Hay quienes quisieran comparar “Roma” a los films del neorrealismo italiano. Quizás el título de la película, el conflicto social y la fotografía en blanco y negro les recuerda “Roma, ciudad abierta” de Rossellini, y con eso quieren exhibir su cultura cinematográfica, pero sería demasiado obvio, porque para penetrar en la trama compleja de la película de Cuarón hay que conocer más sobre historia, arte, cultura y sociedad mexicana. Allí mismo está la clave, y no en Italia (aunque Calígula y Nerón están sugeridos, ya diré dónde).
A quienes no conocen Ciudad de México les escapa un detalle en el título del film: Cuarón llamó a su película “Roma” y no “la Roma”, como cualquier mexicano se referiría a la colonia donde transcurren las principales escenas del largometraje, en la calle Tepeji 21, la casa de familia donde confluyen los conflictos. Creo que lo hizo porque quería darle al título un doble sentido: no solo establecer la referencia al barrio (maravillosamente reconstruido) donde Cuarón pasó su niñez sino que además quiso sugerir en la misma palabra la noción de cataclismo, de destrucción, de cambio de época… Y ahí viene a cuento Calígula o Nerón, como parábola de una sociedad burguesa que se desmorona, lo cual es evidente en la separación de Antonio y Sofía, en la maternidad frustrada de Cleo, en la masacre de estudiantes por los Halcones el 10 de junio de 1971, y en la metáfora del incendio del bosque en la Hacienda de los Zavaleta.
En medio de esos eventos Cleo es la argamasa que mantiene unidos los bloques. La empleada indígena es el cable afectivo de la familia, pero también está vinculada por sus propios afectos a Fermín, quien resulta ser uno de los líderes de los Halcones, entrenados por el ejército mexicano y por Estados Unidos para matar los estudiantes, como sucedió de manera sangrienta tres años antes, el 2 de octubre de 1968, en la masacre de Tlatelolco, y el 10 de junio de 1971 que Cuarón reconstruye con veracidad.
Detrás de ambos crímenes de lesa humanidad se perfila uno de los personajes más enigmáticos de la historia de México: Luis Echeverría, Ministro de Gobierno en 1968 y Presidente en 1971 (a quien, para el anecdotario, conocí brevemente en la institución que dirigía, el CEESTEM, por intermedio de mi amigo “Chingo” Baldivia). Aunque la historia oficialista haya tratado de disminuir la responsabilidad de LEA en ambas masacres, Cuarón lo señala directamente con el dedo, salpicando la película con referencias. Quizás por eso los grandes conglomerados de la distribución de cine en México, eternos aliados del poder, se negaron a poner en cartelera el largometraje, hasta que la avalancha de premios internacionales mostró que los negocios pasan delante de las ideologías.
Cuarón afirma que esta es su obra más personal, pero que su intención era hacer una película “a la vez íntima y universal”, “sobre una familia, sobre una ciudad y sobre un país”. Quienes solamente se concentraron en el primer nudo de conflicto, la familia, solo entendieron un tercio.
No es casual que el tráiler de Netflix, distribuidora del filme, destaca la palabra “cambio”. Y tampoco es casual que cada vez que se mira el cielo haya un avión que lo está surcando, porque “Roma” es un hito temporal entre la hegemonía pequeño-burguesa que se desvanece y el país que ingresa a los conflictos de la modernidad. La película está sembrada de pistas en ese sentido, por ejemplo el enorme Ford Galaxie 500 que no cabe en el garaje familiar, y su reemplazo más tarde por un Renault 12TS que marca la nueva independencia adquirida por Sofía, un nombre cargado de simbolismo.
La relación que sí podemos establecer entre “Roma” y otros referentes históricos y culturales, es con la pintura mural mexicana, la de Rivera y Siqueiros, algo que ha obviado la crítica de cine. “Roma” es un fresco, extenso, alargado como el formato de la película y como los largos travelling que describen la ciudad. Es un fresco en blanco y negro porque lo que queda de esa época son fotografías y filmaciones donde el color se esconde detrás de una rica gama de grises. El propio Alfonso Cuarón, formado como jefe de fotografía, se hizo cargo de esa tarea que hace que la obra destaque por la belleza de su imagen.
Cuarón controla todos los aspectos centrales de la producción y lo hace con una solvencia y una seguridad que provienen de su vivencia personal, de su memoria y de las raíces que se bifurcan hacia la memoria colectiva.
“Roma” trabaja la memoria en dos niveles: un nivel narrativo concreto, con fechas identificables y personajes socialmente representativos, y un nivel sublimado que es el de la memoria como lago interior que todos tenemos y podemos explorar, usar, rescatar o compartir. Es una oda a la memoria individual a la vez que recupera un periodo que no debemos olvidar.
Y está también el tema indígena, central, esencial, pero desarrollado sin demagogia, sin estereotipos y sin caricatura. Gracias a la versatilidad de Yalitza Aparicio, la profesora de primaria convertida por primera vez en actriz, Cuarón puede tratar el tema del mundo indígena en la sociedad mexicana como una bisagra en la historia de la década de 1970. El papel de los indígenas cambia y los indicios de lo que sucederá en Chiapas dos décadas más tarde con los zapatistas ya están ahí, pero no en su manera militarizada y espectacular, sino en la crítica velada a las relaciones feudales y al paternalismo de la sociedad acomodada hacia la sociedad indígena invisibilizada.
Luego de 16 años sin rodar en su país, Cuarón entrega una obra magistral, muy diferente a la oscarizada y alimentaria “Gravity”, filmada en un gigantesco set con una tela verde en el fondo, para poder manipular los efectos especiales y crear la ilusión del espacio. “Roma” es historia, es pivote de cambio, es reflexión sobre relaciones humanas en conflicto.
(Publicado en Página Siete el domingo 30 de diciembre 2018)
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No saber lo que ha sucedido antes de nosotros
es como ser incesantemente niños.
—Cicerón