(Publicado en Página Siete el domingo 16 de enero de 2022)
En octubre de 2021 estuve en Sucre en casa de Luis Ríos Quiroga, a quien no había visto en más de tres décadas. En mi memoria se habían instalado gratos recuerdos de la época en que él organizaba, con mucho empeño y buenos resultados, ferias de autores en las que participé junto a Néstor Taboada Terán, Antonio Paredes Candia, Alcira Cardona, entre otros. Lucho Ríos tenía capacidad de convocatoria, y esos viajes a la capital eran agradables.
Verlo tanto tiempo más tarde me causó una fuerte impresión. Los años no habían pasado sin consecuencias para ambos, y en su caso la situación era menos feliz. Lo encontré cansado, muy dependiente de su hijo y acompañante Santiago Cerezo, enclaustrado en su casa de la calle Junín # 1024, luego de varios episodios que lo habían llevado de urgencia al hospital para atender problemas renales. Su conversación era pausada, meditaba un buen rato antes de hablar. No era el hombre dinámico que yo recordaba, pero conservaba la chispa de humor de antaño.
Me dedicó un librito de cien páginas publicado por la Corporación Regional de Desarrollo de Chuquisaca, “Bohemia sucrense, pensamiento y obra” (1992) que reúne en diez breves capítulos sus apuntes sobre los grupos de la cultura contestataria de Sucre, desde principio del siglo pasado hasta la fecha de publicación del libro.
Varios aspectos me interesaron desde las primeras páginas, para empezar el “Testimonio” a manera de prólogo de Ricardo Rada Laguna, uno de los fundadores del grupo Ukamau. Rada introduce bien el espíritu que animaba a aquellos grupos bohemios que alborotaban a una “sociedad pacata y prejuiciosa” dominante en el “pueblo chico” (infierno grande) que era Sucre, donde los “decentes” ocupaban simbólicamente el centro de la plaza 25 de Mayo, mientras que los “hualaychos y cholos” giraban a su alrededor, y los indios solo miraban desde lejos.
Tres cuartos de siglo más tarde, los jóvenes rebeldes adquirieron carta de ciudadanía y laureles por sus obras, y Rada sale en defensa de su reputación, pues eran acusados de pasarse de copas con frecuencia: “¡Se bebe! Verdad. Pero es la mesurada libación que no conduce a la borrachera o a la farra sino a la embriaguez. Deslindemos.” Y añade que mientras la borrachera busca la anulación de la conciencia, la embriaguez es una “enajenación pasajera” que rompe barreras del “yo” y del egoísmo, y promueve la comunión de afectos.
El texto de Ríos Quiroga es en parte testimonial puesto que participó en varias de las agrupaciones de jóvenes rebeldes y contestatarios que cultivaron la bohemia como provocación frente a esa sociedad clasista y respingada, ridiculizada en numerosas obras, como la de Tristán Marof: “La ilustre ciudad”.
Parte de la rebeldía de esos grupos consistía en el rescate y la valoración de personajes locales, entre ellos la chola, a quien varios poetas le dedican versos inspirados. Cholas había muchas, con nombres exquisitos como “La Gentileza”, “La Peligrosa”, “La Tres Mil”, “La Siete Lunares”, “La Pastita de Milán”, “La Orureña”, “La Bella del Mundo”, y otras que, por sus artes culinarias, por su elegancia, por su picardía o por su belleza, embrujaban a los jóvenes escritores en chicherías donde al ritmo de guitarras, mandolinas o armonios se gestaban las letras de nuevas creaciones literarias o musicales.
Frente a la “discriminación brutal” de que era objeto la chola por parte de una aristocracia rancia y desubicada en el tiempo y el espacio, Ríos Quiroga añade pinceladas con sesgo autobiográfico: “Pero, la realidad nos muestra que la chola es la más abnegada en el amor por sus hijos, por su hombre, hasta soportar la más negra ingratitud del hijo que muchas veces niega y reniega de las entrañas donde se formó”.
Nicolás Ortiz Pacheco
(dibujo de Clovis Díaz)
Desde inicios del siglo XX surgieron las agrupaciones de bohemios irreverentes, como La Mañana que animó Claudio Peñaranda, inspirado por las rupturas estéticas de los poetas modernistas de América. Un clavel rojo los identificaba para diferenciarse de los afrancesados devotos de la flor de lis, los supuestos nobles de sangre azul. Nicolás Ortiz Pacheco, Carlos Medinaceli y Rafael García Rosquellas fueron otros miembros prominentes de este grupo. Ríos Quiroga le dedica a Ortiz Pacheco un capítulo aparte, donde retoma anécdotas que lo hicieron famoso, como aquel duelo poético que sostuvo con Enrique Reyes Barrón para escribir a cuatro manos el poema “Borrachera”, o duelos menos amables de los que salió librado gracias a su ingenio y su capacidad de improvisar.
El libro presta especial atención al grupo La Peña, escritores y músicos que desde el 5 de septiembre de 1953 se reunían en casa de Fernando Ortiz Sanz, quizás su principal animador ya que fue casi permanente “secretario de turno” del boletín que publicaba La Peña, con 60 ediciones mimeografiadas, de las cuales la No. 16 (2 de enero de 1954) llena la tapa de la obra. El primer número del boletín registró los nombres de los nueve fundadores: Gunnar Mendoza, Gustavo Medeiros, Julio Ameller, Fernando Ortiz S., Enrique Vargas S., Guido Villa-Gómez, Hernando Achá S., Alberto Martínez y Roberto Doria Medina, cuyo lema era “Si hay espíritu…”. “No pretendemos crear nada o servir a nadie: ni siquiera a la cultura”, dicen en su manifiesto. Gracias a los boletines de La Peña, Ríos Quiroga reproduce en ese capítulo poemas de Guido Villa-Gómez (“Efigie”), de García Rosquellas, alias Euros Anti (“Desayuno”), de Ortiz Sanz (“Te diré una cosa”) en quechua y castellano, y una parábola de Alberto Echazú.
Nuevos grupos se fueron formando a través de los años, que contaron a veces con la participación de los mismos intelectuales. Por ejemplo, Guido Villa-Gómez también participó en el grupo Antawara, que reunía en casa de Alfredo Vargas Pórcel (el “Paja” Vargas), a Mario Estenssoro, Octavio Campero Echazú y Ramón Chumacero Vargas, para leer y comentar libros, desde el Quijote hasta la Biblia “que Alfredo Vargas sabía de memoria”, según anota Luis Ríos.
En la “Fraternidad de los 13” se reunían también Ortiz Sanz, Fidel Torricos Cors, Ovidio Céspedes, Alberto Arce, Mariano Arrieta, Remberto Prado y Humberto Ríos Durán, entre otros que en el local de doña Lolita componían sobre la marcha epigramas picarescos.
Así suma Luis Ríos en su recuento a grupos como la Cuerda Mayo, o el Grupo Anteo (que aglutinaba a pintores, poetas y gente de teatro en torno a Walter Solon Romero), la Peña de Arte Illapa animada por Carlos Morales y Ugarte, alias “Fray Machete”, una combinación única entre intelectual, artista, bohemio y hombre de Estado. Illapa tenía su propia bandera, publicó 20 números de la revista Crisol, e incorporó a nuevas generaciones -incluidas unas pocas mujeres- como lo hicieron luego la Academia de la Mala Lengua Chuquisaqueña y el Grupo Hacheh, a los que Ríos Quiroga dedica apenas un par de páginas, pero que darían para mucha investigación y sabrosa narrativa.
Sería largo enumerar aquí a los miembros de cada grupo, sus obras y ocurrencias, pero el libro de Luis Ríos Quiroga (que incluye una sección iconográfica con 13 imágenes históricas) es un abreboca para los investigadores y “rescatiris” de la literatura boliviana.
Nota final: A tiempo de cerrar este comentario, me llega la sombría noticia del fallecimiento de Luis Ríos Quiroga, el domingo 9 de enero. Va este texto en su homenaje.