17 agosto 2013

¿Ley o trampa?

Como sucedió con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual de Argentina, la Ley Orgánica de Comunicación ecuatoriana ha sido recibida con alborozo, cautela o crítica cerrada, según quién se exprese sobre ella.  Me queda claro que los más críticos son los que antes de leerla ya sabían lo que iban a decir, pero me preocupa que esas críticas sean tan sesgadas, que por una parte distorsionan la verdad sobre el proceso que se siguió para poder contar con la ley, y por otra la interpretan a partir de suposiciones de lo que supuestamente se esconde detrás del texto: la intención del gobierno de Correa de controlar a los medios en su favor.

Por ejemplo se dice que el proyecto de ley que se aprobó es un proyecto gestado por el oficialismo, pero yo recuerdo que durante años las organizaciones de la sociedad civil llevaron adelante un proceso de consulta para elaborar una propuesta. Eso no se menciona. ¿Se ningunea el esfuerzo de concertación de la sociedad civil o realmente el proyecto que se aprobó es un proyecto gestado en el oficialismo?

Sobre este tema sostuve hace poco un diálogo con José Ignacio López Vigil que ha participado, junto a otros especialistas y organizaciones de la sociedad civil, en el diseño de la propuesta de ley que, con modificaciones, fue aprobada por la asamblea ecuatoriana.  El diálogo completo se publicó en el número 128 de la revista Nueva Crónica. Para quienes no tienen acceso a la revista, comparto el texto a través de este blog.

José Ignacio López Vigil 
José Ignacio López Vigil: La verdad es que desde hace más de 20 años, cuando el levantamiento indígena de los años 90, varias organizaciones sociales y campesinas pelean por tener radios comunitarias. En el 95, varias redes de comunicación, entre ellas CIESPAL, trabajaron para incluir en la Ley Reformatoria el concepto de “medios comunitarios”. No fue posible. Las autoridades de entonces tergiversaron todo, hicieron una extraña equivalencia entre “comunitario” y “comunista”, permitieron “radios comunales” pero con prohibición publicitaria, limitación de potencia y las pusieron bajo el estatuto de seguridad nacional. Seguimos luchando y en el 2002 se logró cambiar algo. Pero hubo que esperar a la Constitución del 2008 para incluir al sector comunitario a la par que el público y el privado. Esto no fue por orientación del gobierno, sino por el trabajo largo y militante de muchas redes y organizaciones populares. La Ley que se ha aprobado ahora no ha sido gestada por el gobierno. Muchos de sus artículos provienen de este esfuerzo de la sociedad civil. Destaco entre los mejores la reserva del 34% de las frecuencias de radio y de TV para el sector comunitario, lo que hace unos años hubiera parecido un sueño.

AGD: Los comentarios de instituciones y personas independientes, que son los que más me interesan por ser los más serios y responsables, sugieren que algunos aspectos de la propuesta de la sociedad civil fueron sacrificados.  

JILV: El mayor vacío de esta Ley se refiere a las nuevas tecnologías, al internet, a la telefonía que no ha sido incluido y lo han descoyuntado para una “ley de telecomunicaciones”. Por más que peleamos, no logramos que se entendiera la convergencia digital, que hoy día no se pueden separar contenidos de soportes. Otro aspecto donde perdimos fue en la composición gubernamental y no ciudadana del Consejo de Regulación de la Comunicación.

AGD:  La Ley se aprobó sin que el congreso debatiera todos los artículos, ¿cómo sucedió?

JILV: La Ley lleva más de cuatro años de gestación. En la anterior Asamblea se discutió en dos debates el proyecto de Ley. Pero después cambió la Asamblea (ahora tiene mayoría absoluta Alianza País). Y cambió también en varios artículos el proyecto de Ley. Esos nuevos artículos (algunos bien sensibles, como la composición del Consejo de Regulación y la introducción de una Superintendencia de Comunicaciones) no se debatieron en la Asamblea. Se aprobaron en un par de horas levantando manos de asambleístas.

AGD: El tema de la censura previa suele ser el caballito de batalla de quienes defienden a los grandes medios y atribuyen al Estado intenciones maquiavélicas. A mi entender la libertad de expresión estará mejor cuidada, porque ya no dependerá del arbitrio y del humor de personeros del gobierno, sino que tendrá que ejercerse responsablemente de acuerdo al texto de la Ley. Toda vez que la Ley fija parámetros claros, no debería existir autocensura pero si autorregulación responsable. ¿Hay algún resquicio en esta Ley que permita que el gobierno ejerza la censura previa? ¿Hay riesgos de que el ejecutivo pueda sancionar al margen de los canales judiciales que establecen las leyes?

JILV: Si el texto de la Ley se cumpliera, no habría riesgos de censura previa. El problema es que quienes quedan encargados de hacerla cumplir no tienen suficiente independencia, están nombrados por el Ejecutivo o son cargos de su confianza. Algunos artículos medio ambiguos permitirían, sí, discrecionalidad. Ahora bien, la tremenda campaña presentando la Ley como una “mordaza”, sin duda, llevará a algunos periodistas a actitudes de autocensura. La Ley no incluye sanciones penales, sino administrativas.

AGD:  Quienes se oponen a la ley y en general a cualquier mecanismo que regule el funcionamiento de los medios de información consideran que el establecimiento de normas deontológicas es un dispositivo de censura, pero no tienen la honestidad de reconocer que esas normas existen en todos los países que cuentan con leyes de servicios de comunicación, por ejemplo en Europa y en América del Norte.

JILV: Las normas deontológicas que se enumeran en el artículo 10 de la Ley son correctas, bien orientadas, casi diría elementales para el buen ejercicio periodístico. Personalmente, no veo ningún problema en ellas.

AGD: Me ha sorprendido también en las críticas que se hacen a la Ley, la oposición a la promoción de producción y contenidos nacionales. Me recuerda el debate sobre la excepción cultural que libró Francia contra Estados Unidos, que pretendía que la cultura sea un bien comercial como los jabones o los automóviles. Francia y otros países europeos defendieron la diversidad cultural y la necesidad de proteger la producción de bienes culturales nacionales. Lo que algunos aplaudieron en la posición europea, ahora critican a la Ley ecuatoriana que establece tiempos mínimos para la difusión de producción nacional.

JILV: La Ley establece un 60% de producción nacional en los canales de TV. Un 10% de producción independiente. Un 50% de música nacional. Todas estas cuotas son estupendas normas para fomentar la identidad nacional, para salir de la programación gringa enajenada en que nos movemos. Creo que estas cuotas son de las mejores cosas que incluye la Ley y los artistas, en general, están contentos con ellas.

AGD: Quizás los aspectos más importantes una vez que la Ley ha sido aprobada por amplia mayoría en la Asamblea Nacional son dos que tienen que ver por una parte con la conformación de un ente especializado y descentralizado encargado de tomar las decisiones y con la elaboración de disposiciones concretas que lleven a la práctica los lineamientos legales. ¿Existe el riesgo de que el Consejo de Regulación y Desarrollo de la Comunicación sea copado por el Estado?

JILV: El Consejo está conformado por cinco miembros. El primero y que lo preside es nombrado por el Ejecutivo. Después está un representante de los Gobiernos locales, otro del Consejo de Participación ciudadana, otro de los Consejos de Igualdad y un miembro de la Defensoría del Pueblo. En sí misma, esta conformación no sería rechazable. Pero, en la práctica, el Ejecutivo controla la mayoría de esos cinco puestos. Ese es el riesgo, sí.

AGD: La pregunta que se impone es si Ecuador está mejor ahora con Ley que antes sin Ley. A pesar de sus lagunas la Ley, establece límites a los monopolios mediáticos, favorece a los medios públicos y comunitarios  de una manera equilibrada y justa, y protege la cultura nacional frente a la invasión de productos enlatados de pésima calidad.  Ojalá la televisión comercial, que es una basura como en la mayoría de los países de la región, mejore en los próximos años. 


JILV: La Ley que acaba de ser derogada con la nueva venía de los tiempos de la dictadura de Rodríguez Lara, luego maquillada en el 95. Era una Ley discriminatoria, mediocre, obsoleta. Claro que Ecuador necesitaba una Ley de Comunicación y está mejor con esta Ley que con la anterior, o sin ninguna. La limitación de los monopolios (sólo se puede tener una concesión para FM, una para AM y una para TV) es digna del mejor aplauso. Igualmente, la distribución tripartita del espectro entre el sector público, el privado y el comunitario. Creo que hemos dado un gran paso de avance. Pero hay lagunas, hay artículos que deben ser mejorados. Y sobre todo,  la ciudadanía, gestora en buena parte de esta Ley, debe estar vigilante para que los funcionarios públicos la apliquen con transparencia y honestidad. Ese es el desafío para esta nueva etapa. 

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Muchas veces las leyes son como las telarañas:
los insectos pequeños quedan prendidos en ellas;
los grandes la rompen.          —Anacarsis

11 agosto 2013

Rina, acuarelista

Alguna vez mi amigo y gran acuarelista Ricardo Pérez Alcalá me dijo que lo más difícil en la acuarela era pintar los pisos, el suelo, y que en hacerlo bien o hacerlo mal estaba la diferencia entre un acuarelista maduro y otro con menos dominio de la técnica.

Ese mismo consejo, y seguramente miles más, le ha dado a lo largo de varios años a su discípula Mónica Rina Mamani, una joven pintora de El Alto cuya exposición visité, guiado por ella, en estos días en la Galería Arte 21, en calle Pankara No 1002 entre 21 y Montenegro zona San Miguel. La muestra cierra el 15 de agosto, razón para visitarla cuanto antes.

Hace poco más de un año Mónica Rina Mamani presentó su muestra anterior en las salas del Tambo Quirquincho, en La Paz, 41 cuadros reunidos bajo el título “Mi tiempo”.  Estuve la noche de la inauguración, acompañando a Mónica y a Ricardo Pérez Alcalá, su maestro y mentor, y escribí una nota saludando la emergencia de la joven pintora de El Alto. Ahora vuelvo a hacerlo para celebrar su consolidación como una de las pintoras más importantes de la novísima generación.    

No quiero decir mucho sino a través de las palabras de la propia Rina y de las imágenes de sus obras en esta muestra que reúne por una parte paisajes bucólicos, por otra naturalezas muertas y finalmente dos acuarelas que representan mujeres, una de ellas un desnudo muy bello. En el breve video Rina habla de su camino en la pintura y de las enseñanzas de su maestro, Pérez Alcalá. 



Tal como lo señalé en 2012, en los cuadros de Mónica Rina Mamani es clara la influencia de Ricardo Pérez Alcalá cuya tutela le ha permitido alcanzar la excelencia técnica, trabajando en un universo temático que sin duda está todavía contaminado por la mirada de su mentor. Al igual que Ricardo, Rina rehúye el facilismo de una pintura de poco detalle y técnica precaria, que con frecuencia esconde la arrogancia o la inseguridad de los artistas que comienzan con ganas de “cambiar la pintura” o de "cambiar el mundo". Como su maestro, Rina prefiere hacer un camino más pausado y más firme, y así ha logrado establecerse como una artista que domina la técnica y que puede pintar en acuarela ya sea un paisaje, una naturaleza muerta o un desnudo. La experimentación estilística y temática más allá de estas fronteras clásicas vendrá en su debido momento, una vez que los desafíos técnicos hayan sido dominados.

Las mazorcas de maíz, los viejos baúles de cuero, las marraquetas de pan, los quirquinchos o el brillo intenso amarillo de los membrillos o rojo de las granadas en una naturaleza viva aunque estática, guían el recorrido por la muestra. Quizás lo que más sorprende a los visitantes son los dos cuadros que representan a mujeres, los únicos donde los personajes son centrales. En esos dos cuadros se despliega la imaginación de Rina y trasluce su necesidad de no solamente representar la realidad como es sino de interpretarla con rasgos oníricos.

La trayectoria de Mónica Rina Mamani continua fortaleciéndose en la medida en que ella adquiere un mayor dominio la técnica. Sobre la solidez que ha mostrado hasta ahora en su pintura tendrá que ir construyendo paulatinamente una obra propia, como un gajo independiente que brotará en el terreno fértil abonado por Pérez Alcalá. Ambos son conscientes de que el tiempo los irá separando estilísticamente, poco a poco Mónica encarará los temas que prefiere y lo hará con su manera personal y única de mirar y pensar la realidad.  

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Yo no pinto lo que veo, pinto lo que pienso
                 – Pablo Picasso


05 agosto 2013

Autores en feria

Un  libro es un objeto de papel, generalmente rectangular, que entre dos tapas de cartón o de cartulina contiene una cantidad determinada de hojas numeradas, cada hoja está impresa de ambos lados y cada lado recibe el nombre de página. Las hojas están cosidas o pegadas a la izquierda, de modo que el libro se abre por el lado derecho. La portada del libro contiene el título, el nombre del autor y el sello editorial, mientras que la contraportada suele exhibir una nota de presentación del libro o del autor, o ambas.

En las páginas de un libro hay textos, párrafos, líneas, palabras que pueden ser narraciones, poemas o ensayos. Lo apropiado, cuando uno tiene un libro en la mano, es leerlo, sin embargo algunas personas, sin abrirlo, lo colocan alineado verticalmente junto a otros sobre una estantería, llamada biblioteca, que a veces puede constar de cientos o miles de volúmenes, más o menos abandonados al polvo.

Cuando se usa, un libro es un objeto lúdico, porque además del placer que produce leer su contenido, está el goce incomparable de tenerlo en las manos, de admirar el diseño de la tapa, de abrirlo y oler sus páginas, de sentir el peso de su cuerpo y en las yemas de los dedos la textura del papel.

La descripción anterior es casi imprescindible porque para muchos jóvenes el libro es un objeto en desuso y en vías de extinción, casi no lo conocen ni tienen en sus casas algo que se parezca a una biblioteca. En un mundo tan plástico, el papel y la noble tinta ya no están de moda, incluso las envolturas para regalo son de plástico brilloso.

Muchos jóvenes han reemplazado los libros por una serie de dispositivos electrónicos táctiles, llamados tabletas, pads o pods (en inglés), que pueden contener una cantidad casi ilimitada de información, miles de libros, muchas bibliotecas en la palma de la mano.

Esos jóvenes que tienen a su disposición la memoria del mundo, dicen que en sus tabletas almacenan miles de libros electrónicos, y que no necesitan libros de papel. Ojalá, porque lo que me ha tocado comprobar muchas veces es que ni siquiera teniendo a la mano o en el bolsillo tanta información la pueden procesar en la vida cotidiana. Viven pegados a prótesis electrónicas de impresionante capacidad y velocidad, y son muy duchos para hacer que esos objetos hablen varios idiomas, tomen fotografías y video, suenen con timbres y músicas de infinita variedad, se comuniquen con el otro lado del mundo instantáneamente y realicen complejas operaciones comerciales, pero a juzgar por lo poco que retienen en la memoria y lo poco que saben de lo que pasa en el país y en el mundo, parecería que los jóvenes usan sus prótesis electrónicas para todo, menos para leer.

Por eso es tan estimulante una feria de autores como la que organizó Elías Blanco Mamani en Villa San Antonio, el 16 de julio de 2013, en la que participé junto a otros colegas escritores. Villa San Antonio es lo que a veces llamamos un “barrio popular”, como si el pueblo no viviera en todas partes. Lo que cabe destacar es que esta comunidad de pobladores de Villa san Antonio ha sido capaz de muchas cosas en meses recientes, y quizás la más importante de todas ha sido la de conocerse y reconocerse como vecinos, y actuar colectivamente por el bien de todos.

La feria de autores no es sino uno de los resultados intermedios de un proceso de organización que comenzó cuando los vecinos se opusieron a que el único parque del barrio, aledaño a la Casa de la Cultura Jaime Sáenz, fuera arrasado para construir allí un hospital. Un hospital es una buena cosa pero un parque es mejor porque es un espacio público de encuentro, un pulmón de árboles, un centro de gravedad de la comunidad. Los vecinos supieron distinguir la prioridad: un hospital puede salvar vidas, pero un parque público es un espacio de articulación comunitaria. Al hospital le buscarán otro espacio, pero nadie tocará los árboles de su parque.

“Antes, los vecinos ni siquiera nos conocíamos” dice Elías Blanco Mamani, creador del Museo del Aparapita y del Diccionario Cultural Boliviano que ya cuenta con 2.250 entradas de “forjadores de la cultura boliviana” (nadie sabía que éramos tantos), y casi medio millón de visitas. Elías es uno de esos activistas de la cultura capaces de movilizar a personas e instituciones sin ofrecerles nada más que su amistad y su entusiasmo.

Así consiguió que la feria de autores pudiera contar con la música de una banda del ejército y de la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos (OEIN). Además, pases de magia, relatos de cuentacuentos, y los Títeres El Waky, así llamados en memoria de Waki Cajías, gestor cultural desaparecido prematuramente. La escritora cruceña Dolly Peña Pedraza sorprendió con la edición de su libro Mojada, cuyo papel especial elaborado con polvo de piedra no se moja aunque uno lo sumerja largo tiempo en una cubeta de agua. Ideal para leer en la tina de baño, solo o acompañado.

Villa San Antonio acogió a diez escritores, lo que permitió  coincidir a colegas y amigos como Manuel Vargas, Humberto Quino, Gaby Vallejo, Ariel Pérez, Lupe Cajías y Luis Oporto Ordoñez, entre otros. Cada quien con sus libros, publicados con esfuerzo propio o por editoriales nacionales. Los vecinos de Villa san Antonio pidieron a los escritores apadrinar los árboles del parque y escribir un poema sobre aquel que eligiéramos, como si nuestros versos pudieran armar una coraza para protegerlos.

Ocasiones similares a esta regresan a la memoria con ecos amistosos o a veces como fantasmas. Recordé la feria de libros de autores que urdimos en 1980, apenas 3 días antes del golpe de García Meza, y las que organizamos con el retorno de la democracia, hace más de tres décadas. La regla era la misma que ahora: cada autor con sus propios libros, no se admiten ni libreros ni editoriales.  

Hace treinta años, los escritores disfrutábamos la idea de vender nuestros libros directamente a los lectores. Solíamos pararnos codo a codo en El Prado de La Paz o en la Plaza 25 de Mayo de Sucre. En una mañana vendíamos más ejemplares que durante un año en una librería. Los lectores de entonces estaban ávidos de conversar con los autores, no solamente de conseguir una firma.

Conservo la convocatoria que hicimos para una “Caza de autores” que tuvo lugar el domingo 4 de mayo de 1986. Varios de aquellos colegas y amigos ya no están con nosotros: René Bascopé, Antonio Paredes Candia, Jorge Catalano, Alcira Cardona, Fernando Baptista, Blanca Wiethuchter, Marcelo Urioste, Silvia Mercedes Ávila, Julio de la Vega… y otros viven más allá de nuestras fronteras: Oscar Rivera Rodas, Pedro Shimose, Leonardo García Pabón… Conservo aún una lista con sus teléfonos de seis cifras, no habían celulares, ni radio taxis, ni pid-pad-pods.

Nos reunimos también en Sucre en la Cuarta Feria del Libro de Autores Bolivianos el 8 de julio de 1986 y se nos ocurrió elaborar un documento titulado un tanto pomposamente “Declaración de Chuquisaca” en el que en ocho puntos: (1) reclamábamos por la postergación cultural; (2) denunciábamos las restricciones presupuestarias del Estado hacia la cultura y la educación; (3) urgíamos la organización de un Congreso Nacional de Cultura; (4) mostrábamos nuestra extrañeza porque Sucre, la capital del país, no contara con un diario; (5) deplorábamos la inexistencia de una Casa de la Cultura en Chuquisaca; (6) manifestábamos nuestro apoyo al juicio a García Meza y sus secuaces que se llevaba a cabo entonces; (7) solicitábamos el apoyo de las autoridades para continuar con las ferias de autores; y (8) agradecíamos la hospitalidad de la población de Sucre.

No recuerdo cuantos escritores participamos en esa feria de autores en Sucre, pero el documento que aún conservo en una fotocopia de alcohol con tinta morada, está firmado por Néstor Taboada Terán, Antonio Paredes Candia, Luis Ríos Quiroga, Alcira Cardona Torrico, Humberto Quino, Hernán Ludueña, Hugo Molina Viaña, Alfonso Gumucio Dagron y Máximo Pacheco Balanza.

Quizás si los jóvenes recuperan el hábito de la lectura y el amor por los libros, podamos seguir organizando las ferias de autores. Pero me temo que los chicos y las chicas plásticas ya están atrapados sin salida en sus prótesis electrónicas y en esa forma de autismo colectivo que los hace estar al mismo tiempo maravillosamente conectados con el espacio cibernético y tristemente aislados del mundo real.


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Teme al hombre de un solo libro.
—Santo Tomás de Aquino 

30 julio 2013

Solón con nosotros

Desde en una esquina en el salón principal de la Fundación Solón Romero, nos miran tranquilamente Walter y Gladys. Sus cenizas están al pie de la foto en dos pequeñas urnas talladas en madera. Ese espacio que tantos visitan respetuosamente, es suyo, está rodeado de un laberinto de ambientes más pequeños por los que se ha ampliado la muestra de sus obras, en la casa que fue suya y que Walter Solón Romero, el gran muralista boliviano, destinó aún en vida a la fundación que lleva su nombre. La obra del artista multiplica y amplía los espacios, los toma por asalto, destaca sobre los muros intensamente blancos con su mensaje social, con su color, con su diversidad.

Elizabeth Peredo, Javier Torres Goitia, Gil Imaná y Alfonso Gumucio
A fines de julio 2013 estuve nuevamente en la Fundación Solón, en La Paz, invitado por Elizabeth Peredo Beltrán, su directora, para participar en el acto recordatorio de los 14 años de la desaparición de Walter Solón Romero en Lima, el 27 de julio de 1999. Allí nos reunimos algunos de los amigos más cercanos, como el artista plástico Gil Imaná y el doctor Javier Torres Goitia, que también ofrecieron sus testimonios sobre uno de los artistas plásticos más importantes de Bolivia, cuya obra pública puede ser apreciada sobre todo en las ciudades de Sucre y La Paz.

Durante el homenaje que programó Elizabeth, antes que referirme a la obra inmensa de Walter Solón Romero y a su trayectoria combativa y solidaria que es ampliamente conocida, preferí recordar algunos episodios de nuestra amistad. Revisé fotografías y papeles para desenterrar las fechas de nuestros encuentros, y hablé de las cosas que el propio Walter me contaba.

Entre las anécdotas que recuerdo está la de sus siete vidas. Walter me contaba un tanto divertido —nunca en el tono dramático de víctima— las ocasiones en las que estuvo a punto de perder la vida en graves accidentes.

Quizás el accidente más grave fue el primero, del cual sobrevivió milagrosamente cuando un pequeño avión en el que viajaba a Chile en 1948 se estrelló al aterrizar en Santiago. Walter, que iba en la última fila, salvó la vida pero con heridas en los pulmones que lo mantuvieron convaleciente en Sucre durante diez meses, en el Hospital de Santa Bárbara.

"Muerte al invasor", de Siqueiros, en Chillán
En otra ocasión se encontraba en Chile como asistente del maestro David Alfaro Siqueiros en el mural “Muerte al invasor” realizado en 1941-1942 en la biblioteca de la Escuela México de la pequeña ciudad de Chillán, parcialmente destruida por un terremoto dos años antes. Walter trabajaba en la parte más alta del mural cuando el andamio cedió provocando su caída y algunos huesos rotos.

La muerte lo estuvo rondando otra vez, también en Chile, cuando un automóvil en el que estaba con otras tres personas tuvo un grave accidente. Los tres acompañantes fallecieron y Walter, sentado en el asiento de atrás, salvó la vida. En otra ocasión, en 1970, en el metro de Nueva York, el tren en el que iba chocó violentamente con otro causando la muerte de varios pasajeros que estaban en el mismo vagón. Los andamios le jugaron siempre malas pasadas: cayó de uno mientras pintaba “Historia del petróleo boliviano” el año 1958 y se fracturó una clavícula. 

Quizás yo hubiera podido asistirlo a tiempo en ocasión de su último accidente mortal, que ocurrió en La Paz cuando se encontraba sobre un andamio dispuesto a trabajar en un mural en su propia casa y taller. Ese día lo iba a visitar, en eso habíamos quedado, pero por algún motivo no pude llegar. Al día siguiente supe que había sufrido un grave accidente: perdió el equilibrio sobre el andamio y para evitar la caída dio un manotazo a una ventana cuyo cristal se quebró. Su antebrazo izquierdo quedó colgado de un vidrio roto que le cortó venas y tendones, produciendo una abundante hemorragia  En ese momento no había nadie para socorrerlo, estuvo más de una hora así hasta que lo llevaron a una clínica. “Menos mal que no fue mi brazo derecho, con el que pinto”, me dijo después.

Con Walter en abril 1989
Tuve el privilegio de ser testigo de la creación del mural “El retrato de un pueblo”, que pintó en el Salón de Honor del Consejo Universitario en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), durante la gestión de Pablo Ramos. Es sin duda su obra mayor, Walter pintó más de 400 figuras sobre una superficie de 208 metros cuadrados. Tomé una serie de fotos en junio de 1985 cuando el mural estaba ya enteramente dibujado con carboncillo pero aún sin una gota de color, y el 22 de abril de 1989, delante de su obra ya terminada, le hice una serie de retratos entre los que escogí uno para mi exposición  “Retrato Hablado”, que se exhibió en La Paz y Cochabamba a principios del año 1990.

Walter me pidió que escribiera el texto para el catálogo de la inauguración del mural de la UMSA, y allí señalé que el artista había librado “una lucha cuerpo a cuerpo con cada uno de los personajes”. Eso, además de la lucha burocrática cotidiana para obtener latas de pintura y focos para iluminar el espacio de trabajo. Esa tarea monumental la realizó solo con la ayuda de sus dos hijos y de un estudiante de pintura. En otro país una obra mural de esa magnitud le hubiera permitido al artista vivir 20 años sin trabajar.

Estuve de nuevo rodeado por el mural de Walter el 23 de febrero de 1990 cuando la edición boliviana de mi libro La máscara del gorila, que había sido premiado en México ocho años antes, fue presentada en el Salón de Honor de la UMSA por el rector Pablo Ramos y el agregado cultural de México, Lázaro Cárdenas Batel.

Otra memoria amable que conservo es cuando pasamos unos días juntos en Sucre, el 16, 17 y 18 de octubre de 1989, para visitar el vitral y todos los murales que había creado entre 1949 y 1955 en Sucre, en la Escuela Junín, en la Escuela Normal y en la Universidad de San Francisco Xavier. Me contó que en vano les pedía a los cuidadores de la universidad que mojaran con manguera los murales al fresco para asegurar su permanencia en el tiempo, ellos tenían miedo de que se despintaran.

De noche nos quedábamos hasta muy tarde en mi habitación del hostal Cruz de Popayán, para seguir conversando. Me contaba sobre los orígenes del Grupo Anteo, con los hermanos Gil y Jorge Imaná, y Lorgio Vaca. Me contó que sus primeros cuadros los firmaba con el seudónimo “Nadie” y que en su casa tenía un letrero que decía “Nadie vive aquí”. Más tarde adoptó el nombre de Solón en homenaje a Solón de Atenas, uno de los siete sabios de Grecia, el que propuso reformas para aliviar la situación de los campesinos más pobres. Es interesante cómo ese nombre adoptado se convirtió en su apellido y el de sus hijos.

Walter Solón Romero con  Rolando Costa Arduz, Julio de la Vega y
Alfonso Gumucio, en La Paz,  el 28 de julio de 1993
Además de vernos en su taller de la Avenida Ecuador, en La Paz, solíamos coincidir en la imprenta universitaria de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) que dirigía nuestro querido Pepe Ballón, ese gran promotor de la cultura, y alguna vez en mi casa en el barrio de Obrajes. 

De una de estas veladas en casa, hace exactamente 20 años el 28 de julio de 1993, conservo fotos en las que Walter parece junto a Rolando Costa Arduz y Julio de la Vega. Quince años antes en 1978, también en el mes de julio (tantas casualidades) pasó algún tiempo en París. Estaba alojado en un departamento sobre el Boulevard de Montparnasse, y allí, en el balcón de un tercer o cuarto piso, le tomé una serie de retratos en los que posó junto a los dibujos de su serie “El quijote y los perros”.

Bartolina Sisa
Solón Romero era un artista capaz de experimentar con todas las técnicas y materiales. Todo hizo: dibujo con tinta, acuarela, pastel, pintura de caballete, hierro forjado, murales al fresco y a la piroxilina, tapices, grabados con matrices de muchos materiales, cerámica, pintura sobre papel de amate, y toda la gama de las artes plásticas. Me contó cómo se las había ingeniado para crear un material en base a cemento y aceite de tung, un producto vegetal que había descubierto en China, que le permitía hacer muchas copias de sus grabados sin perder calidad. Así realizó la serie “Pueblo al viento”, en 5 mil ejemplares.

Al igual que otros diez artistas amigos míos, en 1990 tuvo la generosidad de hacer algunos dibujos para mi poemario “Sentímetros”.  Escogió nueve poemas de ese libro para ilustrarlos: uno sobre México, otro sobre Bangladesh, otro sobre la India y otro sobre Nueva York, que eran lugares donde él también había estado; además de un poema sobre los militares, dos sobre el exilio, uno sobre la arcilla y uno sobre el amor.

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A los doce años sabía dibujar como Rafael
pero necesité toda una vida para
aprender a pintar como un niño. 
                                                                    —Picasso

24 julio 2013

Recordando a Buñuel

Esta semana los organizadores de “Buñuel en México” me invitaron a decir unas palabras en el acto de inauguración del ciclo de películas que el cineasta aragonés dirigió durante su estadía en México. Seis películas producidas entre 1949 y 1961 han sido seleccionadas para su exhibición en el Centro Cultural de España en La Paz y en Santa Cruz, conmemorando los 30 años de la muerte de Luis Buñuel el 29 de julio de 1983.

Como la sala estaba repleta de gente que quería ver El gran calavera (1949), me limité a recordar brevemente algunas anécdotas de mis también breves encuentros con Buñuel. Lo que sigue es una versión detallada rescatada en el baúl de la memoria, porque no me es fácil olvidar la manera como lo conocí pocos meses antes de su muerte.

Un día que regresaba de comprar víveres, en la esquina de mi casa en la Colonia del Valle vi a un señor mayor, solo, caminando con ayuda de un bastón por la calle Félix Cuevas. Su rostro de ojos saltones era inconfundible, reconocí a Buñuel. Era la imagen austera de sí mismo, enflaquecido en relación con las fotos que yo conocía, y con la piel cansada que no permitía engañarse sobre su edad. Me acerqué para saludarlo y expresarle que admiraba su obra, y lo primero que me dijo es que desde hacía dos años no había salido de su casa, que esa era la primera vez para caminar hasta la oficina de correos en la calle Parroquia, muy cerca de allí.

“Estoy cada vez más ciego y más sordo”, me dijo, y añadió “tiene usted que gritar para que pueda escucharlo”. Le comenté que su última película, Ese oscuro objeto del deseo se había estrenado recién en México con mucho retraso. “Ya me han contado esto, pero no sé nada, no me preocupa, hace cinco años que no voy al cine, ya no se hacen películas buenas”.

Buñuel, por Salvador Dalí
Cuando me presenté como cineasta de Bolivia abrió aún más esos ojos saltones para decirme: “No he conocido a ningún boliviano desde que estuve exiliado en París durante la guerra”, o algo parecido.

Durante la charla en la esquina me dijo que no sabía que se hacía cine en Bolivia, y entonces le ofrecí la Historia del Cine Boliviano que se acababa de publicar, y mi libro Bolivie que había salido en Francia en la colección Petite Planete de la editorial Le Seuil. Me dio su dirección: vivía muy cerca de allí, en la Cerrada de Félix Cuevas, número 27. Al día siguiente le hice llegar los ejemplares prometidos y una tarjeta con mi teléfono.

Unos días más tarde, el jueves 16 de septiembre llamó su mujer para invitarnos a “tomar un té” con Luis. Jeanne, que en la intimidad llamaba a Buñuel “moro” (interesante casualidad porque es el apodo por el que me conocen los amigos), me hizo estrictas recomendaciones por teléfono: que Luis que estaba muy cansado, que no le gustaba recibir, que excepcionalmente quería verme durante media hora aunque ella había tratado de disuadirlo (al menos eso entendí en el tono molesto de Jeanne en el teléfono).

Para mi suerte las cosas sucedieron de otra manera, porque una vez en su casa nos embarcamos en una conversación que duró más de una hora y no en torno a una taza de té sino de varios vasos de whisky y de dry martini, su bebida favorita. Le llevé un ejemplar de Les cinémas d’Amérique Latine aunque supuse que no iba a leer ese ladrillo de 544 páginas. Mencionó que había leído unas 50 páginas de mi libro sobre Bolivia con dificultades a pesar de las lupas que tenía a mano para poder leer.  Estaba cansado de sentirse tan desvalido, sordo y ciego. Me dijo: “Antes de llegar a esto lo mejor que puede hacer uno es suicidarse”. Tuve la poca delicadeza de preguntarle cual era la enfermedad que lo aquejaba, me dijo: “Una terrible enfermedad, la vejez”.

La conversación era a gritos porque a pesar del aparato que tenía en el oído, no escuchaba bien. A raíz de mi libro sobre Bolivia había recordado cosas  que nunca las he comentado con nadie antes, porque usted es el primer boliviano que conozco”.

Buñuel me sorprendió cuando me dijo “Estamos aquí entre bolivianos”. Al ver mi cara  de perplejidad me contó que cuando la guerra civil española comenzó, él se encontraba en París, quería viajar a Alemania pero no tenía pasaporte. La única delegación diplomática que lo ayudó proporcionándole un pasaporte con un nombre falso fue la de Bolivia. Añadió que nunca llegó a usarlo y lo devolvió más adelante, pero que se sintió desde entonces agradecido hacia Bolivia.

Nunca pude verificar ese dato, pero el hecho de que así lo recordara el propio Buñuel es significativo. Le dije: “Si no hubiera usted devuelto ese pasaporte hoy podríamos decir que Buñuel es boliviano”. Nunca fue a Bolivia pero tenía la imagen de un país “tremendamente sacrificado, asediado por enemigos, no solamente el imperialismo de Estados Unidos”. 

Traté de evitar una conversación sobre cine porque sabía que a Buñuel no le gustaba el tema, pero no resistí a la tentación de decirle que mi película preferida era El ángel exterminador, a lo cual respondió con su silencio. En cambio, me contó que comenzó a hacer cine porque no pudo ser escritor y que La edad de oro (1930) fue como poner una bomba: “Ahora es una película que divierte, pero cuando la hice quise hacer un acto similar al de poner una bomba”. Me dijo que nunca veía sus propias películas una vez terminadas. Desde todo punto de vista era un ave rara en el cine mundial.

Recordó que cuando recién llegó a México lo atacaban en la prensa y lo llamaban “Buñuelo” para molestarlo. Al referirse a su apellido reconoció que era muy raro y que durante mucho tiempo él era el único Buñuel, pero que en años recientes habían aparecido otros en la guía telefónica de España, “seguramente hijos de mis mujeres clandestinas”, dijo medio en broma y medio en serio. 

Para darme un ejemplar de su autobiografía Mon dernier soupir (Mi último suspiro) escrita en complicidad con Jean-Claude Carrière, su coguionista y colaborador, me pidió que lo acompañara al segundo piso de la casa, a su dormitorio. Me sorprendió el ambiente sencillo y austero; una estrecha cama, nada de adornos, ningún otro objeto a la vista. Me hizo pensar en don Juan Lechín, que vivía con esa misma sobriedad, como un monje de claustro.

La imagen del cuarto de Buñuel me ha quedado grabada y su gesto de invitarme a su espacio íntimo lo he valorado aún más desde que leí una entrevista con Carlos Fuentes donde recuerda que a pesar de ser un cercano amigo de don Luis y de haberlo visitado regularmente cada semana durante muchos años, nunca conoció su dormitorio.

Buñuel me dedicó el libro “muy amistosamente, Luis Bunuel”, sin ponerle la virgulilla encima de la ene, quizás porque así se acostumbró a escribir su apellido en Estados Unidos. Me contó que acababan de llegarle los primeros ejemplares desde París; la edición en castellano no se había aún publicado. El ejemplar que me regaló tuvo una vida corta, me lo robaron en Morelia días más tarde, en un maletín con mi equipo fotográfico. Probablemente haya pasado por alguna tienda de libros usados y esté en manos de un coleccionista que reconoce su valor.

Tres días después de su fallecimiento, publiqué el 1 de agosto en el diario Excelsior de México algo sobre esa conversación que sostuvimos en su casa, pero no es sino ahora que pude encontrar mis notas manuscritas, tomadas el mismo día que me recibió.  

Con Gabriel Figueroa, julio 1984
Un año más tarde, a fines de julio de 1984, visité al extraordinario director de fotografía Gabriel Figueroa, que trabajó con Buñuel en siete de sus películas: El ángel exterminador, Los olvidados, La vida criminal de Archibaldo Cruz y Nazarín, entre otras. Esta última, me dijo Figueroa, es la que él prefería. Me contó también que entre los cineastas con los que había trabajado, Buñuel era el “más barato” porque no hacía más de una o dos tomas de cada plano.

Con Jeanne Rucar Buñuel fue tremendamente posesivo, según cuenta en sus “Memorias de una mujer sin piano”, pero ella lo aceptó como era y cedió en todo para acompañarlo toda la vida desde que empezaron a enamorar en 1926.

La biografía de Buñuel, que muchos autores han rescatado en sus mínimos detalles, es muy curiosa por su accidentado itinerario cinematográfico. Su primer corto lo hizo famoso instantáneamente, con el respaldo de los surrealistas que conoció en París y sobre los que en sus memorias escribió que eran todos guapos: “Belleza luminosa y leonada de André Breton, que saltaba a la vista. Belleza más sutil la de Aragon, Eluard, Crevel y el mismo Dalí, y Max Ernst con su sorprendente cara de pájaro de ojos claros, y Pierre Unik y todos los demás: un grupo ardoroso, gallardo, inolvidable”.

Cerrada Félix Cuevas, No. 27
Los surrealistas lo cautivaron porque “luchaban contra la sociedad a la que detestaban, utilizando como arma principal el escándalo”. Buñuel sentía el mismo rechazo por “las desigualdades sociales, la explotación del hombre por el hombre, la influencia embrutecedora de la religión, el militarismo burdo y materialista”.

Varias veces durante mis largas estadías en México encaminé mis pasos hacia la Cerrada Félix Cuevas para ver siquiera desde afuera la casa de Buñuel, donde vivió con Jeanne 31 años, desde 1952 hasta su muerte en 1983, pero me topé siempre con una puerta cerrada y un gran silencio. Sin embargo, a principios del 2012 volví a encontrar la casa abierta, casi tres décadas más tarde, sólo que esta vez no me abrió Jeanne, ni él me invitó a un trago para brindar. Jeanne había fallecido allí mismo en noviembre de 1994, a los 86 años.

Luego de casi dos décadas de abandono y gracias a la inversión de la cooperación española (y no del gobierno mexicano como tendría que haber sido ya que el cineasta realizó en México 20 de sus 37 películas, de 1947 a 1965), la casa de Luis Buñuel volvió a abrir sus puertas, convertida en lugar de exposiciones y encuentros.

El día de la inauguración los funcionarios de la cultura mexicana estuvieron en primera fila para celebrar la ocasión con sendos discursos, aunque el mérito les era ajeno. No deja de sorprender la indiferencia en el trato que da México a quienes no han nacido en su territorio, aunque hayan vivido toda su vida en el país y hayan hecho aportes magníficos. Desde el presidente Lázaro Cárdenas, México ha sido tierra de asilo para republicanos españoles, indígenas mayas que huían del genocidio en Guatemala, o intelectuales que escaparon de las dictaduras del cono sur de América Latina, pero lo cierto es que el chauvinismo aparece siempre entre líneas en esos grandes gestos solidarios.

Buñuel se naturalizó en 1949, pero no fue asumido como mexicano “completo”, de la misma manera que no lo fue el más importante historiador del cine mexicano, Emilio García Riera, también nacido en España. A mediados de esa misma década de 1980, Emilio solía contarme cuando nos tomábamos un café en Coyoacán, que a pesar de haber vivido desde niño en México, lo seguían considerando español.

No queda nada del mobiliario original en la casa, pero para la primera muestra con que se inauguró se hizo el esfuerzo de reunir documentos sobre Viridiana, al cumplirse 50 años de ese extraordinario film: correspondencia sobre la prohibición de la película en España, el revuelo en la prensa internacional, el guión original con las anotaciones de Buñuel, abundantes fotografías y algunos objetos como el abrigo que utilizó en la película Paco Rabal y la Palma de Oro que obtuvo en el Festival de Cannes 1961, donde Jean Giono fue Presidente del Jurado, lo cual no es un dato menor.

Buñuel, Carlos Saura y Luis García Berlanga
En el jardín, a lo largo del muro perimetral de la casa, más de 20 grandes paneles con fotos y datos biográficos resumen la vida de Buñuel desde su nacimiento hasta su muerte. Hay fotografías poco conocidas tomadas de los archivos personales de Jean Claude Carrière y de otros amigos. En ese jardín se reunía Buñuel los viernes con Carlos Fuentes, quien recordaba los “buñueloni”, un cocktail de Martini que don Luis solía preparar y que “te emborrachaba en cinco minutos”. Las fotos lo muestran con André Breton, García Lorca, Salvador Dalí, Gabriel Figueroa, Carlos Saura, Hitchcock, y otros grandes de su época.

Buñuel murió hace treinta años cuando ya había hecho lo que quería hacer, no le faltó nada. Dejó una obra completa, terminada, sólida, original y sin precedentes. Se fue, pero está cada vez más con nosotros.

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Una película debe defender y comunicar indirectamente
la idea de que vivimos en un mundo brutal, hipócrita e injusto…
Debe producir tal impresión en el espectador que éste,
al salir del cine, diga que no vivimos en el mejor de los mundos.
Luis Buñuel  


20 julio 2013

La sonrisa inerte de la muerte

Reconocida en 2010 con el Premio Nacional de Novela “Marcelo Quiroga Santa Cruz”, El charanguista de Boquerón de Adolfo Cáceres Romero ha sido hasta ahora una víctima más de la guerra silenciosa del ninguneo que se practica en Bolivia, aunque no solamente en nuestro país. A pesar del premio y a pesar de que alcanza ya una segunda edición, esta novela histórica no ha merecido ni elogios ni ataques y menos aún comentarios serios escritos por los estudiosos de la literatura nacional. Es una paradoja que Cáceres Romero sea precisamente uno de esos estudiosos, cuyo aporte enciclopédico sobre la literatura boliviana ha permitido actualizar los de sus predecesores para dar a conocer nuevos valores. 

Atribuyo la falta de interés de la crítica literaria a varios factores. Por una parte en Bolivia se publica más de lo que se lee, ya pocos cultivan bibliotecas en sus casas y menos aún el hábito de la lectura. Con gran esfuerzo y sin estímulo institucional los escritores bolivianos escriben y las editoriales independientes publican numerosas obras cada año, que quizás los críticos literarios —muy pocos al parecer— no se dan el tiempo de leer. Son raras las columnas de crítica literaria en los diarios y revistas del país, a diferencia de la crítica cinematográfica que es vigorosa menos complaciente.

Quizás la apatía se debe también al temor que sienten los críticos literarios de escribir libre y creativamente, sin más compromiso que con su propia exigencia de calidad. Hacerlo supone a veces enemistades gratuitas y reclamos dolidos de autores que no admiten otra cosa que el elogio.

Dicho esto, nos adentramos en las páginas de esta novela histórica que constituye desde la literatura más que desde la historia un ataque frontal a la guerra, y no solamente a la del Chaco que Bolivia perdió frente a Paraguay, sino a todas las guerras por inútiles, estúpidas e innecesarias. Para Cáceres Romero la guerra es un absurdo monumental que desmenuza con pasión, mientras rescata a los personajes que llevados a esa situación se comportan con un alto sentido de la ética y del honor, como los 448 soldados, cadetes y oficiales que combatieron en Boquerón, resistiendo durante 21 interminables días el ataque de más de diez mil soldados paraguayos bien pertrechados.

Del mismo modo que el autor revela el coraje y la dignidad de los combatientes bolivianos y paraguayos, no escatima palabras para calificar a los “estrategas del fracaso”, los altos mandos militares de la retaguardia cuyos fracasos son “contados como virtudes” y los civiles “emboscados” que fueron al final de cuentas quienes llevaron al país al desastre que significó la pérdida de 50 mil vidas y una porción de territorio que duplica el que Paraguay tenía cuando nació como república.

Pero este no es un ensayo histórico sino una novela y por más que Cáceres Romero haya hecho el esfuerzo de ser fiel a los hechos hasta en el mínimo detalle, al final no importa tanto la precisión de fechas y lugares, ni la inclusión de nombres que realmente existieron. Lo que importa es esa capacidad que tiene la novela para narrar el horror de la guerra con mucha más fuerza que un libro de historia. La ventaja de la novela es que puede rescatar los relatos cotidianos y las narrativas individuales, aquellas que dicen su verdad desde abajo pero que rara vez quedan plasmadas en los libros de historia con gran hache.

Las historias son más eficientes que la Historia. Lo cualitativo versus lo cuantitativo, la memoria vivida (y vívida) versus aquello que se escribe en base a documentos desde la penumbra de una biblioteca.

Las imágenes que siembra Cáceres Romero son devastadoras y cargadas de simbolismo, sobre todo en la primera parte del libro. La denuncia de las arbitrariedades de la guerra es elocuente: “Nuestra bajas aumentaron con los camaradas fusilados. (…) en casi todos los fortines y destacamentos bolivianos no había un día en que no se fusilara a alguien, sobre todo si tenía una herida en la mano o en el pie izquierdo…” Antes de fusilar a un estafeta le cuelgan el letrero “Soy un cobarde izquierdista” y el coronel en mando instruye, haciendo gala de crueldad, que el pelotón de fusilamiento esté integrado por ocho amigos de la víctima.

Las voces de varios personajes se alternan en la novela: Abel, cuyo relato en primera persona ocupa la mitad de la obra, es “la voz de la conciencia moral colectiva”, como afirma el poeta Antonio Terán Cabero en su breve comentario en la contratapa de la novela. Luego está Víctor, el charanguista, humanista y solidario, cuya habilidad en el instrumento es inversamente proporcional a su pericia en el uso de las armas, y Félix un joven estafeta voluntarioso y ajeno a la muerte. Es importante señalar que los tres personajes son reales y que estuvieron vinculados por amistad o por lazos familiares al autor de la novela.

Sin duda el primer personaje, cadete del contingente de voluntarios Tres Pasos al Frente, es quien cautiva al lector porque habla desde una condición particular, está muerto: “Estoy aquí, sin cara ni cuerpo. Con la memoria que poco a poco deja de ser terrenal”.  Ya no tiene nada que perder porque ha visto “la sonrisa inerte de la muerte cabalgando en ambos frentes”.

“Pero sigamos, antes de que me pudra del todo”, continúa Abel. Su relato es más importante para el lector que los detalles sobre las batallas que solamente los historiadores apreciarán. Cáceres Romero es minucioso y todo lo que narra corresponde a la verdad histórica pero el dato que realmente importa es la resistencia de los fortines en Boquerón, porque simboliza todo lo cruel de la guerra y al mismo tiempo todo lo esperanzador de los seres humanos.

Adolfo Cáceres en 2001
Quizás la escena más emblemática, en torno a la que se teje la novela, es aquella en la que Víctor en plena línea del frente y a pocos pasos del enemigo, toca el charango y provoca con su música unas horas de confraternización entre los soldados y oficiales paraguayos y bolivianos. Esa sola escena en la mitad de la novela encapsula la filosofía que sostiene toda la obra: “¡Ah!, lo que sucedió después es que disparábamos a cualquier parte, sin intención de hacernos daño”.

Más que descripciones de hechos, la novela logra contagiar sensaciones que el lector vive como si estuviera inmerso en la situación que relata Abel: “… ya ni saliva tenían para remojar la coca que mascaban”, “sentía en la piel el olor de la carroña y de la pólvora”, “agradecían y parpadeaban una lágrima porfiada”… El lector siente los olores, los ruidos, la respiración de los personajes. La primera mitad de la novela transpira la muerte en todas sus páginas, se siente como un pantano de sangre del que los personajes no pueden salir, aunque se desplacen en diferentes direcciones. El relato fluye como una película, como un guión listo para filmar.

Por momentos la narración parece debilitarse cuando interviene la voz del narrador omnipresente sustituyendo el relato en primera persona. Las descripciones se hacen más objetivas y por lo tanto más distantes, menos vivenciales. La intención de proporcionar información sobre los hechos históricos opaca el tono testimonial del relato. La segunda mitad del libro que describe la situación vivida por Víctor como prisionero de guerra, tiene menos fuerza que la primera. Boquerón pasa a un segundo plano, la guerra se aleja para dar espacio a las vivencias amorosas y aventuras musicales del personaje, a veces con concesiones grandilocuentes al sentimentalismo.

En la Feria del Libro de Cochabamba (foto José Rocha)
Los títulos que encabezan los capítulos me parecen prescindibles aunque se entiende la intención del autor de establecer un contrapunto simbólico entre Abel y “Caín”, el hermano fratricida. Un par de escenas se repiten de manera parecida en diferentes páginas, como la del coronel Marzana, prisionero de guerra, acogido calurosamente por la población de Asunción (páginas 97 y 108).

Lo anterior, así como la llegada de Abel al cielo y alguno que otro momento de precaria verosimilitud no desmerecen el nivel general de la novela, pero es cierto que la intensidad baja a medida que se aproxima de manera apresurada al final y que el narrador omnipresente se hace dominante porque siente la necesidad de explicar las consecuencias de la guerra del Chaco o el destino de los personajes, cerrando de manera un tanto abrupta la trayectoria de Víctor, el charanguista de Boquerón.

(publicado originalmente en Nueva Crónica, N° 123)

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Para los historiadores, los príncipes y los generales son genios;
para los soldados siempre son unos cobardes.  —Leon Tolstoi