12 septiembre 2021

La madrina de Libertad Bolivia

(Publicado en Página Siete el 20 de agosto de 2021) 

Rina Tapia de Guzmán 

Vive en una casa pequeña, como una casa de muñecas en el conjunto residencial Entre Ríos, en Bogotá. Las gradas que llevan al segundo piso están cubiertas por un tapiz que ha tejido a mano, como todos los tapetes que cubren el piso, los cojines y forros de los muebles y las sobrecamas. En el diminuto jardín, un árbol de kantuta ha florecido marcando el paso del tiempo y su pertenencia a un nuevo espacio. Ha vivido en Colombia medio siglo y no quiere regresar a Bolivia. Nuestro país le ha dejado profundas marcas en el espíritu, muchas malas y algunas buenas. 

La doctora Rina Tapia de Guzmán no es un personaje cualquiera, es una luchadora de la vida. Aunque su nombre haya sido olvidado en Bolivia y los “socialistas” de nuevo cuño ignoren por completo lo que fue la resistencia contra las dictaduras, el país le debe mucho a personas como Rina Tapia, por su lucha inclaudicable, su humanismo, su consecuencia y su honestidad, valores que ya se perdieron en la política nacional asaltada por el oportunismo. 

Rina es la madrina de Libertad Bolivia, la niña que nació en la cárcel en 1972 y que representó el emblema de la resistencia contra la dictadura del coronel Hugo Banzer, cuyo golpe militar tuvo lugar hace exactamente cincuenta años, cinco décadas, medio siglo. Rina es la memoria de aquellos años de persecución política, encierro y destierro. 

“Yo nací en el Regimiento Bolívar 2 de Artillería de Viacha. Me llamaron Libertad Bolivia Judith. Me bauticé en la celda No 4 del Regimiento Bolívar el 21 de marzo de 1972. Mi madre es Judith Durán. Mis padrinos son: Dr. Alberto Guzmán López y Dra. Rina Tapia de Guzmán”. 


Así reza la tarjeta que recuerda el nacimiento de la niña Libertad Bolivia en la cárcel de Viacha durante la dictadura de Banzer. La doctora Rina Tapia no solamente fue la madrina de la recién nacida, sino la que atendió el parto sin una sola gota de agua. 

“Llegó una muchacha bajita, pequeña, que tendría entonces 16 años. Tenía vómitos e indisposición. Estaba detenida con nosotros en una pequeña celda con camas tipo camarote, que compartíamos siete mujeres en ese momento, entre ellas Mery Alvarado. Yo era la mayor en el grupo y viéndola tan indispuesta le pregunté si necesitaba atención médica o un consejo. Ella estaba reacia al principio, porque tenía temor de que alguna de las detenidas fuera soplona de la policía. Logré hacer amistad con ella y me dijo que estaba embarazada. Con lágrimas en los ojos me dijo que había sido violada. Le proporcioné la atención que podía, más atención sicológica que médica, porque no teníamos nada más que la palabra, el amor y la bondad”. 

En esas circunstancias la joven sobrellevó todo el embarazo. Dos o tres noches antes del parto quisieron llevarla al plantón, una mole de cemento de dos metros de altura, con una base de medio metro, donde ponían a las mujeres para castigarlas por algún motivo, pero Rina se opuso y trató de intercambiar lugares para que la llevaran a ella y no a la joven: “Vamos a hacer un canje, voy a ir yo al plantón y tú te quedas acá”, le propuso. Pero no logró convencer al coronel, quien dijo que no era ella quien estaba castigada. ¿Cuál era la falta? La joven se había demorado para regresar de los baños a la celda. Al final, Rina convenció al coronel para cumplir ese castigo y le tocó subir al plantón: “soporté bien, porque uno saca fuerzas y valor frente a las circunstancias”. 

Rina atendió el parto en condiciones muy precarias, sin una sola gota de agua. “Éramos siete mujeres y todas inventaron algún pañal, rasgando sus propias ropas. Enaguas y camisas se convirtieron en pañales para atender al bebé. Nació una bebita, mujer. A la mañana siguiente, muy temprano, los soldaditos que nos vigilaban golpearon la puerta: ‘Hemos traído agua caliente para que puedan bañar a la niña’. Llegaron con una lata de agua de agua tibia para bañar a la bebé. Conseguí que uno de los soldaditos fuera al hospital y convenciera a una monja para visitar a la recién nacida. La bebita estaba bien, pero en esas circunstancias una adquiere cierta malicia y lo que yo quería era que la monja fuera testigo de que nació una bebé en el cuartel. Entonces le pusimos el número de detenida política y el nombre de Libertad Bolivia, que fue elegido entre unos 200 detenidos, pasándonos subrepticiamente papelitos cada vez que salíamos al baño. Coincidimos en un 90% de ponerle Libertad Bolivia. La volví a ver unos 35 años más tarde, en uno de mis viajes a Bolivia, y me dijo: “Yo soy Libi…”. “No”, le dije. “Tu no eres Libi, eres Libertad Bolivia. Nos costó mucho elegir el nombre entre todos”. 

Las compañeras de celda creyeron que después del nacimiento de la niña iban a dar libertad a Judith, la mamá, pero no quisieron liberarla. Ambas siguieron presas: “Todas nos sentíamos mamás de Libertad Bolivia. La bautizamos en la cárcel gracias a la amistad que yo hice con el carcelero, el coronel de Viacha, que hizo llegar al cura”. 

La negra de la buena suerte  

Poco a poco Rina había logrado que el coronel le permitiera salir al hospital de Viacha, con custodia, para atender enfermos. 

“Soy la negra de la buena suerte: yo era la única que salía de la cárcel escoltada o acompañada por el coronel. La hija del coronel, una niña de unos 12 años, estaba muy malita ahí en el pueblo de Viacha donde vivían. El coronel que pidió que fuera a verla, pero me negué. Le dije, ‘en cuanto yo salga me pueden disparar por la espalda y decir que había intentado fugarme’. El coronel me dijo que eso no iba a pasar porque él mismo me iba a llevar en su jeep, junto a un subteniente, que también era una persona amable. Hice cierta amistad con ellos gracias a mi profesión.  Lamentablemente ya no recuerdo sus nombres”. 

La hija del coronel estaba mal, se estaba asfixiando porque tenía las amígdalas hipertróficas infectadas y respiraba apenas con la boca abierta. Rina fue a la casa del coronel para aplicarle una inyección de antihistamínico y esperó para ver si el efecto no era adverso, porque podía producirse una reacción alérgica. La esposa del coronel, muy atenta, le ofreció un pocillo de café con leche, con una masita. 

“No gracias -le dije, yo vine a curar a su hija, no vine invitada a tomar té con pan recién horneado por usted. Somos siete detenidas políticas en mi celda, yo no puedo hacer eso”. 

La señora se llamaba Rosa Tapia, apellidaba como Rina. Eso permitió crear cierta confianza, y tuvo el gesto de preparar siete panes para las detenidas de la celda Nº 4. “Son episodios que uno no hubiera creído que sucedan estando detenida como presa política, pero mi profesión me abría puertas para que hiciera amistad con mis enemigos, con los que me perseguían”. 

Rina estuvo presa sobre todo en Achocalla y en Viacha, y recuerda lo mucho que sirvió su profesión médica para ayudar a otros: 

“Salvé los dedos pulgares de los pies de un detenido, que habían sido machucados y lastimados con los golpes de las culatas de los fusiles. El hombre no podía caminar porque sus dedos estaban infectados. Tuve que pedir permiso al coronel de la prisión de Viacha para que me permitiera curar a este hombre grande y fornido, de apellido Soliz, que era de Sacaba. En Viacha ejercí la medicina, porque las circunstancias lo exigían así. Yo era la única que podía subir al segundo piso o al tercer piso donde me necesitaban los detenidos políticos. Allí permanecí unos 11 meses.” 

Su esposo, el doctor Alberto Guzmán, no estuvo todo el tiempo en la misma prisión.  Lo tuvieron apenas dos meses en Viacha y el resto del tiempo estuvo en Chonchocoro, en celdas de La Paz, en el Panóptico, y otros lugares. 

Alberto Guzmán 

Del tiempo que estuvieron presos quedan otros recuerdos. Rina conserva un par de retratos de Alberto Guzmán y otro de ella, dibujos realizados por presos políticos con quienes convivió. Rina recuerda que esos dibujos se hicieron con base en fotografías que les tomaban los propios carceleros: “En los pasillos de las celdas en La Paz los policías nos tomaron fotos sentados, parados, caminando hacia adelante y hacia atrás, de perfil, agachados o con la cabeza arriba. Fueron sesiones de 10 o 12 fotografías. Eran sádicos, era una forma de traumatizarnos”. 

En el escritorio de su casa conserva colgado en la pared, como trofeo, el viejo candado de la celda, que su esposo Alberto Guzmán “confiscó” subrepticiamente cuando los presos fueron trasladados a Viacha. 

A Rina Tapia y a su esposo Alberto Guzmán los tomaron presos en Cochabamba. “Era septiembre y por alguna razón salimos, y almorzamos en la Plaza 14 de septiembre, porque ya no había almuerzo en el Club Social. Ya sentados en el restaurante me di cuenta de que estábamos rodeados de falangistas, y se lo dije a Alberto Guzmán: ‘Algo va a pasar con nosotros’. El no le dio importancia y seguimos almorzando. Llegó un momento en que había siete falangistas frente a nosotros, que seguíamos charlando y riendo, como si todo fuera normal. Fue el almuerzo más largo de mi vida. Cuando salimos a pagar (la caja estaba afuera), nos rodearon los falangistas. Yo iba a cruzar hacia la calle Jordán para ir a nuestra casa, pero uno de los agentes me golpeó la espalda con la cacha de su revólver: ‘Están citados en la policía’, espetó. Yo me enfrenté a él: ‘vaya, valiente con revólver contra una mujer, estúpido, cretino. Dígame dónde debo ir, pero no vuelva a ponerme el revólver en la espalda’”. 

En ese momento, la señora que les vendía todos los días el periódico, en la esquina, y que los trataba amablemente de “doctor y doctorcita”, agachó la cabeza y se hizo la desentendida. Llevaron a Rina a la policía y allí le ofrecieron amablemente un café (que no quiso tomar hasta que lo probara primero su interrogador) y le tomaron declaraciones. Allí comenzó el largo periplo de un año por varias cárceles. 

A Alberto Guzmán no lo habían apresado hasta que se presentó en la policía para buscarla. Allí mismo lo aprehendieron y lo pusieron en una celda frente a la suya. Desde lejos le hizo señas para que se quitara la corbata, para no correr el riesgo de que lo ahorcaran. Alberto entendió sus gestos, se quitó la corbata y se la mostró en la mano. Estuvieron dos días detenidos en Cochabamba, y luego trasladados a la policía de La Paz, en la Plaza Murillo. 

Rina Tapia

Ni ella ni su esposo eran activos en la política. La única militancia que tuvo Rina fue en el PIR, cuando tenía 16 años de edad, en las postrimerías de esa agrupación política. Conoció bien a José Antonio Arze, Alfredo Mendizábal y Ricardo Anaya. Más tarde hizo amistades en el Partido Comunista y recuerda que Ricardo Anaya y Mendizábal la criticaban por ello.  

Su periodo más largo de encarcelamiento fue en el cuartel de Viacha, donde nació Libertad Bolivia, y luego en la prisión en Achocalla. Los meses pasaban sin tener la menor idea de cuánto iba a durar todo aquello y sin noticias de su esposo, el doctor Alberto Guzmán. “He tratado de olvidar las cosas desagradables”, me dice Rina medio siglo después. 

Casi un año después la dictadura de Banzer puso a Rina Tapia en un avión hacia Colombia, junto a otras cuatro mujeres detenidas. Para viajar le dieron un salvoconducto, o pasaporte especial que todavía conserva, fechado el 20 de julio de 1972. En el aeropuerto vio a su madrastra, Alicia, pero no pudo acercarse a ella para saludarla ni preguntarle a dónde la estaban enviando. Supuso que su pasaje había sido pagado por ella. Recién entonces se enteró que el destino era Bogotá. Antes de abordar el vuelo le quitaron todo el dinero que llevaba, salvo unos dólares que había escondido en sus medias. Ese dinero le sirvió para comenzar una nueva etapa de su vida. Al aterrizar en la capital colombiana encontró en el aeropuerto a un agrónomo boliviano, Lauro Luján, que fue su primer apoyo en el exilio. 

Alberto Guzmán y Rina Tapia

Alberto Guzmán llegó recién nueve meses después. Mientras esperaba a su esposo, Rina abrió un consultorio privado, luego de presentar su diploma de médico. Le abrieron las puertas en Colombia, le dijeron que podía ejercer la profesión donde quisiera. No hubo más exigencias que una firma.  Ella recuerda la generosidad de los colombianos con entrañable afecto. De ahí para adelante ejerció su profesión de cirujana en Colombia. 

Rina no desea regresar a Bolivia, aunque piensa constantemente en el país. Desde su jubilación profesional como médico cirujana, ha continuado participando en organizaciones profesionales de la medicina en Colombia, y ha desarrollado su actividad poética, como demuestran los libros que ha publicado. Escribe poesía compulsivamente, lo cual mantiene su cerebro alerta y su memoria fresca. Pero ese es tema para otro ensayo sobre ella.

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y el alma vuelta guiñapo
sin entender el final
de este vital torbellino
—Rina Tapia