(Publicado en Página Siete el domingo 17 de octubre de 2021)
Para los cineastas los últimos dos años han sido catastróficos debido a la pandemia que ha limitado las posibilidades de producir, de distribuir y de exhibir. Solo el tesón y la constancia los ha hecho superar los desafíos que les puso delante la realidad. Las mismas condiciones han afectado la creación cinematográfica en todo el mundo, pero en Bolivia todo ya era cuesta arriba.
Carina Oroza dirige una escena del filme
Para Carina Oroza Daroca ha sido aún más complicado. Su película “La casa del sur” (Bolivia-Colombia, 2020) es un proyecto de largometraje que arrastraba desde 2010 y que comenzó a filmar justo cuando se vino encima la pandemia. Guardé la nota de prensa del 11 de febrero de 2019 donde se anunció el inicio del rodaje, exactamente un mes antes del batacazo mundial. “Tenemos el gran desafío de aportar a la historia del cine nacional, llevando el foco de atención al sur de Bolivia y centrándose en historias de mujeres”, declaró en ese momento la directora y guionista, que anteriormente había dirigido el documental “Presentes en la historia” (2008).
Se trata efectivamente de un relato centrado en personajes femeninos, pero no se trata de un film intimista al margen de la historia del país. La narración está construida sobre dos ejes paralelos, separados por 25 años, que recorren los 89 minutos del filme en forma alternada. Por una parte, el presente (situado aproximadamente en 2005-2010), y por otra el pasado de los mismos personajes, que trae a la memoria el cruento golpe militar de 1980.
El punto de vista narrativo es el de Ana, una mujer que salió de Tarija un cuarto de siglo antes, huyendo no solo de una dictadura militar sino de sus propios fantasmas y recuerdos. Con el tiempo se convirtió en una bloguera “famosa” (la fama efímera de internet) cuyo blog se ocupa de la cultura culinaria en muchos lugares del mundo. En este caso, decide regresar a su tierra natal, porque recibe la noticia de que la hermana de su madre ha fallecido. Su propósito es vender la casa de la tía y permanecer el mínimo tiempo posible en Tarija.
Pero en la vida los planes no siempre se ajustan a la realidad: Ana no sabe lo que le espera a su regreso. Nicolás, fiel servidor y amigo de su tía (interpretado por ese actorazo que es David Mondacca), le envió la noticia de la muerte para que Ana vuelva tentada por la ambición de obtener dinero con la venta de la propiedad, sin otro propósito salvo publicar, mientras tanto, unas cuantas notas de su blog, por ejemplo, sobre el ají de fideo, sofisticadamente rebautizado como “macaroni andino” para impresionar a sus seguidores. “El internet siempre miente” dice en otra escena la protagonista.
Poco a poco el blog deja de ser importante en la historia y en la vida del personaje central, porque al prolongarse —contra su voluntad— su estadía en la sombría “casa del sur” comienzan a asaltarla los recuerdos, primero como piezas sueltas de un rompecabezas, y luego, al final, al colocar la última pieza de la memoria, como una foto entera de su existencia, no solamente de su vida. El mismo puzle, dado la vuelta peligrosamente para que no caigan las piezas, completa el eje del pasado, aún menos amable.
Ana detesta a esa tía que no ha visto en 25 años. La detesta porque la culpabiliza de algo que la marcó por el resto de su vida. No diremos más de lo que dice el material de difusión de la productora: que se inspira en un hecho real sucedido durante la dictadura militar en una hacienda donde Naty y su hija Anita, son retenidas por una tropa militar que busca a supuestos guerrilleros. Cinco lustros después, “Anita retornará a la vieja hacienda con la intención de venderla. Pero al atravesar la puerta, la casa le regalará las piezas necesarias para entender el pasado y decidir su presente”. Por las fechas probables y por los datos de la tecnología (blogueros estrella, internet en las terminales de buses, tablets con videollamada, etc.) entendemos que se trata de la dictadura de García Meza, aunque la historia original pudo inspirarse en la dictadura de Banzer.
Intuimos desde el principio, que Ana se quedará en Tarija y que la casa donde vivió hasta su adolescencia la atrapará afectivamente, pero lo que no sabemos es cómo transcurre ese itinerario de reconciliación con el pasado y cómo se produce su propia redención. Como en toda historia de ficción que se respete, no importa tanto lo que se cuenta sino cómo se cuenta. Y los méritos de la película de Carina Oroza están precisamente en esa manera de contar lo que comenzó como un testimonio familiar.
La estructura de montaje temporal en paralelo funciona de manera eficiente (como vimos antes en “Cuando los hombres quedan solos” (2018) de Fernando Martínez y Viviana Saavedra). Hay dos artífices para que ello ocurra: el editor de imagen y sonido, y coproductor Ramiro Fierro, y el director de fotografía Ernesto Fernández Tellería. Mientras el plano del presente está narrado en vivos colores, el eje del pasado acentúa las sombras y los colores fríos en la imagen.
La casa-hacienda donde se filmó el largometraje es un espacio bucólico que lo mismo sirve para recrear el miedo y la violencia de la dictadura, que los momentos de armonía familiar. Es un espacio ideal para que se desarrollen las relaciones entre las mujeres protagonistas, una casa con frutales y viñedos que se extienden hacia el rio, un río que en 25 años se ha secado (como ha sucedido en la realidad con tantos ríos en Bolivia), una metáfora del país que se deteriora gradualmente en su naturaleza y en sus valores.
Otra de las fortalezas del filme es la dirección de actores: Ana en sus dos versiones temporales, adulta y niña, (interpretadas respectivamente por Piti Campos y Arwen Delaine, ambas muy buenas), el extraordinario Mondacca (Nicolás, guardián de la memoria y de la ética), Alejandra Lanza (la tía que lleva por adentro la procesión) y Cristian Mercado (el capitán). Sin embargo, frente a actores tan profesionales, algunas escenas resultan caricaturizadas por la sobreactuación de actores secundarios con menos oficio en el cine, que tienden a hacer la parodia de sí mismos.
Las canciones compuestas para el personaje de la tía constituyen otro aspecto narrativo esencial en la historia, de hecho, contribuyen a completar el rompecabezas de Ana como si la vieja guitarra hubiera comenzado a hablarle. Frente a ese plano musical perfectamente integrado en el relato, la música incidental (especialmente cuando se trata de violines en pleno diálogo entre dos personajes), resulta a ratos discordante, sobre todo cuando ocupa el primer plano en detrimento de la imagen. Me ha pasado otras veces cuando el volumen de la música de pronto me saca de mi estado de concentración.
Rara vez he publicado un comentario antes del estreno comercial de una película, pero creo que pandemia de por medio, la obra merece despertar el interés de su público potencial y preparar el terreno para su exhibición en salas de cine.