Sería el colmo que, encerrados en estas montañas ajenas al mundo mundial, no lo recordemos con agradecimiento por sus aportes científicos, algunos de los cuales contribuyeron a lo que siglos más tarde sería la fotografía y el cine.
Mucho de lo que sabemos sobre su espíritu científico y su inagotable curiosidad se debe a su famosos cuadernos en los que escribía siempre con caligrafía a la inversa, de manera que sus textos solo pudieran leerse reflejados en un espejo. Esa argucia del espejo, era ya la comprobación de un hecho científico.
Leonardo heredó de su tío Francesco la curiosidad científica y de su abuelo la costumbre de registrar en cuadernos todo lo que pasaba por su mente. No son exactamente diarios, aunque algunos incluyen banalidades de todos los días, como una listas de productos del mercado, pero también maravillosos dibujos y descripciones de sus inventos y sus proyecciones científicas cuya precisión maravilla aún hoy, cuando las computadoras hacen los cálculos que los hombres ya no tienen tiempo de realizar.
Las máquinas voladoras de Leonardo precedieron en varios siglos e inspiraron a los primeros aviadores de la historia. Sus apuntes sobre anatomía son tan exactos que podrían ilustrar cualquier tratado moderno. No hubo ciencia que desestimara: astronomía, física, química o mecánica, metalurgia, entre otras. Y como buen polímata, entendió que las disciplinas se enriquecen entre sí, y que de otra manera se encierran en un círculo sin oxígeno que les impide avanzar. La interdisciplinariedad que hoy promovemos en equipos de especialistas, estaba concentrada en el propio Leonardo da Vinci, que tenía la extraordinaria capacidad de hacer dialogar las disciplinas científicas con las artísticas.
Están íntimamente relacionadas sus investigaciones sobre la luz y la óptica, con el ejercicio de la pintura. Da Vinci no sería el maravilloso pintor que conocemos si no hubiera desarrollado en profundidad sus pesquisas sobre el color, las sombras, la reflexión y la refracción a través de cristales, y si no hubiera explorado hasta el mínimo detalle la estructura del ojo y de la visión humana.
Sus biógrafos nos cuentan que fue estimulado en su curiosidad científica primero por su maestro Verrochio y luego por Piero della Francesca, otro de los grandes renacentistas. Del primero no solamente aprendió mucho sobre los pigmentos de color, sino sobre los materiales que se podían utilizar en las artes plásticas, incluyendo la arquitectura, el uso del yeso para modelar, de la química para alterar los pigmentos, de la metalurgia para los armazones. Y del segundo aprendió el dibujo lineal, esa precisión asombrosa que caracteriza toda su obra y que destaca, por ejemplo, en su autorretrato del año 1512.
En un interesante ensayo publicado en “Proceedings of the Royal Society of Medicine” (mayo 1955), el doctor K.D. Keele sostiene que el interés de Leonardo por la visión y la luz era “la de un artista cuya pasión era la observación”, y añade que fueron los artistas del Renacimiento y no los filósofos, los que probaron que “la observación aguda era necesaria para la fundación de ciencia como la anatomía”.
Si bien es cierto que desde la antigüedad filósofos como Demócrito, Platón o Aristóteles habían especulado sobre las propiedades del ojo, y 300 años antes de nuestra era Herófilo de Calcedonia había descrito en detalle la anatomía del globo ocular, Leonardo aportó sobre las funciones de la visión, avanzando el concepto de los haces corpusculares de luz que penetra en el ojo, a “círculos de aire luminoso” que se repiten infinitamente sumándose para crear imágenes.
Hoy podemos comparar esos hallazgos extraordinarios porque hay ediciones de los libros que antes se copiaban a mano, hasta la invención de la imprenta. Pero ¿cuánto acceso tenía Leonardo a los manuscritos de la antigüedad? Mucho que de lo que investigó y creó fue producto de su propio pensamiento o de referencias vagas sobre quienes lo precedieron.
Basado en las observación del médico árabe Alhazen (Siglo XI), Leonardo desarrolló no solamente sus conceptos desde la perspectiva de la anatomía y la física de la luz, sino también desde la fisiología. Para estudiar el globo ocular Leonardo aconsejaba hervirlo en clara de huevo hasta que adquiriera un estado sólido (como un huevo duro), para poder diseccionarlo sin que perdiera su contenido de humor acuoso. Estamos hablando hace más de 500 años… es sencillamente extraordinario.
Aunque no todos sus experimentos fueran exitosos (nunca lo fueron en ningún hombre de ciencia), Leonardo comparó la función del ojo con la cámara oscura que debido a la manera como los rayos de luz se intersectan, invierte la imagen al pasar por el orificio del iris. Estaba fascinado por el funcionamiento del ojo, por la manera como el iris automáticamente controlaba la cantidad de luz que penetraba, o por la flexibilidad del lente de la cornea para adaptar la precisión del enfoque del ojo a distancias variables.
Describió también la fotofobia y la manera como la pupila reacciona frente a un haz de luz que repentinamente aumenta de intensidad.
Todos estos experimentos son los que retomarían siglos después los inventores de la fotografía y del cinematógrafo, para impresionar imágenes en material sensible a la luz, para crear lentes apropiados para diferentes distancias, y el dispositivo del obturador que permitía controlar el tiempo de entrada de luz a la cámara.
Humanistas como Leonardo fueron investigadores devotos de la ciencia, que a lo largo de la historia aportaron con descubrimientos sin los cuales hoy no existiría ni el cine ni la fotografía, y más allá de los aspectos técnicos, abrieron el camino para el uso de la luz, del color y los pigmentos, de las reglas de composición, de las proporciones y perspectivas de los objetos. Su “Hombre de Vitruvio”, en ese sentido, es una de las más bellas representaciones de la dimensión humana.
(Publicado
en Página Siete el 28 de abril de 2019)
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Aunque la naturaleza comienza con la razón y termina en la
experiencia, es necesario que hagamos lo contrario, es decir, comenzar con la
experiencia y, a partir de ahí, investigamos la razón. —Leonardo da Vinci