa”. No era cualquier cosa esta cosa. La “cosa” de Jaime era mucho más que una palabra, tenía un significado enigmático para él y para quienes lo escuchaban o lo leían.
Si se pudiera materializar la poesía de Jaime Sáenz, sería “la cosa” azul y fría. Azul, fría y oscura. Ófrica (un hermoso bolivianismo), un angustioso espacio cerrado o un inmenso vacío, ambos complementos. Así la leo todavía. Con eso quiero decir que Jaime Sáenz es nuestro poeta más extraño. En su momento no le molestó que lo califique de extraño, como a su poesía, porque era una manera de llamarlo al mismo tiempo coherente y consecuente. Lo extraño, lo desconocido, “la cosa”, atraen irresistiblemente a Sáenz. Entrar en el mundo de Jaime es una experiencia extraña. El mundo físico en el que pasa sus días y sus horas (más importantes que sus días) están de acuerdo con su mundo poético; son la misma cosa desde el momento en que la poesía no son versos o libros, sino una forma de vida que a veces se materializa en un poema, pero también en un collage o un garabato.
Por ello, entre sus obras, me gusta tanto la revista Vertical, que fundó en 1965 y de aparición esporádica, como tantas revistas bolivianas, más aún las dedicadas a la poesía. Endeudado, tuvo que pagar con libros al encuadernador, y con una frazada inglesa al operario, según me contó. En junio de 1972 revivió Vertical por algún tiempo.
Como en sus libros, Jaime despliega su condición de artesano. Casi todas las tapas las diseñó él mismo, y todas las ilustraciones de sus obras. Hay collages, hay dibujos. Son obras que tienen su sello de identidad. Algún día escribiré sobre la afinidad poética y artística que tenía con mi querido Ricardo Pérez Alcalá: ambos compartían un mundo interior de pasillos y puertas secretas. Ricardo lo dibujó y pintó muchas veces, todavía conservo alguno de esos dibujos. Y retrató a la tía Esther, en una sesión que tuve el privilegio de fotografiar.
Lo que más impactó a quienes no conocían su faceta de artista plástico, fue la serie de veintiún calaveras expuestas en 1967: “Calavera que se resistió a ser una calavera”, “Calavera con unas complicaciones en los ojos”, “Calavera desnutrida”, “Calavera aparecida en el circo”, son algunos de los títulos ocurrentes que colocó. Aunque su aspecto era austero y temido por algunos, Jaime se divertía con juegos de palabras e imágenes, pero no era un prestidigitador, sino un brujo. La magia de su poesía no tiene trampa.