03 noviembre 2022

El mundo de la memoria de Arnal, y la mía

(Publicado en Página Siete el domingo 4 de septiembre de 2022)

 Me precio de ser amigo de los pintores, de quienes he aprendido mucho sobre arte. Admiro su sensibilidad, su pasión por el trabajo, su dedicación y en general “su mundo”, porque cada pintor amigo mío tiene un mundo propio en el que vive y desarrolla su obra con un instinto de abstracción de la coyuntura política que ya quisiera yo tener. Por eso su obra trasciende, porque sublima la realidad inmediata y proyecta valores humanos que no tienen fecha de caducidad.

Enrique Arnal en 1989 

 A lo largo de varias décadas he disfrutado la amistad de Ricardo Pérez Alcalá, Luis Zilveti, Gil Imaná, Raúl y Gustavo Lara, Walter Solon Romero, Lorgio Vaca, Edgar Arandia, Rina Mamani y otros cuya obra me mira todos los días desde los muros de mi departamento. Tengo agradecimiento y aprecio por los amigos artistas cuyos dibujos en tinta dialogan con mis poemas en dos libros, “Sentímetros” (1990) y “Poeta de papel” (2016): David Darío Antezana, Patricia Mariaca, Erasmo Zarzuela, Carmen Perrin, Fernando Rodríguez Casas, Ejti Stih, Roxana Hartmann, Alejandro Salazar, Marcos Loayza, Carlos Villagómez, entre otros. Los cinco últimos han diseñado tapas de libros míos. Luis Zilveti ilustró los 51 cuentos de mi libro “Cruentos” y me prestó uno de sus cuadros para la tapa.

 Aunque la mayor parte de mis amigos pintores son bolivianos, conocí a artistas pioneros del arte naif en Haití y del arte indígena en Guatemala, y su obra también tiene un espacio entre el arte que más aprecio. En Nigeria tuve amistad con Oloruntoba, buen pintor y extraordinario personaje sobre el que filmé un documental, y en Papúa Nueva Guinea frecuenté a Mathias Kauage, pintor aborigen a quien la reina Isabel II le otorgó la Orden del Imperio Británico. Tengo un par de obras de él. Mi querida amiga Fatiha Rahou, argelina radicada en París, me fascinaba con su delicada y sensual pintura sobre vidrio, una técnica que había rescatado del pasado. En fin, muchas vidas que me enriquecieron en diferentes rincones del mundo, y que ya no están más, aunque me queda su obra.

 Lo anterior, como introducción para referirme a Enrique Arnal, con quien también tuve amistad y cuya obra admiro. Quizás el periodo de mayor cercanía con Quico y Nina fue durante el exilio en México, a principios de 1980, cuando ellos vivían en un pequeño departamento que les alquilaba nada menos que el escritor Juan Rulfo (a quien conocí allí), en la calle Saturnino Herrán, en la Colonia San José Insurgentes.

 Cada nueva exposición era una sorpresa. Cada una diferente a la anterior. Cada una cargada de una propuesta temática y plástica distinta. Arnal fue quizás el artista plástico menos previsible de Bolivia.

 Casi todos mis amigos pintores “brochan” compulsivamente, todos los días, pero Enrique era diferente. Podía pasar semanas o meses sin pintar, mientras estaba cogitando algo grande. Esos periodos de interrupción le permitían acometer un nuevo tema en un estilo diferente. Cuando nos encontrábamos en las calles de La Paz, en la inmediaciones de la UMSA o en Sopocachi,  lo veía taciturno observando lo que sucedía a su alrededor, como cargando baterías.

 Por eso nos sorprendía a todos con algo nuevo, diferente. Sus montañas nevadas, impresionantes, sus toros, sus personajes solos en la inmensidad del altiplano. Confieso que soy más amigo de su obra figurativa que la abstracta, pero hay cuadros abstractos donde la sugerencia es demasiado fuerte como para no sentir la emoción del color o del manejo del espacio. "La abstracción significa rescatar de un paisaje lo esencial, eliminar lo superfluo", dijo alguna vez.

Retrato de Luis Zilveti, por Arnal (1984)

  Una oportunidad extraordinaria y única de aproximarse a la obra de Enrique Arnal se da ahora en Bolivia gracias a la retrospectiva excepcional que se inauguró el jueves 1 de septiembre en la galería de la Fundación Patiño, en La Paz.

 Son más de 80 cuadros y dibujos, en su mayoría de colecciones privadas, que no tendremos la posibilidad de ver nuevamente agrupados como ahora, gracias a la curaduría de María Isabel Álvarez Plata y al auspicio de la Fundación Arnal y la Fundación Patiño.

 Quienes (por edad y afinidad) conocimos a Enrique Arnal y a medida que creaba su obra descubrimos su tránsito por las diversas etapas de su actividad creativa, tuvimos el privilegio de ver el surgimiento de sus muestras temáticas de aparapitas, montañas, desnudos, gallos, toros o su obra abstracta. Hoy es un placer (“alegría estética”, decía Sartre) recobrar la memoria de ese itinerario pictórico del artista fallecido en 2016.

 No se trata de una retrospectiva exhaustiva, pero es representativa del conjunto de la obra, organizada en torno a tres cuadros que agrupan obras de las diferentes épocas en ejes temáticos que dan cuenta de las motivaciones esenciales en la producción del artista, así como su carácter pionero y también las influencias que decantó (Picasso, Braque, Bacon, Rothko, por ejemplo).

 Su memoria de juventud en Catavi es un hilo conductor permanente, así como el carácter místico del altiplano y las montañas nevadas, o la figura humana o animal representadas con movimiento y/o fuerza.  La muestra incluye también un poderoso retrato de Franz Tamayo, dibujos de sugerente sensualidad, proyecciones de video, etc.

Arnal en México, 1983 (Foto ©AlfonsoGumucio) 

 Hay más. Nina Tamayo de Arnal hizo la presentación de un libro excepcional que recoge el texto de Alejandra Echazú basado en conversaciones sostenidas con el propio Arnal en Washington, y abundantes imágenes de su obra. También incluye un retrato fotográfico que le hice en México, el año 1983. Es una edición bilingüe, que se suma a iniciativas anteriores, como el documental realizado por Matías Arnal en 2018.

 Hay que ver esta muestra de Enrique Arnal con calma, en solitario, para saborearla mejor. Estará en La Paz casi todo el mes de septiembre, y luego un mes en Cochabamba y otro en Santa Cruz. Un regalo para quienes amamos el arte.

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Un dibujo es simplemente una línea que va a dar un paseo.
—Paul Klee