(Publicado en Brújula Digital, Público Bo y ANF el sábado 11 de mayo de 2024)
Voy a recordar con enorme afecto algunos rasgos de la personalidad de Eduardo Quintanilla Ybarnegaray, fallecido el jueves 9 de mayo . Por una parte, su fino humor, esa media sonrisa Mona Lisa con la que podía decir al mismo tiempo galanterías o expresar carajazos, que en su boca nunca sonaban fuera de lugar, por mucho que se esforzaba en ser vehemente con las palabras altisonantes. Quizás recordaba los versos del Arcipreste de Hita (Libro del buen amor): “Non ha mala palabra, si non es a mal tenida; verás que bien es dicha, si bien fuese entendida”.
Su sonrisa en sorna no significaba una
burla de nadie sino una manera de mostrar por igual su simpatía y adelantar la
tenue ironía de su próxima frase en una conversación, porque era un conversador
formidable y agradable, tanto por su manera de expresarse como por su vasta
cultura. La última vez que estuvimos, en casa del Negrito, su hijo, me dijo que
estaba emputado con su sordera ya que, si había más de dos personas a su
alrededor, ya no podía conversar porque todas las voces se trenzaban en un
caudal confuso de palabras.
Alguien tan inquieto por la literatura y por
el arte no podía sino quedar muy afectado cuando la vista comenzó a fallarle
irreversiblemente. Los audiolibros y las palabras dulces de Isabel al leer para
él textos que le interesaban, no podían reemplazar el placer de sostener un
libro en las manos y descifrar esos curiosos signos de orígenes tan remotos
como diversos, que forman palabras, oraciones y libros, que engolosinan el
paladar y refrescan las ideas.
Conservaré de él la imagen de su
prestancia, de su porte, de su elegancia y de su lenguaje corporal. Era un seductor
y al mismo tiempo un “caballero”, pues aunque esa palabra pueda sonar
incongruente en los tiempos que vivimos ahora en Bolivia, la caballerosidad
existe todavía, aunque no abunda.
Tuve el privilegio de disfrutar de su amistad desde tiempos anteriores a mi propia memoria porque primero Quintacho fue amigo de mi padre y testigo de escenas recónditas que conmovieron a mi familia hasta los cimientos. Nuestra amistad se reforzó también con la amistad que él tuvo con mis primos hermanos Baptista y Gumucio: Fernando, Mago, Miriam, Bernardo, Robico, Maquena y Patricia, y otros fueron amigos de Quintacho.
Desde California, apesadumbrado por su
partida, mi tío Fernando Gumucio Cortés me cuenta que muy jóvenes tenían en
Cochabamba un grupo de amigotes que se autodenominaba “Los S.N.”, es decir, los
“sin nombre”, cinco o seis amigos entre los que estaba Quintacho (de los cuales
quedan apenas tres), y una mujer, Eliana Ponce.
Siempre solidario con los amigos, no creo
que uno solo haya dejado de serlo en tantos años de amistad, a pesar de las
distancias geográficas. ¿Acaso se podía uno enojar con el Quintacho? Amiguero y
“canchero” en cualquier grupo donde estaba, era también cómplice de sus hijos y
modelo de integridad para ellos. De la manera más natural he tenido el
privilegio de heredar tempranamente la amistad con ellos, el Negrito y la Quintacha,
ambos colegas míos en aventuras relacionadas con los derechos humanos y con el
cine boliviano.
Eduardo Quintanilla también pasó por la
función pública. En septiembre de 1969, fue invitado como ministro Secretario
de la Presidencia durante el gobierno del general Alfredo Ovando Candia, junto
a profesionales de categoría y alto nivel intelectual (no como ahora), como José
Ortiz Mercado (Planificación), Oscar Bonifaz (Minería), Alberto Bailey Gutiérrez,
Carlos Carrasco (Informaciones), Marcelo Quiroga Santa Cruz (Energía e Hidrocarburos),
Mariano Baptista Gumucio (Educación), José Luis Roca (Agricultura), Edgar
Camacho Omiste (Relaciones Exteriores), entre otros.
De su vida profesional como abogado
podrán dar testimonio quienes lo conocieron en ese ámbito, yo me limito a la
parte que conozco un poco.
Gran tipo el Quintacho.