(Publicado en Página Siete el sábado 5 de marzo de 2022)
Viernes 13, marzo del 2020. Día cero del año uno, que cada quien vivió a su manera. Poco después del medio día cayó la noticia como bomba de fragmentación en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, que acababa de ser suspendido por disposición del gobierno colombiano. Me encontraba allí como invitado y había participado en varias actividades los dos días anteriores, mientras una sensación de incertidumbre crecía hora tras hora en el ambiente.
El 6 de marzo se había detectado y aislado el primer caso de coronavirus en Colombia, pero no se consideró necesario tomar medidas radicales, por lo que el festival de cine se inauguró normalmente cuatro días después con la participación de Werner Herzog, entre otras personalidades. El jueves se determinó que el aforo en los grandes eventos en todo el territorio nacional se limitaría a 400 personas, lo que afectó principalmente a los grandes acontecimientos deportivos.
El viernes en la mañana se anunció que solamente podían estar en un mismo ambiente cerrado menos de 50 personas, y horas más tarde, se cancelaron todas las actividades públicas en el país: la pandemia estaba declarada, como quien declara una guerra contra un enemigo invisible y solapado. Corrimos al hotel a meter las cosas en la maleta y luego al aeropuerto para adelantar el vuelo. Era imposible hacerlo por teléfono, las líneas estaban saturadas.
En los días siguientes el gobierno colombiano anunció el cierre de todas sus fronteras. Los aeropuertos funcionarían todavía unos días, pero los últimos vuelos internacionales saldrían el 30 de marzo. Otros países de la región tomaron medidas similares, entre ellos Bolivia, Perú y Chile.
La embajada de Bolivia en Colombia aconsejó a todos los connacionales que estaban como turistas, regresar cuanto antes a Bolivia, pero muchos subestimaron la gravedad de la situación: “tengo mi hotel pagado hasta la primera semana de abril”, “mi vuelo está confirmado, no quiero cambiar de fecha”, “no hay que ser tan alarmistas”, y otras burradas de ese estilo. Otros actuaron con responsabilidad. Un grupo de ocho mujeres que visitaba Cartagena no pudo conseguir espacio en los vuelos directos a Bolivia, pero compró nuevos boletos vía Panamá. Otro grupo que estaba en Medellín hizo lo propio y logró embarcarse a tiempo antes de finales de marzo. Nunca se arrepentirán de haber reaccionado con celeridad.
Los que no tomaron en serio la pandemia y las disposiciones de los gobiernos, quedaron varados en Colombia. En pocas semanas se les acabó el dinero de sus vacaciones. Pero no eran los únicos que querían regresar a Bolivia. También había estudiantes inscritos en universidades colombianas, varios deportistas que estaban de paso, bolivianos residentes que tenían trabajo estable o temporal y lo perdieron por la pandemia, y no faltaban quienes estaban en Colombia ilegalmente.
Los estudiantes se vieron perjudicados porque las clases se interrumpieron durante un tiempo mayor al que todos habían imaginado, ya que la cuarentena se fue ampliando cada dos semanas y la generalización de contagios se agravó. Veían que no tenía sentido seguir esperando y querían regresar. Los becarios ya no tenían apoyo económico, y las familias de los que estaban por su cuenta ya no podían mantenerlos en el exterior, ni pagar sus pasajes de retorno.
Muchos creyeron que era cuestión de días para que la situación se “normalizara”, nadie podía imaginar en ese mes de marzo de 2020 que en el mundo iban a cambiar muchas cosas definitivamente debido a la pandemia. En las semanas siguientes el alcohol iba a escasear y habría que comprar barbijos a precios irracionales, cuando había en existencia. Sin vacunas, solo quedaba crear alrededor un escudo protector. El confinamiento estricto fue sin duda una solución.
En Colombia como en otros países, cada semana cambiaban los protocolos porque los gobiernos y los gobernados estaban aprendiendo cada día a lidiar con la pandemia. Nadie podía decir, en ninguna parte del planeta, que sabía lo que había que hacer y lo que iría a pasar.
Los bolivianos que no regresaron a tiempo pidieron ayuda de la embajada para ser repatriados, pero esa no era una tarea fácil para ningún gobierno de la región ya que los aeropuertos estaban cerrados. Aparecieron para pedir ayuda, decenas de connacionales que nunca se habían registrado en el consulado, muchos más de los que se creía que había en Colombia, exigiendo que el gobierno se hiciera cargo de ellos: pagarles el hotel, la comida, los pasajes de retorno, etc.
Ese capítulo, el de los repatriados, amerita otra nota porque como dice el dicho: “hay de todo en la viña del señor”.
_____________________________ La felicidad para mí consiste en gozar de buena salud, en dormir sin miedo y despertarme sin angustia —Françoise Sagan