Los críticos literarios tienen la mala costumbre de ejercer su oficio casi siempre sobre libros cuya popularidad asegura la lectura de los mismos y la redundancia de otros comentarios. Pocas veces corren el riesgo (o encuentran el espacio en publicaciones) de comentar libros poco conocidos, casi secretos. El oficio de descubrimiento no suele ser una prioridad y por eso muchos libros, demasiados, que sin embargo tienen méritos suficientes, pasan desapercibidos.
Además, hay “clases” sociales en la literatura, categorías que imponen los editores en su afán de modelar el gusto de los lectores y de seguirle la corriente al mercado. Novela se escribe con mayúscula, cuento con minúscula, y mini-relato o microcuento en letras menudas, que requieren la asistencia de una lupa. Los hermanos menores de la literatura son maltratados por los mayores porque no se venden bien.
Muchos libros aparecen en ediciones de autores, como es el caso de “Sin pelos en la lengua (ni en otras partes)” (2017) de Elking Araujo, cuentista ecuatoriano al que conocí en noviembre de 2018 en Quito, y me pasó este librito muy suyo que llevé conmigo como un As que podía sacar de la manga en cualquier momento para leerlo de a poquito para que dure más.
Aunque está publicado por la editorial Cactus Pink, me pincha que es una edición tan casera como “Palabra Encendida”, la de mis primeros cuatro poemarios. Eso no le quita mérito, simplemente reduce su circulación inmerecidamente.
Unos atribuyen a Mark Twain y otros a Karl Marx la frase: “Lamento escribirte una carta tan larga, pero no tengo tiempo de hacerla más corta”. Todo escritor lo sabe, independientemente de quien lo haya expresado antes: escribir de manera concisa y precisa es más difícil que explayarse en largas parrafadas. Una amiga novelista sufre con ese problema: “Ya tengo 800 páginas, ¿qué hago?”, me dice angustiada. “Poda”, le digo, recordando el decálogo de Horacio Quiroga: “El cuento es una novela depurada de ripios”.
Elking Araujo no sufre las angustias de escribir largo sino las de escribir corto, para que sus microcuentos salgan del tamaño preciso cuando aparecen en su cabeza, bajan por los nervios del cuello y el brazo derecho hasta salpicar el papel. Sin saberlo a ciencia cierta, imagino que los escribe a mano, en minúsculas libretas, para que no desborden, o en servilletas de papel en algún café que frecuenta (pero esto es cuento mío). La tijera abierta que aparece en el centro de la tapa de su libro parece que hizo su trabajo de podar todo lo que sobraba.
Son brevísimos porque a Elking le gusta jugar con palabras y frases sueltas. Toma de la cola un dicho y lo agita en el aire hasta sacarle un grito. Las expresiones vivas que usamos cotidianamente casi sin darnos cuenta, las convierte en relatos misteriosos, nos hace pensar en ellas, en su origen, en sus escondidas intenciones.
Frases hechas como “el príncipe azul”, o cuando las cosas que se ponen “color hormiga”, “darle una mano” a alguien (y correr el riesgo de que no te la devuelvan), “perder la paciencia” o “a diestra y siniestra”, entre otras, adquieren una nueva dimensión en el pequeño libro de grandes sorpresas porque el cuentista usa las palabras como pie para elaborar una variación. Es como un músico de jazz que a partir de un acorde musical improvisa una paleta de variaciones temáticas.
Como en cualquier colección de textos, hay unos más buenos que otros, pero todos ofrecen el intento de subvertir el lenguaje y de manipular incluso físicamente su contenido.
Algunos se meten con frases, otros con palabras sueltas, a veces con letras e incluso con la puntuación. Nada escapa a su mirada inquisidora sobre el lenguaje. En “Anorexia alfabética” parte de una “O” bien rellena que pasa a convertirse en una “d” alargada , luego en una “q” desnutrida para terminar en una “y” enfermiza. En “Puntito” se toma el trabajo de elaborar una historia de infidelidad quitándole los puntos finales a las oraciones, e incluso los puntos a la “i” y a las jotas. Y claro, no alcanza a ponerle punto final a la historia que narra.
Como suele suceder en estos ejercicios saltarines, hechos de precisión puntiaguda, el humor está siempre presente. El microcuento es casi inexorablemente bromista, se burla de todos y de sí mismo. De ello es un buen ejemplo el que se dice más corto de todos, el de Monterroso, que introduce un dinosaurio que ya no está. En los de Elkin Araujo no hay dinosaurios, pero hay algunos ratones que fabrican bolas de billar y muchas sutilezas del lenguaje: “Sabía que había llegado a la madurez gramatical porque tenía los verbos conjugados en amarillo, los adjetivos superlativos de dureza y los sustantivos antepuestos de perfume y primavera. Solo le faltaba descubrir en qué fruto rojo, azul o dorado, se convertirían los puntos suspensivos que encontró al final”.
“Perder la paciencia” puede ser peligroso, porque luego de buscarla “bajo la cama, en los rincones de los sofás, en los bolsillos minúsculos de las carteras, terminó finalmente perdiendo la razón”.
El humor está muchas veces relacionado con el absurdo, y así como Cortázar, en un cuento, observaba científicamente a la mosca que volaba de espaldas, Elkin se complica la vida regando las plantas… de los pies de la gente con la que se topa.
En estas épocas en que cada vez son menos
los que leen libros y donde las bibliotecas han desaparecido de las casas para
convertirse en repositorios intimidantes que solo visitan los nostálgicos del
libro-objeto, o estudiantes frustrados porque no pudieron encontrar en internet
lo que buscaban, libros como este de Elkin Araujo pueden devolver el placer de
la lectura.
(Publicado en
Página Siete el domingo 14 de marzo 2021)
______________________________________Un
cuento es una novela depurada de ripios.—Horacio
Quiroga