Al igual que el año pasado, me invitaron como
jurado a visionar y votar por las cinco películas preseleccionadas para la
categoría de mejor largometraje latinoamericano en los premios José María
Forqué, que son un preludio del Premio Platino del Cine Iberoamericano, a cuya
sesión anterior en Marbella fui invitado a mediados del 2015.
No sé cuántas ni qué películas fueron
excluidas en el proceso de selección de las latinoamericanas, pero puedo decir
que las cinco que quedaron como finalistas son excelentes y vale la pena verlas
cuando lleguen a Bolivia (algunas ya llegaron, pero como siempre su permanencia
en las pantallas fue breve).
Funcionar como jurado a distancia y ver
las películas en solitario tiene sus bemoles, ya que uno se pierde la
oportunidad de interactuar con otros colegas, de discutir sobre los valores de
cada cinta y tomar en consideración todo aquello que un crítico de cine
incorpora en su razonamiento a la hora de calificar una obra cinematográfica.
Puedo escribir libremente sobre estas
cinco películas, porque los premios José María Forqué ya fueron entregados
públicamente a principios de enero. Había cinco largometrajes latinoamericanos
en competencia: El abrazo de la serpiente
del colombiano Ciro Guerra, El clan del
argentino Pablo Trapero, El club del
chileno Pablo Larraín, La memoria del
agua del chileno Matías Bize, y Magallanes
del peruano Salvador del Solar. Todas son coproducciones, de modo que prefiero
citar como referencia la nacionalidad del director, que coincide con la
temática y el país donde fueron filmadas.
El premio al Largometraje Latinoamericano
se lo llevó la chilena El club, que
estaba segunda en mi lista de preferencias. Me alegró aunque yo había puesto en
primer lugar El abrazo de la serpiente.
Ahora diré porqué.
El
abrazo de la serpiente (125 min, 2015), es un
desafío por varias razones. Es una película en blanco y negro a pesar de estar
filmada en una región de lujuriosos colores de la selva amazónica colombiana.
El film se abre con la frase “No me es posible saber si ya la infinita selva ha
iniciado en mi el proceso que ha derivado a tantos otros a la locura total e
irremediable”, recogida en los diarios de Theodore von Martius un explorador
aventurado que entra en colisión cultural, podríamos decirlo, con indígenas que
no habían tenido anteriormente contacto con el hombre occidental y que, de
hecho, no tienen ningún interés en ser invadidos porque han visto lo mal que
les fue a otras tribus evangelizadas por la fuerza.
A diferencia de Aguirre o Fitzcarraldo de
Werner Herzog, donde la locura se presenta de manera lujuriosa y barroca, Ciro
Guerra opta por un relato sobrio. El blanco y negro y la reducción de los
personajes a un puñado, le permite trabajar mejor las relaciones que se establecen
entre el explorador europeo (Theo von Martius, 1872-1924) en cuyo diario se
basa el guion, el antropólogo estadounidense (Evan Scholtes, 1915-2001) que 40
años más tarde sigue sus pasos para entender la historia, y Karamakaté, el
indígena cohiuano que recibe a ambos, primero joven, luego anciano,
transformado por dentro como ser humano pero sin haber perdido sus valores
esenciales.
Bellamente narrada, también, la relación
que estos personajes establecen con la naturaleza omnipresente y cautivadora. De
hecho, el leit-motif o hilo conductor de la historia es la
búsqueda a través de la selva de una planta mítica, la yakruna, que es fuente de vida para los indígenas y motivo de
codicia para los extranjeros. “A la hormiga le gusta el dinero, a mi no” dice a
Evan el indígena Karamakaté ante el ofrecimiento de algo que en la selva carece
de importancia.
Lo que le importa a Karamakaté es que
antes las piedras pintadas por sus ancestros le hablaban, y luego “todo se
calló”. Hay una certeza amarga de que es cuestión de tiempo antes de que los
árboles empiecen a caer y el conocimiento ya no sea de todos sino de aquellos
que lo privatizan.
Para de alguna manera limpiar la ofensa a
la naturaleza hollada por la codicia del blanco “que solo soñando podría
salvarse”, Karamakaté acepta llevarlo a
la yakruna por las anchas carreteras
de agua que son los ríos (en cuyas aguas Theo revela sus vidriotipos), a
condición de respetar las reglas de la selva: “no comer carne ni pescado hasta
que vuelva la lluvia, pedir permiso a los dueños de los animales, no cortar
árboles que puedan ser barca para los hijos y los nietos, si encontramos mujer
no habrá relación hasta el cambio de luna…”
Una sucesión de flash back y flash forward
entreteje el itinerario de Theo y de Evan (40 años después) dándonos a entender
que el tiempo es único en la selva, un tiempo homogéneo e impasible, afectado
solamente por la violencia de las incursiones externas como la del cura fanático
de la misión de San Antonio de Padua en Vaupés, que somete a los indígenas en
nombre de dios, obligándolos a vestirse y abandonar su lengua materna, y el
delirante “Mesías” brasileño que cuatro décadas después en el mismo lugar los
abusa en nombre del mismo dios, para convertirlos, como dice Karamakaté, en “lo
peor de ambos mundos”, o los caucheros peruanos que someten a indígenas en
nombre del negocio y les cortan brazos cuando desobedecen.
Los indígenas son víctimas de las
incursiones occidentales, pero también de los enfrentamientos fronterizos entre
peruanos y colombianos. Así como Theo pierde su brújula, los indígenas están
perdiendo el horizonte. Karamakaté tiene la lucidez de apuntar que la
destrucción viene de la codicia que lleva a la pérdida del chullachaqui, el doble de uno, el reflejo o el alma, si se quiere.
El
abrazo de la serpiente llega en un momento en que
el tema indígena está en boga porque pone sobre el tapete la discusión sobre el
conocimiento tradicional y el conocimiento científico, así como la depredación
de la naturaleza que está cambiando el clima del planeta e hipotecando los
recursos naturaleza para las futuras generaciones. Este es un film sobre lo que
se pierde en el encuentro desigual entre civilizaciones.
Para Karamakaté “el conocimiento es de
todos” y no existe la propiedad individual: “Por qué los blancos aman tanto sus
cosas” le dice a Theo mientras lo ve cargar con tanto esfuerzo sus equipajes. Ante
el peligro de esa contaminación Karamakaté quema el símbolo de un mundo perdido
de antemano: el último árbol de la yakruna. Mejor que no exista, a que sirva a la codicia
del hombre blanco.
Esta es una película bellamente fotografiada
e interpretada, los diálogos son precisos, metafóricos, sin nada que sobre. No
describen, evocan, aunque a ratos el film hace concesiones al exotismo, cae en
cierto didactismo festivalero y concluye con una escena sicodélica innecesaria.
A diferencia de El abrazo de la serpiente, que transcurre en el pasado y en la
profundidad de la selva amazónica colombiana, las cuatro películas que
comentaré ahora transcurren en la vida cotidiana contemporánea de Chile, Perú y
Argentina, y narran historias de individuos o grupos familiares que enfrentan
acontecimientos que irrumpen en su cotidianeidad para alterar el curso de sus
vidas.
En El
club (97 min, 2015) del chileno Pablo Larraín, se narra la curiosa historia
de un grupo de curas y una monja, castigados por la iglesia a convivir en una
casa de retiro en un pueblo aislado de Chile. Pedófilos, ladrones de bebés o lo
que fuera, los crímenes que cometieron fueron tapados por la iglesia para
preservar la poca reputación que todavía le queda. Recluidos en esa casa y con
instrucciones precisas de no tener contacto con la población, el grupo se
dedica a entrenar a un galgo y a participar ocasionalmente en las carreras que
se organizan cerca de allí.
Todo parece transcurrir sin tropiezos
hasta que aparece un nuevo cura castigado, Matías, y detrás de él un hombre joven
que fue su víctima y que lo persigue porque mantiene una relación ambigua de
amor y de odio con los curas pedófilos y con
la iglesia. Se trata de un personaje extraordinario en el film, aunque
hay que decirlo, los seis personajes principales son fenomenales.
Probablemente la precariedad de la fotografía,
los encuadres pobres, y la falta de color en la imagen no sean defectos sino
resultado intencional de una propuesta que quiere acercar a esta ficción al
género documental.
El
clan (108 min, 2015) del argentino Pablo Trapero
es una historia basada en hechos reales ocurridos en la época en que Argentina
transitaba de la dictadura a la democracia. Para que no quepa duda de ello el
contexto político social es compartido con el espectador desde el inicio: de la
Guerra de las Malvinas a la entrega del informe sobre desaparecidos durante la
dictadura. En ese periodo convulso y sin ley una familia de clase media alta se
dedica a organizar secuestros, pero no con fines políticos sino exclusivamente
económicos. Solo que las cosas no salen tan bien como quisiera el padre, el
jefe del “clan”.
Los hijos, la esposa, algunos amigos
participan en esa descabellada aventura delincuencial que no deja de tener correlato
con el contexto político. El padre, Arquímides, es un producto de la dictadura,
porque ha perdido toda noción de valores y de ética. Está vinculado a aquellos
oscuros funcionarios cómplices de los secuestros y de la violencia, que se
mantienen en el poder porque sus acciones no han sido todavía descubiertas. Es
un ambiente enrarecido de civiles y militares cómplices de los más horrendos
crímenes, pero que aparentan ser hombres de familia y ciudadanos dignos.
No son menos culpables la esposa y los
hijos, que sufren esa situación de complicidad forzada que se pone cada vez más
violenta cuando comienzan a matar a los secuestrados después de cobrar los
rescates.
Este es un thriller con coartada política, no es un film histórico o
testimonial destinado a despertar la conciencia sobre los derechos humanos,
aunque el contexto político sea utilizado como telón de fondo. Una vez
planteado el tema: “familia se dedica a secuestrar para mantener un nivel de
vida alto”, el resto transcurre con relativa lentitud y como una sucesión de
reiteraciones y escenas previsibles que desembocan en al apresamiento de la
familia.
La
memoria del agua (88 min, 2015) del chileno
Matías Bize es un desafío en estos tiempos en que la espectacularidad del cine
parece tener las de ganar y las historias intimistas son con tanta frecuencia
despreciadas. Esta es una de esas historias intimistas: una pareja, Javier y
Amanda, se separa luego de la muerte accidental de un hijo pequeño, Pedro. El
director tiene la suficiente habilidad de no plantear el argumento completo
desde el principio, dejando que el espectador vaya armando el rompecabezas.
A través de diálogos que establecen la
relación entre los principales personajes y de escenas narradas con muchas
sutileza, vamos entendiendo que la culpabilidad por la muerte accidental del
niño ha sido el factor de separación, aunque aún no sabemos las circunstancias
exactas de aquella muerte que luego se explica en el hermoso título del film.
No todo está dicho para que el espectador
tome partido, sino sugerido para que llegue a sus propias conclusiones. Una de
las virtudes de la película es plantear la complejidad de una situación
familiar en la que no hay “buenos” y
“malos”, como en la mayoría del cine que vemos hoy. La vida es compleja, y en
las peores circunstancias, hay siempre un horizonte de esperanza.
Magallanes (109 min, 2015) del peruano Salvador del Solar, es otro de los
cinco largometrajes selecciones para los Premios José María Forqué en la
sección latinoamericana. Es una historia de la que ya tuve noticias durante su
filmación gracias a la actriz Magaly Solier (Celina), a quien conocí en Quito
en 2015.
Junto a ella que interpreta a una mujer
de extracción campesina que ha huido de los horrores de la guerra interna que
arrasó el sur del Perú, el mexicano Damián Alcázar (Magallanes) representa a un
ex soldado, convertido en taxista limeño que trabaja horas extras para llevar y
traer del viejo coronel retirado Avelino Rivero (interpretado por Federico
Luppi), que ha sido su comandante y partícipe de esos horrores. Magallanes
quiere redimirse y ayudar a Celina fraguando un esquema de extorsión que no le
sale bien.
Es una historia bien narrada, dramática
sin dejar de tener momentos divertidos, excelentemente interpretada y dirigida.
Esta y las anteriores son una demostración de la buena salud del cine
latinoamericano actual, que no necesita más de la demagogia política para
posicionarse.
______________________________________
Todos
los sueños con pájaros son de buena salud.
-Gabriel García
Márquez