27 febrero 2016

El cine, nuestro trasatlántico

Al igual que el año pasado, me invitaron como jurado a visionar y votar por las cinco películas preseleccionadas para la categoría de mejor largometraje latinoamericano en los premios José María Forqué, que son un preludio del Premio Platino del Cine Iberoamericano, a cuya sesión anterior en Marbella fui invitado a mediados del 2015.

No sé cuántas ni qué películas fueron excluidas en el proceso de selección de las latinoamericanas, pero puedo decir que las cinco que quedaron como finalistas son excelentes y vale la pena verlas cuando lleguen a Bolivia (algunas ya llegaron, pero como siempre su permanencia en las pantallas fue breve).

Funcionar como jurado a distancia y ver las películas en solitario tiene sus bemoles, ya que uno se pierde la oportunidad de interactuar con otros colegas, de discutir sobre los valores de cada cinta y tomar en consideración todo aquello que un crítico de cine incorpora en su razonamiento a la hora de calificar una obra cinematográfica.

Puedo escribir libremente sobre estas cinco películas, porque los premios José María Forqué ya fueron entregados públicamente a principios de enero. Había cinco largometrajes latinoamericanos en competencia: El abrazo de la serpiente del colombiano Ciro Guerra, El clan del argentino Pablo Trapero, El club del chileno Pablo Larraín, La memoria del agua del chileno Matías Bize, y Magallanes del peruano Salvador del Solar. Todas son coproducciones, de modo que prefiero citar como referencia la nacionalidad del director, que coincide con la temática y el país donde fueron filmadas.

El premio al Largometraje Latinoamericano se lo llevó la chilena El club, que estaba segunda en mi lista de preferencias. Me alegró aunque yo había puesto en primer lugar El abrazo de la serpiente. Ahora diré porqué.

El abrazo de la serpiente (125 min, 2015), es un desafío por varias razones. Es una película en blanco y negro a pesar de estar filmada en una región de lujuriosos colores de la selva amazónica colombiana. El film se abre con la frase “No me es posible saber si ya la infinita selva ha iniciado en mi el proceso que ha derivado a tantos otros a la locura total e irremediable”, recogida en los diarios de Theodore von Martius un explorador aventurado que entra en colisión cultural, podríamos decirlo, con indígenas que no habían tenido anteriormente contacto con el hombre occidental y que, de hecho, no tienen ningún interés en ser invadidos porque han visto lo mal que les fue a otras tribus evangelizadas por la fuerza.

A diferencia de Aguirre o Fitzcarraldo de Werner Herzog, donde la locura se presenta de manera lujuriosa y barroca, Ciro Guerra opta por un relato sobrio. El blanco y negro y la reducción de los personajes a un puñado, le permite trabajar mejor las relaciones que se establecen entre el explorador europeo (Theo von Martius, 1872-1924) en cuyo diario se basa el guion, el antropólogo estadounidense (Evan Scholtes, 1915-2001) que 40 años más tarde sigue sus pasos para entender la historia, y Karamakaté, el indígena cohiuano que recibe a ambos, primero joven, luego anciano, transformado por dentro como ser humano pero sin haber perdido sus valores esenciales. 

Bellamente narrada, también, la relación que estos personajes establecen con la naturaleza omnipresente y cautivadora. De hecho, el leit-motif  o hilo conductor de la historia es la búsqueda a través de la selva de una planta mítica, la yakruna, que es fuente de vida para los indígenas y motivo de codicia para los extranjeros. “A la hormiga le gusta el dinero, a mi no” dice a Evan el indígena Karamakaté ante el ofrecimiento de algo que en la selva carece de importancia.

Lo que le importa a Karamakaté es que antes las piedras pintadas por sus ancestros le hablaban, y luego “todo se calló”. Hay una certeza amarga de que es cuestión de tiempo antes de que los árboles empiecen a caer y el conocimiento ya no sea de todos sino de aquellos que lo privatizan.

Para de alguna manera limpiar la ofensa a la naturaleza hollada por la codicia del blanco “que solo soñando podría salvarse”,  Karamakaté acepta llevarlo a la yakruna por las anchas carreteras de agua que son los ríos (en cuyas aguas Theo revela sus vidriotipos), a condición de respetar las reglas de la selva: “no comer carne ni pescado hasta que vuelva la lluvia, pedir permiso a los dueños de los animales, no cortar árboles que puedan ser barca para los hijos y los nietos, si encontramos mujer no habrá relación hasta el cambio de luna…”

Una sucesión de flash back y flash forward entreteje el itinerario de Theo y de Evan (40 años después) dándonos a entender que el tiempo es único en la selva, un tiempo homogéneo e impasible, afectado solamente por la violencia de las incursiones externas como la del cura fanático de la misión de San Antonio de Padua en Vaupés, que somete a los indígenas en nombre de dios, obligándolos a vestirse y abandonar su lengua materna, y el delirante “Mesías” brasileño que cuatro décadas después en el mismo lugar los abusa en nombre del mismo dios, para convertirlos, como dice Karamakaté, en “lo peor de ambos mundos”, o los caucheros peruanos que someten a indígenas en nombre del negocio y les cortan brazos cuando desobedecen.

Los indígenas son víctimas de las incursiones occidentales, pero también de los enfrentamientos fronterizos entre peruanos y colombianos. Así como Theo pierde su brújula, los indígenas están perdiendo el horizonte. Karamakaté tiene la lucidez de apuntar que la destrucción viene de la codicia que lleva a la pérdida del chullachaqui, el doble de uno, el reflejo o el alma, si se quiere.

El abrazo de la serpiente llega en un momento en que el tema indígena está en boga porque pone sobre el tapete la discusión sobre el conocimiento tradicional y el conocimiento científico, así como la depredación de la naturaleza que está cambiando el clima del planeta e hipotecando los recursos naturaleza para las futuras generaciones. Este es un film sobre lo que se pierde en el encuentro desigual entre civilizaciones.

Para Karamakaté “el conocimiento es de todos” y no existe la propiedad individual: “Por qué los blancos aman tanto sus cosas” le dice a Theo mientras lo ve cargar con tanto esfuerzo sus equipajes. Ante el peligro de esa contaminación Karamakaté quema el símbolo de un mundo perdido de antemano: el último árbol de la yakruna.  Mejor que no exista, a que sirva a la codicia del hombre blanco.

Esta es una película bellamente fotografiada e interpretada, los diálogos son precisos, metafóricos, sin nada que sobre. No describen, evocan, aunque a ratos el film hace concesiones al exotismo, cae en cierto didactismo festivalero y concluye con una escena sicodélica innecesaria.

A diferencia de El abrazo de la serpiente, que transcurre en el pasado y en la profundidad de la selva amazónica colombiana, las cuatro películas que comentaré ahora transcurren en la vida cotidiana contemporánea de Chile, Perú y Argentina, y narran historias de individuos o grupos familiares que enfrentan acontecimientos que irrumpen en su cotidianeidad para alterar el curso de sus vidas.

En El club (97 min, 2015) del chileno Pablo Larraín, se narra la curiosa historia de un grupo de curas y una monja, castigados por la iglesia a convivir en una casa de retiro en un pueblo aislado de Chile. Pedófilos, ladrones de bebés o lo que fuera, los crímenes que cometieron fueron tapados por la iglesia para preservar la poca reputación que todavía le queda. Recluidos en esa casa y con instrucciones precisas de no tener contacto con la población, el grupo se dedica a entrenar a un galgo y a participar ocasionalmente en las carreras que se organizan cerca de allí.

Todo parece transcurrir sin tropiezos hasta que aparece un nuevo cura castigado, Matías, y detrás de él un hombre joven que fue su víctima y que lo persigue porque mantiene una relación ambigua de amor y de odio con los curas pedófilos y con  la iglesia. Se trata de un personaje extraordinario en el film, aunque hay que decirlo, los seis personajes principales son fenomenales.

Probablemente la precariedad de la fotografía, los encuadres pobres, y la falta de color en la imagen no sean defectos sino resultado intencional de una propuesta que quiere acercar a esta ficción al género documental.

El clan (108 min, 2015) del argentino Pablo Trapero es una historia basada en hechos reales ocurridos en la época en que Argentina transitaba de la dictadura a la democracia. Para que no quepa duda de ello el contexto político social es compartido con el espectador desde el inicio: de la Guerra de las Malvinas a la entrega del informe sobre desaparecidos durante la dictadura. En ese periodo convulso y sin ley una familia de clase media alta se dedica a organizar secuestros, pero no con fines políticos sino exclusivamente económicos. Solo que las cosas no salen tan bien como quisiera el padre, el jefe del “clan”.

Los hijos, la esposa, algunos amigos participan en esa descabellada aventura delincuencial que no deja de tener correlato con el contexto político. El padre, Arquímides, es un producto de la dictadura, porque ha perdido toda noción de valores y de ética. Está vinculado a aquellos oscuros funcionarios cómplices de los secuestros y de la violencia, que se mantienen en el poder porque sus acciones no han sido todavía descubiertas. Es un ambiente enrarecido de civiles y militares cómplices de los más horrendos crímenes, pero que aparentan ser hombres de familia y ciudadanos dignos.

No son menos culpables la esposa y los hijos, que sufren esa situación de complicidad forzada que se pone cada vez más violenta cuando comienzan a matar a los secuestrados después de cobrar los rescates.

Este es un thriller con coartada política, no es un film histórico o testimonial destinado a despertar la conciencia sobre los derechos humanos, aunque el contexto político sea utilizado como telón de fondo. Una vez planteado el tema: “familia se dedica a secuestrar para mantener un nivel de vida alto”, el resto transcurre con relativa lentitud y como una sucesión de reiteraciones y escenas previsibles que desembocan en al apresamiento de la familia.

La memoria del agua (88 min, 2015) del chileno Matías Bize es un desafío en estos tiempos en que la espectacularidad del cine parece tener las de ganar y las historias intimistas son con tanta frecuencia despreciadas. Esta es una de esas historias intimistas: una pareja, Javier y Amanda, se separa luego de la muerte accidental de un hijo pequeño, Pedro. El director tiene la suficiente habilidad de no plantear el argumento completo desde el principio, dejando que el espectador vaya armando el rompecabezas.

A través de diálogos que establecen la relación entre los principales personajes y de escenas narradas con muchas sutileza, vamos entendiendo que la culpabilidad por la muerte accidental del niño ha sido el factor de separación, aunque aún no sabemos las circunstancias exactas de aquella muerte que luego se explica en el hermoso título del film.

No todo está dicho para que el espectador tome partido, sino sugerido para que llegue a sus propias conclusiones. Una de las virtudes de la película es plantear la complejidad de una situación familiar en la que no hay “buenos”  y “malos”, como en la mayoría del cine que vemos hoy. La vida es compleja, y en las peores circunstancias, hay siempre un horizonte de esperanza.

Magallanes (109 min, 2015) del peruano Salvador del Solar, es otro de los cinco largometrajes selecciones para los Premios José María Forqué en la sección latinoamericana. Es una historia de la que ya tuve noticias durante su filmación gracias a la actriz Magaly Solier (Celina), a quien conocí en Quito en 2015. 

Junto a ella que interpreta a una mujer de extracción campesina que ha huido de los horrores de la guerra interna que arrasó el sur del Perú, el mexicano Damián Alcázar (Magallanes) representa a un ex soldado, convertido en taxista limeño que trabaja horas extras para llevar y traer del viejo coronel retirado Avelino Rivero (interpretado por Federico Luppi), que ha sido su comandante y partícipe de esos horrores. Magallanes quiere redimirse y ayudar a Celina fraguando un esquema de extorsión que no le sale bien.

Es una historia bien narrada, dramática sin dejar de tener momentos divertidos, excelentemente interpretada y dirigida. Esta y las anteriores son una demostración de la buena salud del cine latinoamericano actual, que no necesita más de la demagogia política para posicionarse.
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Todos los sueños con pájaros son de buena salud.
-Gabriel García Márquez