Alguna vez cerca de la Plaza Mayor en
Madrid pasé delante de un restaurante que junto a la puerta exhibía una placa:
“Aquí nunca estuvo Hemingway”. La humorada tenía bastante sentido porque son
muchos los restaurantes y hoteles en el mundo que exhiben placas
conmemorativas del estilo “Aquí estuvo Hemingway en…”, y algunos lo pueden
incluso probar con una fotografía del barbudo escritor. Aventurero empedernido,
Hemingway anduvo por todas partes, pero estableció una de sus tres residencias
principales en Cuba.
Hace más de 25 años, durante una de mis
estadías en La Habana, visité por primera vez la Finca Vigía, la casa de Ernest
Hemingway en San Francisco de Paula, donde vivió hasta 1962 y donde escribió
algunas de sus obras más importantes, como El
viejo y el mar, publicada en 1952, por la que obtuvo al año siguiente el Premio
Pulitzer: “es lo mejor que puedo escribir en mi vida”, dijo alguna vez. En octubre de 1954, fue galardonado con el Premio Nóbel de Literatura por el conjunto de su obra, y saltó
definitivamente a la fama, aunque no asistió siquiera a la ceremonia de entrega
en Oslo. Ese año, además, fue un año negro para él, pues sobrevivió en Africa a dos accidentes de aviación consecutivos.
Me gusta esta casa y me agrada visitarla de
nuevo ahora que se cumplen 50 años desde que Hemingway la dejó tal como estaba.
Blanca, con muchas ventanas a su alrededor, la casa está llena de luz. Nada se
ha movido de su lugar, nada falta, y cuando uno se acerca a las ventanas parecería
que el fantasma del viejo lobo de mar va a hacer una abrupta aparición entre
dos habitaciones. Una mujer barre el piso del dormitorio como si alguien
hubiera dormido allí la noche anterior. Casi en todas las habitaciones de la casa, incluso en los dormitorios, hay trofeos de caza. Cabezas de antílopes y otros animales africanos.
Junto al baño, en el clóset se ve una veintena de pares de calzados, algunos de vestir, pero en su mayoría botas que usaba en sus
caminatas o cuando se hacía a la mar. Sus trajes siguen colgados como hace
cinco décadas, uno de ellos es un uniforme militar de “corresponsal de guerra” que usó en España en 1937.
Todo está como si el escritor fuera a llegar en cualquier momento para sacarse
las botas cubiertas de fango antes de servirse un daiquiri y sentarse a leer.
Las medidas de protección de Finca Vigía
siguen tan estrictas como hace cinco lustros. Exageradas, a mi juicio. La casa
está situada en una colina y rodeada de árboles; los visitantes sólo pueden
mirar desde las puertas y desde las ventanas el espacio interior, y subir a la
torre de tres pisos, junto a la casa, que parece un campanario. En el ultimo
piso escribía Hemingway, un espacio reducido pero suficiente para que el
escritor pudiera concentrarse lejos del mundanal ruido y con una vista
magnífica. Sobre su escritorio esta la máquina de escribir que uso para
escribir en apenas ocho semanas el libro que lo consagró definitivamente.
Nada deja suponer que fuera del perímetro
del jardín, San Francisco de Paula ha crecido tanto desde que Hemingway compró
la propiedad en 1940 por 12.500 dólares (que hoy serían aproximadamente 200 mil
dólares). San Francisco de Paula es hoy parte de La Habana, y lo poco que
recuerda los años en que Hemingway vivía aquí, son los viejos Chevrolet de las
décadas de 1940 y 1950, que se mantienen en circulación gracias al bloqueo
económico y al ingenio de los mecánicos cubanos.
El único cambio que noté ahora con
relación a mi anterior visita fue la desaparición de la cancha de tenis que
estaba junto a la piscina. En su lugar está ahora el yate “Pilar”, que
Hemingway hizo construir de acuerdo a indicaciones precisas. Escogió la madera
de caoba, el tamaño, la disposición exacta del espacio, la potencia de los
motores, y por supuesto el nombre, que según dicen era el seudónimo de una
amante. Cómo será. Entre el “Pilar” y la piscina están enterrados los cuatro
perros de Hemingway: Nerón, Linda, Negrita y Black.
Luego de visitar la Finca Vigía no es
mala idea terminar la jornada tomándose un mojito en La Bodeguita del Medio, es
una buena manera de honrar la memoria de Hemingway, que era una asiduo del bar.
Su foto con Fidel está en un lugar prominente y la frase clásica del escritor en
boca de todos los que llegan por allí a cumplir con el ritual: “Mi mojito en La
Bodeguita, mi daiquiri en El Floridita”. La Bodeguita es de esos hitos obligados
del peregrinaje habanero, por lo menos una vez en la vida. Las firmas que a
través de los años se han acumulado sobre los muros de La Bodeguita se expanden
ahora hasta los muros exteriores. La abundancia de estas firmas, a través de
las cuales cualquier turista de medio pelo pretende perpetuar su nombre, hace
perder el valor de las firmas originales, ahora saturadas por vecinos
incómodos.
_______________________________________________
Se necesitan dos años para aprender a
hablar
y sesenta para aprender a callar. — Ernest
Hemingway