(Publicado el domingo 17 de julio de 2022 en el suplemento Ideas de Página Siete)
El 30 de junio cumplió 86 años de edad, pero los amigos no pudimos abrazarlo porque desde hacía seis meses luchaba minuto a minuto sobre la delgada cuerda floja que une la vida y la muerte. Su cuerpo ya no pudo. Edgar Claure falleció en la mañana del sábado 9 de julio de 2022, a la misma edad de su buen amigo Luis Ramiro Beltrán, y fue puesto en tierra el 11 de julio, la misma fecha en que falleció Luis Ramiro en 2015, a dos metros de él, en el mismo camposanto.
General de brigada en retiro, uno de los militares más honestos y progresistas de Bolivia, fue jefe de la Casa Militar durante la presidencia de Hernán Siles Zuazo, y vivió de cerca la experiencia surrealista del secuestro del primer mandatario, que narró junto a Gary Prado Salmón en el libro “Han secuestrado al presidente” (lo he comentado en enero en estas mismas páginas).
En su libro más querido, “El valle encantado” (1997), reunió sus recuerdos de infancia en Capinota, su tierra natal. Meses atrás comenté una obra similar de Pablo Ramos Sánchez, “Cuando se aleja el tren”, que por el estilo, asocio al que Edgar me obsequió con una dedicatoria en la que alude a sus “recuerdos y nostalgias”.
Además de mi amistad con el autor, era difícil resistir la tentación de leer un libro con prólogo y solapa de Luis Ramiro Beltrán, y un texto de contratapa de Armando Soriano Badani, otros dos amigos dilectos. La nostalgia del lector se une con la del autor al recordar a esos compañeros.
“Este no es un libro de cuentos. Es una amena relación de realidades. Su autor no ha querido inventar nada ni ha tratado de hacer literatura. Simplemente ha transcrito con naturalidad, en la taquigrafía del cariño, las voces que regresan de la infancia cuando el sol aborda las espaldas”, escribe Luis Ramiro Beltrán.
Con la edad, a medida que el ovillo de la vida llega al otro extremo del cabo, la memoria recupera los momentos más gratos de la infancia. Esto sucede sobre todo en quienes conservan la imagen de un ambiente rural y bucólico, que ha permanecido intacto en el recuerdo, aunque en la realidad sin duda ha cambiado, generalmente para mal. La reminiscencia de la infancia domina las páginas del relato con un sabor dulce de añoranza por los huertos familiares, los árboles frutales donde los niños roban peras o duraznos, las escapadas de exploración a cerros tan cercanos como desconocidos, los ríos de aguas limpias, los intensos olores de la comida, de los animales, de la fruta. “No había huerta que se libre de mis incursiones”, escribe Edgar.
La sintonía es perfecta para quienes podemos remontarnos medio siglo atrás y rememorar episodios similares. En mi propia ciudad, recuerdo en los años de 1960 los cauces de riachuelos que bajaban de Alto Obrajes, por entonces una pampa vacía. En el camino había huertas de las que hurtábamos fruta hasta que nos corrían con hondazos, y una vez arriba atravesábamos la planicie para llegar a los cerros del fondo, donde había túneles que miraban a Irpavi.
Impresiones similares son las de Edgar Claure, con una impronta rural marcada. El dolor del cambio está presente, como en la anécdota de aquel alcalde imbécil que cortó en la plaza principal de Capinota un frondoso Chillijchi “que cuando florecía dejaba una enorme alfombra roja a sus pies”. El tronco era tan grueso, que se necesitaba seis personas tomadas de las manos para rodearlo. Nadie pudo impedir la salvajada del alcalde, ni la maestra doña Mercedes que desde entonces vistió de negro.
Como en toda infancia, hay fantasmas y casas encantadas. Quién no lo ha vivido en su barrio, y más aún en áreas rurales y en poblaciones pequeñas. En su relato sobre el “bulto del juturi” (juturi, manantial), describe la escena entre jocosa y temible del regreso de noche al pueblo, cuando una empleada es poseída por una fuerza extraña: “… todos se detuvieron sorprendidos y asustados y, al darse la vuelta, vieron con asombro a la imilla dando enormes saltos: caía, se levantaba, giraba en el aire y volvía a caer como en una increíble acrobacia. Parecía bailar una brutal danza que, a la luz lunar, era macabra”. Un tío va a socorrerla y es presa de las mismas convulsiones: “… empezó a dar saltos, de frente y de espaldas, cayendo y rebotando, perdiéndose entre las nubes de polvo del camino, girando y aullando por largos minutos”.
Otro relato narra la misteriosa aventura fantasmal de Elvira, la única mujer negra del valle, “no morena oscura sino negra total, casi azul de tan negra”, que desaparece luego de contar su encuentro con fantasmas.
En “El galope” hay otra historia de fantasmas como aquel que produce extraños sonidos en la noche sobre las vías del tren. El único valiente del pueblo salió a ver, se plantó en medio de los rieles con un látigo en la mano, “única arma temida por los demonios”, pero fue atropellado por el monstruo y lanzado sobre las piedras. Desde entonces, anduvo enfermo de t’uku, sin hablar, con la mirada fija en el vacío, dando alaridos de rato en rato. El desenlace es menos mágico: se trataba simplemente de un tren de carga nocturno.
Hay otros personajes insólitos como los inmigrantes polacos, Herbert Lusinsky y Joseph Willmer, instalados en ese pueblo tan remoto desde la segunda gran guerra europea, dedicados al comercio.
El imaginario de la infancia quizás agranda los hechos, todo lo que transcurre en la vida cotidiana tiene un aurea de misterio y de aventura. El autor registra tradiciones que se han perdido o venido a menos, como el tinku del látigo, donde ganaba siempre el más hábil y no el más fuerte de Capinota, el Tata Facundo.
En las elecciones cada voto contaba, porque en esa época anterior a 1952 solo votaban los varones que sabían leer y escribir, eran muy pocos los que votaban para elegir a candidatos que se invertían en campañas políticas recorriendo los pueblos.
Los relatos son precisos, sin ripio (como diría Horacio Quiroga), no hay relleno sino un estilo de narración directo. No todo sucede en Capinota, hay algunos relatos que ocurren en Siglo XX y Catavi, donde sus padres fueron trasladados por trabajo.
Al igual que en los relatos testimoniales de Pablo Ramos, y otros que describen esa época, la importancia del tren es fundamental. La estación de trenes, por las que pasa ocasionalmente alguno, se convierten en espacios de interacción social donde no solamente llegan los viajeros. Había que ir hasta la estación para proveerse de los diarios, por ejemplo, la única forma de estar al tanto (y con retraso) de lo que sucedía en el país.
El relato “El más importante” es una construcción ingeniosa a seis voces sobre un joven todavía menor de edad, que se hace indispensable en el pueblo porque es de los pocos que saben leer y escribir bien. En su lecho de muerte, le preguntaron a Edgar qué es lo que más le gustaba hacer, y con voz débil respondió: “Leer y escribir”. Fue lo último que dijo.