31 agosto 2008

Pescadores de Elmina

El espectáculo cotidiano es formidable: la caída del sol parece ser la señal que todos esperan. Un centenar de piraguas y botes de lanzan al mar, buscan la salida compitiendo como si se tratase de una carrera, mientras centenares de personas observan desde el puente que conecta al pueblo de Elmina con el Castillo de St. George, el más antiguo de África occidental.

Cada nave, de unos 30 metros de eslora, va cargada de enormes redes verdes y una docena de pescadores decididos a pasar la noche pescando en mar abierto. Con el sol cálido de la tarde, los colores vivos de las piraguas contrastan con el blanco impecable del Castillo St. Georges.


Las piraguas son el reflejo de sus dueños, que las pintan ya sea con motivos deportivos, religiosos u otros. Veo pasar una verde-amarilla, con la bandera brasileña, ostentando el nombre de Ronaldihno, otra con las barras granate del Barcelona y el nombre de Eto’o bien visible. Otras ostentan banderas de España, de Alemania, de Estados Unidos, de Brasil o de Inglaterra, solo por los colores o alguna afinidad futbolística.


En la oscuridad absoluta de altamar, pescarán toda la noche y regresarán al día siguiente al amanecer para ser recibidas con algarabía por la gente que colma el puente y los muelles. Cuando alguna de las piraguas ingresa al puerto plateada de pescados que todavía se agitan, la gente aplaude. La entrada es triunfal.


Desde la ventana en el segundo piso del pequeño hotel de piedra Coconut Grove Bridge House se aprecia mejor el espectáculo, pues la vista abarca todo el puerto, el gran mercado de pescado, y justo al frente el castillo que se yergue en un blanco imponente, contrastando con el azul verdoso del mar. Elmina es un hervidero de gente que se vuelca sobre este bullicioso mercado del mar, y lo hace ritualmente, todos los días a la caída del sol y al día siguiente al alba.


Esto que describo me sucede en uno de los lugares de Ghana que tiene más historia. Elmina fue un pueblo de pescadores cuando nació hace más de 700 años, y ha vuelto a ser ahora un pueblo de pescadores, después de haberse convertido ignominiosamente en un puerto del que salían cargamentos de esclavos hacia América.


Fueron los portugueses los que iniciaron el comercio de esclavos, y quienes comenzaron la construcción del castillo de San Jorge, pero lo holandeses y los ingleses no tardaron en tomar su lugar. El nombre de Elmina es una deformación de “las minas” de oro que los portugueses encontraron. Grabados de la época muestran a hábiles nadadores zambulléndose en lagunas de las que extraen canastas de arena con oro. Objetos de oro que se conservan hasta hoy, son testimonio de esa riqueza que en algún momento se apagó y fue remplazada por otra más lucrativa y salvaje: el tráfico de esclavos.


Un cronista que estuvo en Elmina en 1482 describió el encuentro entre el Rey Caramansa (Kwamina Ansah) y el Capitán Diogo de Azambuja. Apunta que el rey recibió al portugués sentado en una alta silla, ornamentado con un collar de oro, y con los brazos y las piernas cubiertos de anillos y brazaletes dorados. Sus jefes estaban vestidos en trajes de seda y llevaban adornos dorados en sus cabezas y en sus barbas.


Los holandeses desplazaron a los portugueses en 1637 para continuar con el tráfico de esclavos, y en 1872 vendieron todos los castillos de la costa dorada a los ingleses.


Hay en la calle Liverpool de la ciudad varios santuarios militares llamados Asafo (posuban) que ostentan figuras de guerreros y hombres religiosos, se supone que son figuras protectoras de la población.


Pero la impresión más fuerte es la que me llevo del puerto y del mercado. A pesar de los olores intensos a pescado, a basura, a orines, es difícil apartar los ojos de ese abigarrado espectáculo que podría ser el de una ciudad medieval europea.