(Publicado en Página Siete el domingo 10 de julio de 2022)
La pintura de Mónica Rina Mamani es cinematográfica. Sus acuarelas tienen movimiento. Aún en las naturalezas muertas, siempre hay un elemento que le otorga vida y vuelo. Como nunca antes, las 30 obras de Rina Mamani que se exhiben en la Galería Altamira vuelan muy alto, tienen una fuerza onírica y poética que enamora, una magia que subyuga por encantamiento.
Lo anterior expresa lo que siento por la obra de Rina, una admiración y un respeto que pocos artistas plásticos bolivianos han despertado en mi. Sin dudarlo coloco su trabajo pictórico en el mismo nivel que su maestro y mentor, mi querido amigo Ricardo Pérez Alcalá, quien estaría orgulloso de ver como su discípula más cercana ha crecido en su trabajo.
Mónica (Rina) aprendió con Ricardo. Absorbió como una esponja no solamente la técnica sino su visión de la acuarela. El hecho de que la mejor obra de acuarela de Rina y de Ricardo esté plasmada en las “tablitas” recubiertas de yeso no es mera coincidencia, sino el resultado de un hallazgo lúcido. Más de una acuarela de esta serie le rinde directamente homenaje de cariño y nostalgia al maestro, por ejemplo, aquella obra que representa con el fondo del Illimani dos marraquetas y una tetera azul de porcelana, similar a la que había en casa de Ricardo, cuando desayunaban juntos.
Ricardo solía explicarme el valor de la acuarela sobre tabla de yeso en comparación a la acuarela sobre papel, donde el agua no permite hacer gala de precisión. El yeso de la tabla atrapa las pinceladas más delicadas, los detalles más íntimos, con una luminosidad que supera incluso la del óleo sobre tela. Los colores tienen a la vez transparencia y consistencia, es como si capturaran la luz para retenerla definitivamente sin que pierda fuerza.
No me alcanzan las palabras para definir mejor ese objeto conceptual que encierra la acuarela sobre tabla de yeso. No he visto pintar a Rina como sí he visto pintar a Ricardo, pero imagino que en la soledad de su casa y taller en El Alto, nuestra artista se desafía a sí misma en cada obra como solía hacerlo Ricardo. Para ninguno de los dos hay atajos. En ambos admiro el rigor tan poco frecuente en otros artistas, aquellos que con unos cuantos brochazos terminan una nueva obra. En Rina, como en Ricardo, hay trabajo, un trabajo tan fino como el de las tejedoras de j’allqa.
No es gratuita la mención de las tejedoras que he conocido en Chuquisaca, gracias al magnífico proyecto ASUR que inició décadas atrás Verónica Cereceda. El parentesco entre las obras de Rina y la de esas mujeres no se limita al domino de la técnica, sino al vuelo creativo, a la capacidad de introducirnos en un mundo (o submundo) de magia y poesía, donde cada elemento adquiere un valor simbólico inusitado y sorprendente.
No todas las obras de Rina responden a esta voluntad de soñar y hacernos soñar. No es extraño que Rina, al igual que Ricardo, sea más conservadora en su obra sobre papel, donde los artistas parecen estar convocados a una tradición “clásica”, con menos osadía. En el trabajo sobre tabla de yeso, en cambio, la imaginación se desata. Una de las obras que me ha fascinado es aquella en la que una vieja casa de adobe se eleva en el cielo jalada por una bandada de golondrinas.
Tengo ocho obras de Rina, todas acuarelas sobre tablero. Si mis finanzas estuvieran mejor, no dudaría en adquirir otras, sobre todo las que están en exhibición en la Galería Altamira. Son magníficas, aunque es legítimo preferir a unas sobre otras.
Al leer el título general de la muestra, “Todo de papel”, pensé que se trataba de acuarela sobre papel, pero por suerte fui engañado en dos sentidos: casi todas las piezas expuestas son tableros, y el “papel” es el leitmotiv de la exposición, algo que le otorga unidad pero que además revela la importancia de lo testimonial (los recortes de diarios) y vincula el mundo onírico con la realidad cotidiana.
Ahí están los detalles que otorgan nuevos significados. Lo que parecer ser (y lo es) un homenaje a los girasoles de Van Gogh, es mucho más que eso si uno se acerca a observar las cuatro mariposas que se ubican a los lados del florero de vidrio transparente: las alas de esas mariposas son de papel periódico, con fragmentos de titulares que, con un mínimo de atención y de memoria, nos remiten a hechos reales. Una de las mariposas “habla” de “desaparición”, otra contiene la palabra “denuncia”, y otra “regularización”. Detrás de cada titular hay una historia.
En otra naturaleza muerta, descubrimos un código secreto que une con hilo invisible unas cartas manuscritas y billetes sobre los que descansan una sandía, un zapallo y dos alcachofas, con la luna llena que encierra en su círculo palabras clave de un titular: “Como seguir una vida sin…”
El movimiento está sugerido incluso en las obras más estáticas, como la que representa tres peras sobre una canastilla de mimbre, donde el pedículo de cada una flamea al viento una bandera blanca. O aquella otra donde carnosos higos abiertos flotan sobre una nube de papel. No es menos impresionante, por su resonancia nostálgica, esa acuarela (esta vez sí sobre papel) de la iglesia de San Francisco como si fuera el decorado fantasmal de un paisaje rural recorrido por el viento.
Si bien la impronta de Ricardo Pérez Alcalá es aún muy fuerte en la vida y en la obra de Mónica Rina Mamani, esta nueva muestra sugiere que la valiosa artista ha encontrado un camino de expresión propia, donde la técnica absolutamente impecable se combina con el vuelo de sus sueños.