(Publicado en Brújula Digital, ANF y Público Bo el jueves 1 de agosto de 2024)
La puerta de ingreso a un libro es su portada. Con frecuencia una obra literaria atrae por su aspecto exterior, como una botella de perfume o de tequila. Recuerdo las magníficas ediciones de Metal del diablo de Augusto Céspedes (primera edición argentina en 1946, con portada de Miguel Alandia Pantoja), El estudiante enfermo de Porfirio Díaz Machicao (Editorial Difusión, con una foto de Freddy Alborta en la portada), o las tapas que Jaime Sáenz diseñaba para sus propias obras. Suelo detenerme un par de minutos para observar en detalle las cubiertas de los libros, su lenguaje sugerente y su intención velada (en-cubierta). Alguna vez me he atrevido a cometer yo mismo diseños para libros de amigos o instituciones, y para mis primeros libros caseros.
Amalia Decker ha elegido acertadamente para la cubierta de su novela un cuadro de Edgar Arandia que adquirió hace años y que destaca en un muro de su casa. Inconfundiblemente, es una obra de Edgar, fallecido el 26 de junio de este año. Es una obra misteriosa, que le calza como anillo al dedo a la nueva obra de Amalia. Es como si Edgar se hubiera inspirado en la novela antes de que esta existiera. O quizás la cercanía del cuadro de Edgar estuvo todo el tiempo trabajando en el subconsciente de Amalia. En cualquier caso, se trata de un encuentro feliz entre una obra literaria y otra pictórica.
Leí la novela (que
todavía no tenía el título No me buscarás en vano), mientras saboreaba
una de las infusiones que Amalia aprendió a preparar durante su estadía en
Tailandia. Lo menciono para subrayar lo difícil que es separar a la obra de su
autora cuando ella es una amiga de varias décadas. No se puede leer impunemente
un libro escrito por alguien que uno conoce (aunque nunca se conoce “bien” a
nadie, ni a uno mismo). Entre líneas, tanto en los diálogos como en las
reflexiones, es la voz de Amalia la que uno escucha por más que uno quiera
dibujar una frontera, que sería pertinente para elaborar un comentario
desapasionado.
Desde el primer capítulo se raya la cancha, por lo tanto, no es ningún espóiler decir de qué va la novela. Alejandra, la primera protagonista, sitúa a los personajes: su pareja, Carlos, acaba de fallecer en circunstancias sospechosas, su exmarido Duarte está vinculado a los círculos de poder, su íntima amiga Pilar tiene su propio conflicto con el cura Alberto, que por su trayectoria política sabe más de lo que dice que sabe… y luego aparece Soledad, sicóloga de la policía.
Esta es una
historia de mujeres a lo largo de dos años cruciales de su vida, llegando a la mediana
edad. Alejandra y Soledad son las principales voces, a las que se suman dos
más: Pilar y Shirley. Para todas ellas, esta es una historia de pérdidas, de
desafíos, de incertidumbres, de miedos, de pasiones, de desconfianza, de
solidaridad… Todo ello ocurre en las 274 páginas del relato, en episodios que
van marcando las rupturas y los acercamientos. Se diría que estas mujeres están
completamente solas contra el mundo que las rodea, y a veces aisladas entre sí
mismas, a la defensiva como gatas erizadas frente a una amenaza invisible.
No importa mucho
a qué se dedican o cómo sobreviven económicamente. La novela prefiere enfocarse
en lo cotidiano que ocurre entre ellas a partir de Carlos, cuya muerte va a
tener un efecto inesperado: crear una coreografía de idas y venidas entre las
cuatro mujeres que a veces chocan entre sí y otras se confunden en abrazos
solidarios.
Se equivoca quien haya escuchado que la novela aborda un hecho político emblemático, ocurrido durante el gobierno de Evo Morales. Y se equivoca la propia autora si siente que la lectura de su obra pasa por ese tema escabroso. No es sino después de un centenar de páginas, la tercera parte del libro, que se hace una mención de soslayo, como quien quiere situar el leit motiv de la narración sin darle un lugar preponderante que arriesgue aquello que es central en el desarrollo narrativo: la relación entre las mujeres. El trasfondo político no llega a imponerse sobre el meollo del relato: la historia de Alejandra y Soledad y la red de relaciones que se va tejiendo alrededor de ellas, a veces de manera demasiado fortuita, porque todas las líneas narrativas tienden a converger en una obra coral donde varias vidas se cruzan y entrelazan.
El desarrollo de
los personajes permite reconocer las virtudes y limitaciones de las
protagonistas que no son heroínas ejemplares, sino mujeres comunes marcadas por
sentimientos encontrados, cercadas por memorias no resueltas y enfrentadas a un
horizonte de incertidumbre. Alejandra, que lleva la mayor parte del texto,
encuentra su némesis en Soledad, pero no son tan diferentes la una de la otra,
sino puertas que se abren y se cierran, como Jano, facetas complementarias de
una transición hacia otro estado a través de portales que plantean incógnitas y
descubrimientos. Son un cuarzo bruto pulido por cuatro lados durante el relato.
Soledad es de alguna manera el alter ego de Alejandra, y al revés. El ser
mujer las identifica y las acerca.
Al igual que sus
personajes, tanto en esta novela como en una anterior, Mamá, cuéntame otra
vez (2015), Amalia está siempre en una búsqueda incesante para encontrarse
a sí misma en el espejo de la literatura. Los vínculos amorosos ocupan la mayor
parte del relato, son relaciones narradas con verosimilitud, tocando el fondo
del espíritu que anima a las protagonistas. Amores, desamores, deseos
insatisfechos, relaciones frustradas, fracasos y recelos. Todo se entrelaza
para hacer a las protagonistas más reales a través de la inmersión en su
sicología. Es como si lo que tienen en común estuviera marcando un patrón de
vida generacional.
Como argucia
narrativa, el principal personaje masculino no aparece sino idealizado en los
recuerdos, pues el relato gira en torno a su memoria. De la construcción
narrativa de estas mujeres, podríamos decir que la ausencia abrupta de Carlos
las ha fragilizado y que han quedado sumidas en la desconfianza y en la
incertidumbre, como si su vida anterior hubiese girado en torno a aquel hombre,
amigo y amante que las mantenía apartadas de aquello que consumía su actividad
de periodista: una pesquisa riesgosa sobre las sombras del poder.
Las mujeres se cohesionan entre sí en la búsqueda de un “culpable” de la muerte de Carlos, pero se ciegan frente a una realidad más amplia que devela relaciones de poder político y económico apenas insinuadas: la política más escabrosa y repugnante que están a punto de descubrir sin atreverse a jalar del hilo de la madeja. La voz de las mujeres relega a los personajes masculinos a un plano secundario. Incluso Carlos, el ausente, es un personaje irreal y sublimado post mortem. Los demás son perversos criminales, corruptos o traicioneros, y a veces objetos sexuales ocasionales. En las relaciones más íntimas, ellas sólo pueden confiar en otras mujeres, con una excepción que se revela hacia el final. Si no existiera ya una película con ese título, esta novela podría llamarse: “Ellas hablan” (Women talking, 2022).
Que los lectores
no esperen una novela detectivesca o de aventuras. Son pocos los episodios de
acción porque aquí las tensiones suceden en la cabeza de las mujeres
protagonistas. Esta es una novela escrita con humildad y naturalidad, sin
aspavientos ni escenas grandilocuentes para atrapar con suspenso al lector.
Para valorarla en justa medida, hay que leerla sin relacionarla con los hechos
políticos que alude, hechos que en la memoria de cada quien pueden contaminar
la lectura por fuera del texto. Hay que leer la obra como un extranjero que
poco o nada sabe de Bolivia, para poder asir su universalidad.
Más que un relato histórico esta es una historia de relaciones íntimas: las manipulaciones, los chantajes afectivos y los conflictos familiares. Al final, es la sensibilidad contradictoria y conflictiva de las protagonistas la que permite trascender los sucesos que podríamos leer en la prensa. Como toda novela, aún las más apegadas a eventos históricos, no importan tanto los acontecimientos sino la manera de contarlos. En este caso, la opción de la autora ha sido profundizar en la sicología de sus personajes desde un imaginario de mujer. Sería muy difícil que un hombre escribiera una novela como ésta. Comentarla, ya es un desafío.
Termino con una
frase de la novela: “Cierro los ojos y me esfumo”.
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La
podredumbre no está en los que gobiernan,
sino
en nosotros que aceptamos callados y atemorizados
todos
los atropellos y atrocidades.
—Amalia
Decker