(Publicado en el suplemento Letra Siete de Página Siete el domingo 2 de abril de 2023)
Roland Barthes escribió magníficos textos sobre la fotografía, también lo hizo Susan Sontag, pareja de Annie Lebovitz.
En el caso de “Miramientos” (1997) de Javier Marías el ejercicio es diferente: no se trata de un análisis teórico sino de una lectura sensorial de la imagen. Marías comenta en breves capítulos varios retratos de escritores de habla castellana, entre ellos los propios. No es la primera vez que realiza ese ejercicio de interpretación, ya lo hizo en su libro “Vidas escritas”, donde comentó en la última parte los retratos fotográficos de 37 autores. Al no haber incluido ninguno de lengua española, en “Miramientos” corrige esa omisión.
Como suelo hacer con muchos libros, pero principalmente los de Javier Marías, dejé para el final el prólogo inductor de la infaltable Elide Pittarello e incluso la propia introducción de Marías, para encarar sin prejuicios los textos.
Organizado en orden aproximadamente cronológico, el libro comienza con dos hermosos retratos de Valle Inclán, con su inconfundible “barba fluvial”, blanca y larga como una cascada de espuma. Marías señala con propiedad lo que se ve, pero también lo que se esconde en la fotografía, por ejemplo el brazo izquierdo inexistente, amputado por un accidente y hábilmente disimulado en ambas fotos tomadas por “Alfonso” (Alfonso Sánchez García, 1880-1953) un nombre detrás del cual se disfrazaba el trabajo documental de al menos cuatro fotógrafos a lo largo de cuarenta años de la historia de España, que dejaron como acervo más de 100 mil negativos.
Javier Marías no toma en cuenta a los fotógrafos, ni siquiera tan emblemáticos como Alfonso. Rara vez los menciona, como si él quisiera hacer un retrato sobre el retrato que de alguna manera lo cubre con una nueva capa, su propia mirada.
A cada autor cuyas fotos desmenuza le pone un adjetivo distinto, a manera de título que en una palabra debiera definir al personaje. A Valle Inclán le añade el membrete de “invulnerable”, Jorge Luis Borges es “desvalido”, García Lorca es “asilvestrado”, Luis Cernuda recibe la calificación de “vencido”, Horacio Quiroga es “vehemente” y así uno a uno, aunque el texto no justifique plenamente la adjetivación.
La lectura de una imagen, cualquiera que sea, retrato, paisaje o escena de la vida cotidiana, requiere sensibilidad, conocimiento y cultura. La mayoría de los ojos no ve, por ejemplo, esos detalles aparentes y otros invisibles que no escapan a Marías y a otros escritores y pensadores capaces de atravesar la superficie de una imagen y levantar las capas de interpretación para descomponerla.
Si bien la selección incluye importantes escritores (la mayoría de ellos ya fallecidos cuando se publicó la primera edición del libro), no es el propósito elaborar una lista de “los mejores” autores y tampoco de los mejores retratos. De hecho, casi todos los retratos son bastante banales pero adquieren notoriedad gracias al comentario que hace de ellos Marías. No hay un criterio de selección que pretenda imponer un canon.
En casi todos los ejemplos Marías comenta dos retratos de cada autor, separadas por el tiempo (juventud y ocaso), pero excepcionalmente incluye tres retratos (Cabrera Infante), e incluso cuatro (Antonio Martínez Sarrión y Luis Cernuda), o seis (Horacio Quiroga y él mismo, en un arranque narcisista).
Marías presta siempre atención a los detalles: los ojos y la mirada (que no es lo mismo), la posición de las manos, la calidad de la piel, la vestimenta y el porte (que tampoco es lo mismo). De Borges dice que “nunca fue joven” a juzgar por las fotos más conocidas, incluso antes de su ceguera. En la frente del escritor argentino distingue “perfiles de pájaros en un Van Gogh (en la foto más antigua) y “la corteza de un árbol” (en la más reciente). Dice que Borges ya no posa porque “no puede controlar lo invisible ni sentirse herido por quienes lo inmortalizan”.
Se expresa con mayor cariño e intimidad sobre los retratos de escritores a los que frecuentó, como Vicente Aleixandre y Juan Benet, lo que le permite incluir algún apunte testimonial. Puede ser implacable con otros, pero no con Bioy Casares por cuya “belleza” manifiesta una suerte de encantamiento: “… y uno pensaría que tal regalo ha sido un lastre un freno para su figura pública: en el fondo un escritor guapo no está bien visto, no es lo que se espera de él y en ello hay algo de afrenta”.
Lamentablemente la reproducción de los retratos en la edición argentina de 2008 es bastaste deficiente, algunas fotos han sido incluso recortadas, de manera que el texto aparece comentando detalles que han quedado afuera de la imagen (es el caso del primer retrato de Bioy Casares y el segundo de Martínez Sarrión). Hay editores que cultivan el descuido y no entienden ue recortar una foto es lo mismo que hacerlo con un texto.
La única mujer incluida en la selección es Victoria Ocampo. Su foto de joven es histórica pues aparece en 1930 en París junto a Rabindranath Tagore, premio Nobel de Literatura 1913. Marías no simpatiza con Tagore, por eso subraya la actitud de Ocampo que “ni atiende al fotógrafo ni atiende al sabio”.
Hay párrafos notables como el que le dedica a la segunda foto de Cabrera Infante, quizás porque es también uno de los mejores retratos del libro: “El elemento asiático que no se veía ha surgido con determinación: los ojos se han achinado y quizás no sólo por las gafas redondas de trotskista exiliado, sino por el bigote y la barba aguda que lo emparientan con un espía de los que no disimulan o con el mismísimo Fu Manchú”. De Neruda apunta: “Pero esos ojos saltones y un poco despreciativos, la cara ensanchada, confieren al hombre reminiscencias del batracio”. Sobre la última foto de pasaporte de Luis Cernuda dice: “Aquí el hombre maduro se muestra como lo que siempre fue y tal vez anduvo disimulando, después y antes: un derrotado”. Y sobre Horacio Quiroga escribe: “Más que un hombre de acción o de campo parece un misionero, un asceta que ha elegido la selva cuando ella no lo ha señalado”.
De sus propios retratos de “farsante” (usa esa palabra), menciona varias veces los labios femeninos insinuando la sexualidad indecisa que lo acompañó toda su vida. Hace un esfuerzo para mirarse a sí mismo desde afuera, como quien analiza las fotos de un pariente lejano: “la otra faceta, la histriónica, no lo abandona jamás del todo”. “Pero cuánto se dice de los demás es leyenda siempre, sobre todo si no están vivos y son sin embargo contemporáneos”, anota como si calificara de efímero su propio ejercicio.
La lectura de este libro es un juego de complicidad entre el que escribe y el que lee, porque al fin de cuentas el ejercicio literario de Javier Marías tiene muy poco o nada que ver con los retratos fotográficos de los personajes, y más con su propio estilo especulativo y ambulatorio, esa manera de darle vueltas a cualquier cosa o tema para desarrollar frases inteligentes, a veces brillantes.