(Publicado en Brújula Digital, Público Bo y ANF el jueves 11 de julio de 2024)
Para comenzar debo decir que hay una errata en el título del libro. Dice “pecador” entre comillas, pero debería ir sin comillas, porque Antonio Eguino es un pecador de verdad. Hacer cine en Bolivia es un pecado mortal, que sólo los empecinados y muy tercos se atreven a cometer, a riesgo de ser fulminados por un rayo enviado del cielo. Sobre todo, si pensamos en lo que era hacer cine en 35 mm hace cuatro o cinco décadas, seríamos más conscientes de ese atrevimiento, de esa afrenta a los dioses del Olimpo en nombre del séptimo arte.
De eso y otras cosas nos habla al oído
Antonio en este libro autobiográfico, escrito con el invalorable apoyo de Elena
Kuznetsova que se tomó el trabajito de poner en orden los recuerdos dispersos,
tratando de exprimir la memoria de uno de los cineastas con mayor trayectoria
en el cine boliviano.
Jorge Sanjinés y Antonio Eguino
Pero ojo: todo recuerdo es una invención. Nuestra memoria reconstruye el pasado de manera caprichosa, privilegia ciertos momentos en detrimento de otros, nos engaña, juega con nosotros en el ajedrez del olvido. Lo que creemos recordar tiene siempre un sesgo (voluntario, involuntario o subconsciente) que hace que no existe en verdad el hilo de un ovillo que se desenvuelve de manera lineal y perfecta, sino una red compleja de nudos más o menos firmes, pero enredados, con intersticios menos simétricos que la maravillosa tela de una araña.
Cuando recordamos algo, exprimimos la
memoria como una naranja cuyo jugo queda como gotas pegajosas en el camino de
la vida. La única manera de recuperar detalles y de ser preciso es regresar a
las fuentes escritas o visuales que aluden a cada periodo, a cada instante. Eso
hacemos los biógrafos y los historiadores, volcados sobre pruebas documentales:
cartas personales, diarios íntimos, relatos cruzados de otros testigos, etc. Un
pase de abordar o una cuenta de teléfono pueden restituir en la memoria hechos
ya olvidados o imprecisos.
El olor y sabor de una magdalena a la hora del té le permitió a Marcel Proust evocar hechos desde su infancia, que narró en los siete tomos (3.546 páginas en la edición en castellano de Alianza Editorial) de En busca del tiempo perdido (1913-1927). En la vida de cada quien hay sin duda muchas “magdalenas”, es decir, detonantes de la memoria que no siempre aparecen por casualidad, a veces hay que provocarlos. En una novela, no es tan necesario porque el autor puede tomarse las licencias que considere pertinentes.
Por ello el ejercicio de escribir una
autobiografía es doblemente riesgoso, en especial cuando se confía solamente en
la propia memoria y no se acude a esos señuelos habladores que nos traen a la
mente realidades olvidadas. A ese ejercicio de equilibrista se ha librado este
amigo de muchos años, Antonio o “Antoine” para los más cercanos. Lo ha hecho
con sinceridad y sencillez, en lenguaje directo y depurado, sin adornos
innecesarios.
No puedo dejar de valorar los lazos que nos unen generacionalmente, aunque Antonio sea unos años mayor. Sin tener una relación familiar directa, en nuestras vidas hay trayectorias que curiosamente se cruzan. Por ejemplo, su abuelo materno trabajó delimitando fronteras y caminos en el Chapare y mi padre hizo lo propio, muy joven, trabajando como asistente del ingeniero Grether, el que abrió esos primeros caminos. Cuando Antonio se refiere de la quiebra financiera mundial de 1929 y el inicio de la Gran Depresión, pienso en mi abuelo paterno, víctima colateral de ese descalabro cuando era gerente de un banco en Cochabamba. El padre de Antonio, Arturo, se fugó de su casa a los 15 años, y mi padre, a raíz del empobrecimiento súbito de su familia, partió a trabajar a esa edad al Chapare para mantener a su madre y hermanas. El abuelo de Antonio murió en un accidente de viaje y mi abuelo en otro accidente, en Buenos Aires. Más adelante en el relato, Antonio narra su viaje a Buenaventura (Colombia) en un trasatlántico italiano (no dice cual, pero tendría que ser el Verdi, el Rossini o el Donizetti), un viaje que yo hice también en 1964 y 1967 en esa misma línea naviera.
¿Son casualidades? No lo sé, pero me han
hecho sentirme más cerca de estas memorias.
Antonio Eguino (foto: Alfonso Gumucio)
Hay en los recuerdos de Antonio un esfuerzo de síntesis excesivo, pero se compensa con la riqueza de las fotografías que acompañan la edición, aunque algunas reproducciones son demasiado pequeñas y el texto las deja al margen. Nos hubiera gustado una versión más integral de su relato, incluso las picardías, ya que este es el testimonio personal autorizado más importante de su vida, que se suma a otros dos publicados anteriormente por Fernando Martínez (2013) y por José A. Murillo del Castillo (2015).
Durante más de medio siglo de amistad, ya
que nos conocemos desde inicios de la década de 1970, Antonio ha compartido conmigo
y con otros amigos muchas anécdotas e historias de su vida que no están narradas
en el libro. Probablemente, una vida pletórica en experiencias hubiera generado
una obra más ampulosa y destinada a especialistas, pero es una elección difícil
que a veces hay que hacer para llegar de la mejor manera a los lectores, aunque
para quienes hemos conocido otros acápites de su historia, nos deja un
sentimiento de ausencia de detalles.
Los recuerdos de su niñez son escuetos,
por ejemplo, su larga y precoz amistad con Jorge Sanjinés y la vida de barrio
que compartieron en Miraflores. Estamos hablando de siete décadas de amistad
entre ellos, no es poca cosa. Es cierto que alude a ese vínculo en diferentes
lugares del libro y no en orden cronológico, pero su relato es telegráfico. Quizás
por deformación profesional, me asaltan muchas preguntas: detalles sobre las
casas donde vivió de adolescente, sobre los viajes que hizo de joven, y más
anécdotas sobre el proceso de producción de sus películas, de las que son
testimonio viviente los colaboradores más cercanos del director de Amargo
mar y de Chuquiago, entre otras obras.
A pesar de la brevedad, hay anécdotas que marcan la lectura y la memoria de los lectores, algunas atroces y otras socarronas. Por ejemplo, en pocas líneas nos ofrece la imagen espeluznante del colgamiento de un pariente en 1946, el mayor Jorge Eguino, dos meses después del colgamiento del presidente Gualberto Villarroel, cuando Antonio tenía apenas 8 años de edad y fue hasta la plaza Murillo para presenciar el horrendo espectáculo. Por el lado irónico, su corta carrera de trompetista está relatada con humor e ingenio: la trompeta terminó su vida como una lámpara.
El largo viaje que hizo con Danielle Caillet
desde Nueva York hasta Bolivia por tierra, está muy abreviado cuando en
realidad goza de sabrosas anécdotas que le he escuchado relatar algunas veces. Un
hilo de continuidad en estas memorias, es el amor con que habla de Danielle, su
esposa escultora, cineasta y fotógrafa, un espíritu creativo que despertó en la
medida en que desarrolló su relación con Antonio y con Bolivia. Y sus hijos
Manino y Kory, son el principal legado de esa relación.
De sus amigos y colaboradores, Antonio
habla con generosidad y respeto, algo que lo honra, porque luego de una vida
bien vivida, son los momentos gratos los que se imponen sobre los sombríos. Sus
recuerdos de Oscar “Cacho” Soria, de Ricardo Rada, de Jorge Sanjinés y de Paolo
Agazzi, son los más extensos, pero hay otros breves que menciona con cariño.
La anécdota de la luna y el espejo, con Marcelino Yanahuaya en Kaata, es hermosa. No digo más, para que lean el libro. Esa y otras anécdotas hacen que a partir de ellas se despliegue lo mejor de la memoria de Antonio, armada por piezas, como un rompecabezas. Siento que lo más íntimo del verdadero Antonio está en sus reflexiones finales sobre su vida y sus sentimientos, una suerte de mirada retrospectiva que él ha preferido dejar para las últimas páginas, en lugar de introducirla progresivamente en el relato de los hechos.
Cuando leí por primera vez el manuscrito
del libro, el año pasado, le hice observaciones sobre episodios que conozco de
su vida que no están en la obra. Sin embargo, eso se torna irrelevante cuando
constatamos que en esta edición es tan valioso lo que se dice como lo que se
muestra. Hay un diálogo dinámico entre la fotografía y el texto, entonces no
importa mucho si el texto es breve y no recoge mucha información, porque el
libro-objeto es un placer por sí mismo.
Todo lo que quedó fuera del tintero, será
tarea para el siguiente libro.
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La
patria concebible es la autobiografía,
el
contarle a algunos que se ha sido alguien.
—Carlos
Monsiváis