15 abril 2011

Memoria mal honrada


Semanas atrás, cuando se publicó en Nueva Crónica 76 mi reseña sobre el libro Vesty Pakos y la sonrisa del tigre que escribió su amigo y colega naturalista Carlos Farfán Capriles, recordé la personalidad extraordinaria de Silvestre Pakos Sofro y me propuse visitar, luego de muchos años, el zoológico que él mismo diseñó poco antes de su muerte accidental y prematura.

Pues bien: Vesty Pakos se estremecería en su tumba si supiera que el zoológico de La Paz que lleva su nombre sufre el más grande abandono. No se entiende bien qué diablos hacen las sesenta personas que están en la nómina de empleados –“son más empleados que animales”, comentó mi hermano Pedro- porque a ojo pelado está claro que el lugar, en el Parque de Mallasa, no recibe la menor atención desde hace mucho tiempo.

No dudo que la excusa para tanta desidia será la falta de presupuesto del gobierno municipal de La Paz.  Pero si fuera cierto, los sesenta empleados deberían estar de cuatro patas limpiando el lugar y cortando la maleza que invade tanto las jaulas como los jardines. Viene al caso una inteligente respuesta atribuida al Papa Juan XXIII cuando le preguntaron: “¿Santo Padre, cuanta gente trabaja en el Vaticano?”, y él respondió muy serio: “Menos de la mitad”.  En el caso del Zoológico Vesty Pakos, parece que los únicos que trabajan son los que cobran las entradas. Pero seguro que los sesenta reciben su salario completo a fin de mes.

Mi hermano Pedro, que era muy amigo de Vesty, publicó en Presencia (6 de junio1993) la más completa –aunque apretada- semblanza biográfica que conozco, donde entre otras cosas habla de su generosidad y extraordinario desprendimiento y un carisma que todos reconocían inmediatamente. 

No se me había ocurrido antes asociar el apodo de Vesty a su nombre de pila, Silvestre, que sus padres le pusieron como si hubieran estado dotados de poderes clarividentes; ya que silvestre es la palabra que designa la naturaleza que crece indómita y libre, sin permiso ni compromiso, y él fue así, un hombre libre en una naturaleza que lo acogía fraternalmente. Son rasgos que subraya mi hermano en su texto.

Lo mismo se enredaba Vesty en un acto de amor con una gigantesca boa, que acariciaba el pelaje de una tarántula sobre su hombro, o se fundía en abrazos con un león que se comportaba como un gatito necesitado de afecto. Desde niño mostró que no tenía temor de las víboras o las arañas. Lo que para muchos son alimañas que erizan la piel apenas las vemos cerca, para él eran amigos que acariciaba y dejaba que recorrieran tranquilamente su cuerpo.  Los insectos menores, se los comía: proteínas…

Con una serpiente coral entre los dientes y con la sonrisa abierta que siempre lo caracterizó, aparece en la tapa del libro de Capriles que rememora su amistad y recuerda las aventuras que corrieron juntos en las selvas del Beni y los viajes que hicieron desde La Paz hasta San Borja, por ese camino estrecho que baja desde las cumbres hasta el sub-trópico andino. Desde el primer viaje por esa peligrosa “ruta al misterio, camino hacia la gloria”, con que comienza el libro, planea sobre el lector el presagio del desenlace fatal, porque allí murió Vesty en un accidente a fines de 1993.

Vesty Pakos, foto de Fernando Arispe
Leí el relato de Carlos Capriles con la familiaridad que se siente cuando los hechos descritos se confunden con la experiencia personal. De adolescentes, Vesty yo habitábamos en el mismo barrio de Obrajes, nuestra casas estaban a tres cuadras de distancia. El barrio era todavía un espacio relativamente aislado del centro de la ciudad.  Bastaba seguir hacia arriba en la calle 5 el cauce de un riachuelo rodeado de jardines frutales (de donde nos sacaban a hondazos) para llegar a la planicie de Alto Obrajes, donde no había ni una sola construcción, era una pampa abierta para excursiones y descubrimientos antes de convertirse en el “barrio del magisterio” a fines de los años 1960 y hoy en una ciudadela  poblada unida a la ciudad de La Paz.

Vesty y yo éramos “haraganes”, el club del barrio de Obrajes cuyo lema jocoso era “Si el trabajo da salud, que trabajen los enfermos”. El 1º de mayo de 1962, Día Internacional de los trabajadores, Los Haraganes develaron en la plaza principal de Obrajes una placa con ese lema. Los carnavales que organizaban Los Haraganes duraban dos semanas y eran proverbiales, más entretenidos que los del Splendid o del Country, los clubs de los pitucos de los barrios de Sopocachi o Calacoto. Era una época de picardía pero no de malicia, formábamos una comunidad unida que se divertía sanamente.

Doña Hilde, la mamá de Vesty, atendía a una cuadra de la iglesia de Obrajes una pequeña tienda de abarrotes, con quesos, carnes frías, y algunas latas de conserva. Todos en el barrio la conocían y apreciaban. Nos recibía siempre con una sonrisa melancólica.  Sus ojos claros condensaban la memoria de su pasado en Serbia y de los caminos sin retorno que había transitado a lo largo de su vida. Luego de Yugoslavia y Austria (donde nació Vesty), llegó a Bolivia el primero de enero de 1950, con un hijo de cuatro años y un marido que falleció tres meses después en un accidente de trabajo.

Capriles le dedica varios capítulos a la Estación Biológica del Beni (EBB), cerca de San Borja, que él administró un tiempo por encargo de la Academia Nacional de Ciencias, donde Vesty estuvo innumerables veces, tantas que se conocía todos los caminos y todos los pobladores lo querían por su trato siempre afable y optimista. En esa misma época visité la EBB, con mis hijos que eran todavía muy pequeños, y pasé varios días allí mezclando el trabajo con el placer-temor de disfrutar-padecer la biodiversidad.

Para nosotros citadinos, como para Macedonio Fernández (citado por Cortázar en “El libro de Manuel”), “el campo es ese lugar horrible donde los pollos se pasean crudos”; pero para quienes trabajaban en la Estación Biológica del Beni, la foresta casi virgen era un paraíso de diversidad inagotable de fauna y flora.

Vesty diseñó el hábitat de los inquilinos del nuevo zoológico de La Paz, para que cada uno disfrutara de espacio suficiente y de un paisaje natural con las características del piso ecológico del que provenían.  Pero lo que queda hoy es lamentable: las pozas y fosos no tienen agua; los osos jucumari, cóndores o jaguares, están escondidos detrás de un entramado de tupidas rejas, mal pintadas y torpemente colocadas, que impiden ver a los animales, sumidos en una indescriptible tristeza.

En otros zoológicos del mundo, dirigidos por gente inteligente, se colocan vidrios para no bloquear la vista, pero aquí se han dedicado a construir espesas enredaderas de metal para que no se vea nada.  El serpentario, cuya forma alargada reproduce el cuerpo de una boa, parece que estuviera cambiando de piel, descascarado y envejecido por fuera, y muy pobre por dentro en número especies. En un país con una diversidad biológica tan grande, es incomprensible que el zoológico de La Paz se limite a unos pocos felinos, monos, llamas y serpientes.

Parafraseando a Diógenes (y a Lord Byron y Groucho Marx), Vesty solía decir “Cuanto más conozco a los políticos, más quiero a mi boa”. Y esa frase es la adecuada para los burócratas que han abandonado su zoológico.