Morales, Choquehuanca, Félix Cárdenas y comparsa se han encargado de convencernos de que estamos divididos entre indígenas y blancos, algo aberrante ya que el grado de mestizaje es tal, que ahora muy pocos se reconocen a sí mismos como indígenas, según quedó demostrado en el Censo de Población que el gobierno se ha esforzado en esconder.
Después de 1952 el color de la piel no era lo que dividía a los bolivianos. Podía dividirnos la ideología, la política, la cultura, la economía, pero no la piel. En los históricos sindicatos mineros y campesinos que tuvimos durante la última mitad de siglo pasado, a nadie se le ocurría dividir a los dirigentes entre blancos, mestizos o indígenas. No preocupaba el origen racial de Federico Escobar, Simón Reyes, Casiano Amurrio o Juan Lechín. Por el contrario, era estimulante en términos políticos contar con una Central Obrera Boliviana y una Federación de Mineros donde codo a codo marchaban dirigentes del Partido Comunista, del MIR, MNR, PCB, POR y partidos indigenistas.
En los enfrentamientos callejeros contra las dictaduras nadie cuestionó jamás que Marcelo Quiroga Santa Cruz o Genaro Flores lucharan por las mismas causas. En la vida cotidiana y en el trabajo no teníamos en la cabeza el chip del racismo que ahora le ha metido este gobierno al pueblo boliviano mediante una perversa cirugía.
La paradoja es que mientras el discurso de Evo Morales y de sus seguidores más obsecuentes alienta la división racial (a falta de debate ideológico) su gabinete y los principales puestos del aparato del Estado lo ostentan “culitos blancos” (según una de las expresiones racistas preferidas por el régimen). El vicepresidente, la presidenta de la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP), los ministros y ministras de Gobierno, Defensa, Finanzas, Minería, Hidrocarburos, Comunicación, Educación, Salud, de Desarrollo Económico, el Presidente del Banco Central de Bolivia, y muchos otros funcionarios no encajan en la definición de “gobierno indígena” que pretende instalar el régimen en su discurso demagógico de exportación.
Para compensar ese déficit tenemos a la presidenta del Tribunal Supremo Electoral (TSE) o al Canciller, que han trocado sus ropas occidentales por otras con símbolos indígenas, para que se los contabilice como tales. La Ministra de Culturas, en cambio, hace todo lo posible para parecer lo más occidental que puede por su vestimenta y su maquillaje, renegando de su apellido Alanoca Mamani. Las carteras más importantes no están en manos de indígenas, y muchos de los “clasificados” como tales por la política de segregación racial no hablan idiomas nativos (como tampoco los habla el presidente Morales a pesar de un certificado trucho que lo acredita).
Ministros del gobierno de Bolivia, 2019 |
Esa flagrante contradicción con el discurso del “país indígena” contra el “país blancoide” nos divide de manera dolorosa, sacando a flote resentimientos que permanecían agazapados. Para muchos debe ser un dilema cotidiano y un trauma sicológico mirarse en el espejo y decidir si les conviene más declararse “indígena” o “blanco” en función de los favores que pueden recibir del “jefazo”. A ese extremo llega la polarización propiciada desde el gobierno.
Curiosamente, la zonificación espacial entre “indígenas” y “blancoides” es cada vez menos evidente. Cuando funcionarios del MAS aluden despectivamente a la “zona sur” de La Paz, olvidan que en años recientes miles de viviendas en Calacoto, Achumani, San Miguel, Irpavi o Cota Cota han sido adquiridas por familias que tienen sus negocios y casas en El Alto o alrededor de la avenida Buenos Aires. La proliferación de ventas de automóviles de lujo sobre la Avenida Ballivián de Calacoto no se debe a que las familias tradicionales del barrio cambien de vehículo cada año, sino a que los mismos que adquieren casas y departamentos con maletas llenas de dólares, hacen lo propio con vehículos de toda marca.
(Publicado en Página Siete el sábado 20 de abril 2019)
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La política es el sucio juego de la discriminación entre amigos
y enemigos.
—Jacques Derrida