(Publicado en Los Tiempos, Brújula Digital, Agencia de Noticias Fides y Público Bo el sábado 18 de noviembre de 2022)
Así como hay pollitos Bukele, hay también pollitos Milei en Bolivia. Fans, si se quiere. La estridencia de estos dos rock-star de la política latinoamericana reciente, genera pasiones e ilusiones. Los pollitos aparecen de la nada, rompen el cascarón del huevo con picotazos rabiosamente anti Estado y contrarios a todos los partidos políticos conocidos y por conocer, y se montan para surfear sobre la ola del descontento general, preparando su próxima transfiguración en figuras políticas con vocación de pasarela. Reparten entrevistas a diestra y siniestra, no dejan títere con cabeza, prometen en siete idiomas, y proclaman la llegada del nuevo día, una suerte de juicio final ultraliberal para entrar al cielo de los impolutos.
Ya hemos visto esto antes, muchas veces, pero
la memoria histórica de la mayoría es demasiado frágil y la capacidad de
establecer relaciones entre hechos similares es nula. La historia está llena de
ejemplos de personajes políticos que se encumbraron en el poder con la sola
credencial de una cara nueva y unas cuantas consignas rabiosas tan generales
como vacías de contenido. A ese carro se suben en Bolivia algunos desplazados del
pasado y algunos desconocidos sin pasado.
El denominador común suele ser la promesa de ser distintos a todo lo anterior e imaginar un mundo ideal: con un discurso similar se llenan las iglesias evangélicas o cristianas y cualquier charlatán se convierte en la esperanza de siervos que depositan fervorosamente en una urna un billete (o un voto). No son pocos los predicadores enviados por el mismísimo Dios, evangélicos o lo que sea, que se convierten en candidatos presidenciales en esta región venida a menos. Las ofertas electorales son como las celestiales: un mundo de salvación, aunque el camino para lograrlo es etéreo y sólo se fundamenta en la fe ciega: prohibido dudar.
Me apena que los argentinos (mi madre era santafesina), estén frente a la disyuntiva de elegir entre un populista corrupto y otro que aún no lo es porque todavía no ha ocupado cargos públicos. Que uno de ellos se auto-denomine de “izquierda” peronista y el otro de “derecha” ultraliberal me tiene sin cuidado, porque desde hace un par de décadas esos marbetes no significan nada, más bien oscurecen lo que alguna vez pudieron representar en el espectro político.
Estos dos son populistas, punto final.
Uno con más cola de paja que el otro (porque la política es atravesar el fango
con estilo, sin sonrojarse siquiera), y el otro sin pies de barro todavía, como
lo fueron tantos populistas en la política latinoamericana, de uno y de otro
lado del péndulo. No importa en qué lugar del espectro ideológico se colocaban Fernando
Collor de Mello, Abdalá Bucarám, Alberto Fujimori o Manuel Noriega. También aparecieron en un abrir y cerrar de
ojos Rafael Correa, Evo Morales, Hugo Chávez o Nayib Bukele, como salvadores de
sus respectivos países, con los resultados funestos que ya conocemos porque
mintieron y quisieron eternizarse en el poder a la mala.
Sucede algo parecido con Javier Milei,
luego de un periodo lamentable e interminable del peronismo sin Perón, medio
siglo, toda una era paleológica que incluye aberraciones como la Triple A de
López Rega y la dinastía tan corrupta como intocable de los Kirchner. La
verdad, no tienen de qué sentirse orgullosos los peronistas. Milei es un fenómeno catapultado por programas
con nombres emblemáticos: “Animales sueltos” o “Intratables”, donde se siente
en casa y se expresa como en una riña de gallos.
“Mi viejo me cagaba a trompadas. No me olvido más de una golpiza que me dio el 2 de abril de 1982, cuando tenía 11 años. Estábamos viendo en la tele todo lo de Malvinas y a mí se me ocurrió decir que eso era un delirio, que nos iban a romper el culo. A mi viejo le agarró un ataque de furia y empezó a pegarme trompadas y patadas. Me fue pateando a lo largo de toda la cocina. De grande dejó de pegarme para infligir violencia psicológica”.
Milei odia públicamente a sus padres (y a medio planeta), pero hace clonar cuatro veces a su perro Conan, y les pone nombres de economistas: Murray, por Murray Rothbard; Milton, por Milton Friedman; y Robert y Lucas, por Robert Lucas. Es de novela, hay que reconocerlo. Alguien tendría que escribir historias con personajes así. La literatura aguanta todo, pero, ojo, a veces la realidad la supera. Tan mal estamos en América Latina, que este tipo de personajes crecen como yerbas invasoras exóticas, alimentadas por la ingenuidad de seguidores para quienes lo malo por conocer es preferible a lo malo conocido.
Supongo que las abstenciones y los votos
en blanco o nulos serán la expresión del descontento de los argentinos pensantes
en unas elecciones en las que el ciudadano apaleado por una economía en ruinas debe
escoger entre el hambre y las ganas de comer.
Hay quienes creen que Massa podría ser el
Lenin (no se asusten: Lenin Moreno nomás) o el Juan Manuel Santos de Cristina
Kirchner, pero no creo que corra el riesgo de enfrentarse al fanatismo de los más
jóvenes peronistas (“peronistes”, debería decir, porque así se habla ahora en
Argentina para no ser escrachado por “les feministes”), cuyo desconocimiento de
la historia del medio siglo pasado es patético, y de los pollitos Milei (65% son
menores de 35 años), que en el borde del abismo han decidido dar un entusiasta paso
al frente.