20 diciembre 2020

Cuando los autocines quedan solos


 En septiembre, después de décadas, viví la experiencia inusual de ir a un autocine, nada menos que para ver el estreno en Colombia de "Cuando los hombres quedan solos" de Fernando Martínez y Viviana Saavedra. La cinta boliviana fue presentada por uno de sus actores, el colombiano Toto Vega (actor muy conocido en la televisión colombiana) , y a mi me pidieron que diga unas palabras para inaugurar el acto. En vez de aplausos se encendían las luces de los vehículos y se escuchaban bocinas. Fue una rara sensación de hablarle a una cantidad de autos sin poder ver a las personas.  Es otro de los rasgos curiosos de la pandemia. 


Bajo una fina llovizna y evitando enfangarse en el terreno resbaloso del Autocine Cajicá, medio centenar de autos con bolivianos y colombianos participaron en la experiencia. Ahora que las salas de cine comienzan a abrir sus puertas con restricciones de bioseguridad, los días de los autocines están contados. De ahí que la experiencia fue interesante, aunque no necesariamente cómoda. 

No voy a abundar sobre "Cuando los hombres quedan solos" el primer largometraje que aborda el golpe militar de García Meza desde la mirada de los paramilitares, porque ya publiqué mi comentario a principios de 2020, antes de la pandemia. Solo quiero añadir que se trata de una coproducción entre Bolivia y Colombia, y que en las coproducciones radica la posibilidad de seguir haciendo cine en América Latina ya que podamos ver nuestro cine en varios países, sin depender de las grandes distribuidoras controladas desde Estados Unidos.

Hubo una década de oro, cuando eclosionó en el mundo el Nuevo Cine Latinoamericano y vientos de intercambio favorecieron el desarrollo de nuestras incipientes cinematografías. No solo en nuestra región, también en Europa, en América del Norte, en Asia y en África, se comenzó a construir una nueva cinematografía más cercana a la problemática social y política. Había una enorme curiosidad por conocer esas nuevas experiencias y esos nuevos cineastas de la Nouvelle Vague francesa, del Neorrealismo italiano, del Free Cinema inglés, del Cinema Novo de Brasil, del naciente cine cubano, de las experiencias atrevidas en los países del bloque socialista, que desafiaban a la censura.

En las décadas de 1960 y 1970 el interés mundial de los espectadores por un cine emergente coincidió con una sociedad ampliamente progresista, alineada con las grandes tendencias de cambio social y la utopía de un mundo mejor. Por ello, los estrenos en Europa de películas latinoamericanas, africanas o asiáticas atraían mucho público y eran pate de las prácticas cotidianas de estar comprometido en favor de la justicia social, de los movimientos feministas o del medio ambiente, y contra las guerras de ocupación, contra las dictaduras militares y las formas de censura y represión.

 En los propios países, el público se presentaba como avalancha en las salas de cine para ver películas propias, y organizaba manifestaciones callejeras cuando la censura militar o municipal se abatía sobre alguna producción del cine nacional. No se explica de otra manera el éxito inédito en salas comerciales de “Chuquiago” de Antonio Eguino, con medio millón de espectadores en un país que entonces no tenía más de 6 millones de habitantes.

Pero eso no duró más de un par de décadas. La fascinación por las grandes producciones de Hollywood volvió a imponerse, apoyada por el surgimiento de centros comerciales con tiendas, patios de comida y multicines con 24 o más salas, a lo que se sumó la llegada de las nuevas tecnologías que alentó el consumo en casa de las películas taquilleras y una piratería galopante que permitió el acceso a miles de películas que las salas de cine comerciales no estrenaban porque no era negocio.

El público le dio la espalda a las producciones nacionales aunque la calidad técnica de éstas se superó paulatinamente y las ayudas a la producción se multiplicaron. Si antes se hacía en Bolivia, con mucho esfuerzo, un largometraje que costaba 100 o 200 mil dólares, ahora no es raro que los films se beneficien de presupuestos de desarrollo, preproducción, postproducción, distribución, etc, que alcanzan a veces un millón de dólares. Y a pesar de ello, no aumenta el público para el cine nacional.

La pandemia no ha hecho sino agravar una situación que ya existía y postergar las posibilidades de recuperación. Se ha puesto de moda la retórica de una “nueva normalidad”, pero no está acompañada necesariamente de la creatividad que requiere para que los cambios necesarios lleven a una mejor situación. En el dominio de la producción y distribución cinematográfica, quizás regresemos simplemente a la vieja normalidad descrita más arriba, con el añadido de los gigantes de distribución como Netflix, Disney y otros, que harán que la gente se quede cada vez más en la casa para ver películas y series cómodamente arrellanados en sus sillones, con el celular a la mano.

Por ello los autocines tendrán una vida corta y es una experiencia que vale la pena vivir alguna vez en la vida. Los emprendedores que en este periodo pandémicos han invertido en ellos lo saben, por eso no han exagerado en gastos. Muchos de estos autocines se han instalado en grandes estacionamientos de centros comerciales o en lotes de terrenos baldíos en las afueras de las ciudades, sin ofrecer todo que lo los atocine de las décadas de 1940 o 1950 ofrecían. Ahora las pantallas LED son mejores, más brillantes y llamativas, y el sonido se transmite a través de una frecuencia modulada (FM) de radio en cada automóvil.

Apenas empezaron a funcionar en varios países, se anunciaron las medidas de apertura de las salas normales, a veces con medidas de distanciamiento y bioseguridad obligatorias, y a veces irresponsablemente, como en Europa, donde los casos de contagio por coronavirus han vuelto a multiplicarse por miles.

No nos engañemos, esta experiencia de autocine, atractiva porque retoma algo que ya se había perdido en caso todo el mundo, no significa un retorno al pasado, sino un incipiente intento de recuperar pantallas públicas para espectadores cada vez más encerrados sobre sus plataformas digitales. Ese camino es el que no tiene retorno.

Estamos lejos de los autocines del siglo pasado. El primero del que se tiene noticia se creó en 1915 en Nuevo México y tuvo corta duración.  A principios de la década de 1930 se depositaron varias patentes para autocines en diferentes lugares de Estados Unidos, que solían fracasar por problemas técnicos, sobre todo de sonido. En realidad, la eclosión se produce después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la reactivación de la economía de Estados Unidos implicaba la expansión del consumo de enseres domésticos y carros. La necesidad de vender más vehículos y activar una industria automotriz que llegó a ser la más grande del mundo, llevó a “reinventar” entonces necesidades innecesarias para estimular el consumo. Así, la venta masiva de automóviles se apoyaba en la posibilidad de hacer muchas cosas sin bajarse del vehículo: comprar hamburguesas o pizza, sacar dinero de un cajero, pasar por una farmacia y, por supuesto, ir al autocine.

Hoy son tiempos diferentes porque la pandemia ha traído todo a la casa con ayuda de las plataformas digitales y las entregas a domicilio. Las transacciones bancarias y comerciales se solucionan en la pantalla del celular o de la computadora (ya ni siquiera por teléfono), las teleconsultas médicas o la educación a distancia también llegaron para quedarse, y por supuesto el cine en la casa. Ahora si que el cine se está reinventando, y los autocines no son sino una experiencia pasajera.

(Publicado en Página Siete el domingo 4 de octubre de 2020)

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En la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa
si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón.
—Mario Vargas Llosa