17 agosto 2016

Nuestro Señor de la Cancha

Protector del deporte, constructor de estadios y canchas de césped sintético, protégenos de los incendios, las inundaciones, la sequía y la caída de los precios del gas, porque no estamos preparados para enfrentar esos desastres.

A ver si rezándole nos hace caso, porque hasta ahora ha demostrado una altanería propia de los monolitos de piedra (que mantienen su rictus impasible frente a las desgracias) y del invisible dios de los cristianos que mira desde su altura infinita cómo la tierra va a la deriva con guerras y desastres naturales, sin parpadear por ello ni mostrar su infinita bondad.

Vamos, no exageremos. Por supuesto que Nuestro Señor de la Cancha no asciende a las alturas del paraíso, aunque lo intente en su costoso y moderno avión a propulsión. Más bien corresponde a la categoría de los ídolos de barro, frágiles a medida que pasa el tiempo, o de esas manchas de humedad que aparecen en una pared y hacen creer a la gente simple que ahí hubo una aparición divina. Con el tiempo, todos se olvidan, el ídolo de barro se desmorona y el culto a la mancha desaparece.

Pero el tiempo que duran los ídolos de barro y los cultos de apariciones puede ser al mismo tiempo un periodo de esperanza y de dolor, de aparente esplendor y fasto, pero también de sacrificios humanos y daños irreversibles, en la medida en que el ídolo está completamente autoconvencido de que es superior, y los obsecuentes que lo rodean contribuyen a ese culto porque forman una cofradía que se beneficia de la creencia que mantiene a las mayorías sojuzgadas por la fe.

Cuando hace falta un empujoncito para elevar unos metros más arriba la imagen del ídolo, inventan algún esperpento que permita reactivar el fervor de los creyentes. Cuando las canchitas se hacen pan de cada día, hay que montar las carpas del circo, entonces llega el rugido del Dakar, muy parecido al rugido de los leones en el coliseo romano, y ahí el emperador levanta el brazo para dar la partida, envuelto en una bandera multicolor que dice representarnos a todos.

El Dakar no es regalo de los dioses. El Dakar le cuesta a los esclavos muchos talentos, denarios y sestercios, y a la integridad del medio ambiente y a la dignidad de la madre tierra le cobra daños que no se pueden calcular porque se acumulan con intereses sobre la generaciones por venir.

Nuestro Señor de la Cancha cumple con el papel que cree que le han asignado los dioses. En algún lugar leyó (o le contaron) eso de mens sana in corpore sano. Sin saber que es una frase incompleta de las Sátiras de Juvenal, se dedicó a ponerla en práctica multiplicando primero canchas de césped sintético en lugares donde ni siquiera hay un centro de salud de primer nivel, luego coliseos polideportivos y ahora gigantescos estadios de fútbol en ciudades donde el agua potable escasea. Todo, para su gloria.

Estadio Hugo Chávez en Chimoré
La paradoja es que casi todos esos espacios públicos pasan la mayor parte del tiempo desiertos, sin uso, ya sea  cerrados por los candados que ponen los alcaldes o porque no basta construirlos para que los potenciales usuarios acudan (como Kevin Costner en la película Campo de sueños). Estas canchas son como las iglesias católicas, cada vez más solitarias porque faltan fieles para llenarlas. Y si no hay fieles es porque ya no es cuestión de fe, de creer a ojos cerrados, ciegamente, sino de prioridades.

La idea de desarrollo de Nuestro Señor de la Cancha se reduce al ladrillo y el cemento. No se entera de que hace cuatro décadas el concepto ha evolucionado. Los países han comprendido que es más importante el desarrollo humano con una perspectiva de derechos, que la construcción de escuelas sin buenos maestros, de hospitales sin equipamiento o de carreteras sin un proyecto integral que genere empleo a largo plazo. Hay mucho gasto pero muy poca inversión. A ver quién le hace entender la diferencia.

Nuestro Señor de la Cancha predica con el ejemplo, como debe ser. Lleva (porque quiere) el número 10 en la espalda, escoge su posición en la mesa y a los apóstoles que lo acompañan en el juego, mete goles (porque le dejan), y propina rodillazos violentos (cuando alguien olvida su naturaleza divina).

Y en ese desgaste cotidiano el ídolo de barro se ha resquebrajado, ya no le contestan en el Olimpo ni en los cielos, ya le está pasando la factura la madre tierra y la plebe por una y otra cosa (algunos pecadillos de la carne y otros en la lista de los pecados mortales) como a cualquier ser humano que durante una larga primavera se creyó más de lo que era.  
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Hay grandes hombres que hacen a todos los demás sentirse pequeños. Pero la verdadera grandeza consiste en hacer que todos se sientan grandes. 
—Charles Dickens