29 diciembre 2020

Pino Solanas

El exilio hizo que muchos cineastas latinoamericanos nos conociéramos peregrinando por el mundo o en la “meca” que fue -durante años- el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, privilegiado lugar de encuentro durante y después de las dictaduras militares del cono sur. 

París, junio de 1978

En París conocí a Fernando “Pino” Solanas, el año 1978, y luego nuestros encuentros se hicieron habituales en La Habana, a partir de 1985, donde su largometraje “Tangos, el exilio de Gardel” obtuvo el Gran Coral compartido con “Frida” de Paul Leduc, dos grandes películas que se coronaron en uno de los mejores festivales de cine del mundo, sobre todo ese año en que Fidel Castro nos tuvo de pie durante cinco horas y anunció la creación de la Escuela de Cine y TV en San Antonio de los Baños, a tiempo de hacer gala de ser un gran conocedor de la cinematografía mundial.

 Fueron momentos de consagración para el cine latinoamericano. Perseguido por la represión política en América del Sur, se catapultaba desde La Habana hacia el resto del mundo y triunfaba en Europa, tanto en los festivales como en las salas de cine. El Nuevo Cine Latinoamericano, nacido en la década de 1950 en Brasil y Argentina, se había fortalecido durante los treinta años siguientes con la incursión de cineastas de Colombia, México, Bolivia, Chile, Uruguay, entre otros. La Habana era cada año una fiesta durante las dos primeras semanas de diciembre.

En esa fiesta del cine volví a encontrar a Pino Solanas repetidas veces. En París, en 1978, en casa de mi colega y amigo Guy Hennebelle, Pino llevaba una espesa barba de patriarca (como la de Fernando Birri), pero en 1985 la afeitada lo había rejuvenecido aunque seguía con el cabello alborotado. También su cine había evolucionado plásticamente, sin perder el vigor el discurso explícitamente político, pero ampliando la expresión artística. 

Cualquiera que tenga una mediana cultura cinematográfica conoce la importancia fundamental que tuvo en América Latina la irrupción de esa obra monumental llamada “La hora de los hornos” (1968) dirigida por Fernando Solanas y Octavio Getino, fundadores del Grupo Cine Liberación. La versión definitiva de este film-manifiesto histórico y revolucionario, tiene 264 minutos, más de 4 horas de proyección que terminan con cuatro minutos de un plano fijo del rostro del Che Guevara muerto, la famosa foto que tomó nuestro querido fotógrafo boliviano Freddy Alborta y que le dio muchas vueltas al mundo.

La hora de los hornos” no es solamente una denuncia política sobre la Argentina, desde la perspectiva de la izquierda peronista (no la derecha que gobernó después), también es una propuesta innovadora por esa manera de tejer el análisis político con la expresión poética del montaje, a través de texturas diferentes y referencias testimoniales a los ámbitos culturales, sociales y económicos que permiten elaborar una radiografía profunda de la realidad argentina.

No fue el único aporte de Solanas y Getino al nuevo cine latinoamericano: su planteamiento teórico “Hacia un Tercer Cine” plantea una corriente diferente a la del primer cine dominado por Hollywood, y a un segundo cine “de autor”, aunque vistas las cosas en la perspectiva de las décadas transcurridas desde entonces, los cineastas del Nuevo Cine Latinoamericano (y Solanas entre los primeros) son tan “autores” como los europeos de posguerra: neorrealismo, nouvelle vague, free cinema, cinema-verité, etc. Eran épocas de debate ideológico entre las tendencias de izquierda mundiales, donde se disputaban las etiquetas de cine “militante”, “de combate”, “didáctico”, “cine testimonio”, “cine denuncia”, “cine ensayo”, “cine reportaje” y “cine popular”, entre otras. 

La discusión teórica se desparramaba en innumerables revistas especializadas, como Hablemos de Cine, Cine Cubano, Octubre o Cine al día. Al igual que sus pares de Europa Cahiers du Cinema o Sight and Sound, elevaban la calidad de la reflexión sobre el cine que era imprescindible en un mundo convulsionado y dominado por el neocolonialismo. 

Pino Solanas y Octavio Getino se catapultaron a la primera línea de los latinoamericanos del nuevo cine como los representantes más connotados de la vanguardia cinematográfica. El largometraje fue prohibido en su propio país por la dictadura militar y solo circuló clandestinamente en barrios y sindicatos hasta 1973, pero representó al pueblo de Argentina en foros de todo el mundo.

Solanas con Santiago Alvarez, Octavio Getino y Alfonso Gumucio

Es así que cuando Pino Solanas llegó exiliado a París pudimos conversar largamente, como lo hice a partir de ese mismo año con Octavio Getino, amigo con el que mantuve estrecha amistad hasta el final de sus días.  Mientras Octavio se dedicó con mayor ahínco a investigar y a escribir sobre cine y comunicación, Pino dividió su actividad entre la política y el cine. Sus películas aludían siempre a la realidad política, económica y cultural argentina y latinoamericana, mientras que en la política participó tan activamente que ocupó tres veces un curul de diputado y una vez de senador en el parlamento argentino y fue candidato a la presidencia de su país en 2007, desmarcándose del peronismo de derecha.

Fue implacable con los Kirchner a quienes atacó por haber multiplicado por siete su patrimonio: “Cómo le puedes explicar al ciudadano común, honesto, esa historia. No lo hacen con lo que ganan, lo hacen con negocios paralelos en base a su posición de privilegio. Abominable delito". Solanas quería evitar esos atropellos y su propuesta política pasaba por "la democratización de la democracia y la refundación de una práctica de la ética pública". Perón diría "que son impostores, gente que trabaja con su disfraz, con su banderita", decía Pino Solanas el año 2009, en un conversatorio en la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, en Madrid.

Su trayectoria en el cine es incansable.  Después de “Los hijos de Fierro” (1975) y del éxito de crítica y público de “Tangos” (1985), realizó en la misma línea “Sur” (1988) y “El viaje” (1992), cuya filmación se vio interrumpida por los seis disparos que le encajaron esbirros del gobierno de Menem. Luego de numerosos galardones a sus películas y a su carrera como cineasta, dirigió “La nube” (1998), y los documentales “Memoria del saqueo” (2003) y “La dignidad de los nadies” (2005). Imparable, hizo después “Argentina latente” (2007), “Próxima estación” (2008), Tierra sublevada (2009), La guerra del fracking (2013), entre sus catorce documentales y ocho películas de ficción.

Como afirma María Luisa Ortega en “Una (nueva) cartografía del documental latinoamericano”: “El caso de Solanas es significativo porque encarna uno de los factores que ha reactivado la producción documental sociopolítica contemporánea: el sentimiento de un nuevo estado de emergencia, provocado por el neoliberalismo económico y el arrastre de un sistema socialmente injusto, al que se vuelve a responder con el arma de un cine capaz de documentar la miseria, compartir las luchas a pie de calle y generar conciencia entre los espectadores”.

Pino Solanas murió el 6 de noviembre a los 84 años en París, donde ejercía las funciones de Embajador ante la Unesco. Es otra víctima del Covid-19 en un país que -al igual que otros de Europa- se tomaron las cosas a la ligera y ahora pagan las consecuencias de la segunda ola de coronavirus. “Amigos sigo en terapia intensiva. Mi estado es delicado y estoy bien atendido. Sigo resistiendo. Con mi mujer, Ángela, que también se encuentra internada, queremos agradecer los apoyos a todos. No dejen de cuidarse”, fue su último tuit el pasado 21 de octubre.

(Publicado en Página Siete el domingo 29 de noviembre del 2020)

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En mi caso, que tengo la prioridad de los años,
me tocará partir en el momento menos pensado ni deseado,
partir en esa gira teatral de la que nunca ya se regresa.
—Liber Forti

 

26 diciembre 2020

Cría cuervos

Dice el dicho: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”. En la política boliviana puede aplicarse con holgura.

Es lo que está sucediendo en el interior de esa masa amorfa que compró la sigla falangista Movimiento al Socialismo (MAS) para entrar en la política de este siglo, y es un ejemplo de lo que ocurre luego de casi tres lustros de desgobierno donde, por una parte, regía el absolutismo de un cacique que se hacía amarrar los cordones de los zapatos, y por otra, una licencia tácita que disparó el contrabando y el narcotráfico para crear la sensación de “hay plata, estamos bien”.

El heredero de esa era oscura no es un delfín sino un cuervo: fue criado durante catorce años como responsable del manejo de la bonanza económica. La propaganda oficial lo presenta como el autor de la estabilidad, mientras colapsaba la industria nacional y el país perdía millones por el contrabando, debido al espejismo de un dólar anclado en 7 Bolivianos. La historia pondrá en su lugar al responsable de haber convertido el oro en latón.

Dibujo de Abecor en Página Siete

El efecto de esos 14 años se sentirá durante otros 14 años, por lo menos. Pero las consecuencias políticas dentro del movimiento que gobierna ya se están sintiendo: los cuervos se están arrancando los ojos a silletazos y no dudan en amenazar a su creador, el omnipresente Jefazo, que con dedazos sigue tomando decisiones. La concepción de que el Estado es un botín impera en la mentalidad masista en todos los niveles. En el partido que gobierna hay una bomba de tiempo que podría implosionar.

Por mucho que el flamante presidente quiera lavarse la cara y presentar una máscara nueva de tecnócrata preocupado por la suerte económica del país, está rodeado de miles de militantes que exigen cuotas y no dudan en enfrentarse entre ellos mismos en disputa por la escalera que sube a los puestos de poder. “Aunque sea me consigues un puestito de portera”, se escucha en la grabación filtrada de la conversación telefónica de una ex funcionaria del MAS.

Los “intensos debates” en el MAS...

La confrontación entre azules no tiene que ver con corrientes ideológicas ni principios. Una nueva ola de masistas, germinada en la nueva burguesía chola durante el largo periodo de autoritarismo, reclama su derecho a una tajada de la torta del poder.

El mismo día de la posesión del primer gabinete de ministros nombrado por el nuevo presidente Luis Arce Catacora, empezó la disputa por pegas dentro del Movimiento al Socialismo (MAS):

El Movimiento Al Socialismo (MAS) de la ciudad de El Alto, manifestó su desacuerdo por la conformación del gabinete de Arce. Un dirigente amenazó que exigirán el carnet de militancia a las nuevas autoridades ya que se pretende ‘sacar a las manzanas podridas’ de las filas del partido de gobierno.

Dibujo de Abecor en Página Siete

Cada “movimiento social” exigía 4 o 5 ministerios, al extremo de que el propio presidente electo declaró que necesitaría medio centenar de ministerios para satisfacer a todos. Ahora que ya han sido repartidos, los militantes masistas están enfrascados en la pelea por otros puestos: embajadas, viceministerios, direcciones y candidaturas para las elecciones subnacionales que están a la vuelta de la esquina. 

Los grupos de poder están divididos en tres corrientes lideradas por personajes del anterior gobierno: la figura tutelar, Evo Morales, será la piedra en el zapato de Arce Catacora, que tiene sus propios seguidores, pero también está David Choquehuanca con su discurso místico-originario. A García Linera no le quedó más que seguir pegado como lapa a Morales, pues no tiene futuro político propio. 

Cuatro cosas tienen en común las tres tendencias de la militancia azul: la angurria por el poder, la falta de ética, el odio revanchista y la ausencia de ideología. Lo demás es puro discurso hueco.

El discurso anti-imperialista que reivindica un falso relato de izquierda que se vende bien, no hace sino esconder bajo un barniz “políticamente correcto” la naturaleza violenta del movimiento azul que ha regresado más sediento de poder que antes.

(Publicado en Página Siete el sábado 28 de noviembre de 2020)

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Quien vota a los corruptos los legitima, los justifica
y es tan responsable como ellos.
—Julio Anguita

 

 

20 diciembre 2020

Cuando los autocines quedan solos


 En septiembre, después de décadas, viví la experiencia inusual de ir a un autocine, nada menos que para ver el estreno en Colombia de "Cuando los hombres quedan solos" de Fernando Martínez y Viviana Saavedra. La cinta boliviana fue presentada por uno de sus actores, el colombiano Toto Vega (actor muy conocido en la televisión colombiana) , y a mi me pidieron que diga unas palabras para inaugurar el acto. En vez de aplausos se encendían las luces de los vehículos y se escuchaban bocinas. Fue una rara sensación de hablarle a una cantidad de autos sin poder ver a las personas.  Es otro de los rasgos curiosos de la pandemia. 


Bajo una fina llovizna y evitando enfangarse en el terreno resbaloso del Autocine Cajicá, medio centenar de autos con bolivianos y colombianos participaron en la experiencia. Ahora que las salas de cine comienzan a abrir sus puertas con restricciones de bioseguridad, los días de los autocines están contados. De ahí que la experiencia fue interesante, aunque no necesariamente cómoda. 

No voy a abundar sobre "Cuando los hombres quedan solos" el primer largometraje que aborda el golpe militar de García Meza desde la mirada de los paramilitares, porque ya publiqué mi comentario a principios de 2020, antes de la pandemia. Solo quiero añadir que se trata de una coproducción entre Bolivia y Colombia, y que en las coproducciones radica la posibilidad de seguir haciendo cine en América Latina ya que podamos ver nuestro cine en varios países, sin depender de las grandes distribuidoras controladas desde Estados Unidos.

Hubo una década de oro, cuando eclosionó en el mundo el Nuevo Cine Latinoamericano y vientos de intercambio favorecieron el desarrollo de nuestras incipientes cinematografías. No solo en nuestra región, también en Europa, en América del Norte, en Asia y en África, se comenzó a construir una nueva cinematografía más cercana a la problemática social y política. Había una enorme curiosidad por conocer esas nuevas experiencias y esos nuevos cineastas de la Nouvelle Vague francesa, del Neorrealismo italiano, del Free Cinema inglés, del Cinema Novo de Brasil, del naciente cine cubano, de las experiencias atrevidas en los países del bloque socialista, que desafiaban a la censura.

En las décadas de 1960 y 1970 el interés mundial de los espectadores por un cine emergente coincidió con una sociedad ampliamente progresista, alineada con las grandes tendencias de cambio social y la utopía de un mundo mejor. Por ello, los estrenos en Europa de películas latinoamericanas, africanas o asiáticas atraían mucho público y eran pate de las prácticas cotidianas de estar comprometido en favor de la justicia social, de los movimientos feministas o del medio ambiente, y contra las guerras de ocupación, contra las dictaduras militares y las formas de censura y represión.

 En los propios países, el público se presentaba como avalancha en las salas de cine para ver películas propias, y organizaba manifestaciones callejeras cuando la censura militar o municipal se abatía sobre alguna producción del cine nacional. No se explica de otra manera el éxito inédito en salas comerciales de “Chuquiago” de Antonio Eguino, con medio millón de espectadores en un país que entonces no tenía más de 6 millones de habitantes.

Pero eso no duró más de un par de décadas. La fascinación por las grandes producciones de Hollywood volvió a imponerse, apoyada por el surgimiento de centros comerciales con tiendas, patios de comida y multicines con 24 o más salas, a lo que se sumó la llegada de las nuevas tecnologías que alentó el consumo en casa de las películas taquilleras y una piratería galopante que permitió el acceso a miles de películas que las salas de cine comerciales no estrenaban porque no era negocio.

El público le dio la espalda a las producciones nacionales aunque la calidad técnica de éstas se superó paulatinamente y las ayudas a la producción se multiplicaron. Si antes se hacía en Bolivia, con mucho esfuerzo, un largometraje que costaba 100 o 200 mil dólares, ahora no es raro que los films se beneficien de presupuestos de desarrollo, preproducción, postproducción, distribución, etc, que alcanzan a veces un millón de dólares. Y a pesar de ello, no aumenta el público para el cine nacional.

La pandemia no ha hecho sino agravar una situación que ya existía y postergar las posibilidades de recuperación. Se ha puesto de moda la retórica de una “nueva normalidad”, pero no está acompañada necesariamente de la creatividad que requiere para que los cambios necesarios lleven a una mejor situación. En el dominio de la producción y distribución cinematográfica, quizás regresemos simplemente a la vieja normalidad descrita más arriba, con el añadido de los gigantes de distribución como Netflix, Disney y otros, que harán que la gente se quede cada vez más en la casa para ver películas y series cómodamente arrellanados en sus sillones, con el celular a la mano.

Por ello los autocines tendrán una vida corta y es una experiencia que vale la pena vivir alguna vez en la vida. Los emprendedores que en este periodo pandémicos han invertido en ellos lo saben, por eso no han exagerado en gastos. Muchos de estos autocines se han instalado en grandes estacionamientos de centros comerciales o en lotes de terrenos baldíos en las afueras de las ciudades, sin ofrecer todo que lo los atocine de las décadas de 1940 o 1950 ofrecían. Ahora las pantallas LED son mejores, más brillantes y llamativas, y el sonido se transmite a través de una frecuencia modulada (FM) de radio en cada automóvil.

Apenas empezaron a funcionar en varios países, se anunciaron las medidas de apertura de las salas normales, a veces con medidas de distanciamiento y bioseguridad obligatorias, y a veces irresponsablemente, como en Europa, donde los casos de contagio por coronavirus han vuelto a multiplicarse por miles.

No nos engañemos, esta experiencia de autocine, atractiva porque retoma algo que ya se había perdido en caso todo el mundo, no significa un retorno al pasado, sino un incipiente intento de recuperar pantallas públicas para espectadores cada vez más encerrados sobre sus plataformas digitales. Ese camino es el que no tiene retorno.

Estamos lejos de los autocines del siglo pasado. El primero del que se tiene noticia se creó en 1915 en Nuevo México y tuvo corta duración.  A principios de la década de 1930 se depositaron varias patentes para autocines en diferentes lugares de Estados Unidos, que solían fracasar por problemas técnicos, sobre todo de sonido. En realidad, la eclosión se produce después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la reactivación de la economía de Estados Unidos implicaba la expansión del consumo de enseres domésticos y carros. La necesidad de vender más vehículos y activar una industria automotriz que llegó a ser la más grande del mundo, llevó a “reinventar” entonces necesidades innecesarias para estimular el consumo. Así, la venta masiva de automóviles se apoyaba en la posibilidad de hacer muchas cosas sin bajarse del vehículo: comprar hamburguesas o pizza, sacar dinero de un cajero, pasar por una farmacia y, por supuesto, ir al autocine.

Hoy son tiempos diferentes porque la pandemia ha traído todo a la casa con ayuda de las plataformas digitales y las entregas a domicilio. Las transacciones bancarias y comerciales se solucionan en la pantalla del celular o de la computadora (ya ni siquiera por teléfono), las teleconsultas médicas o la educación a distancia también llegaron para quedarse, y por supuesto el cine en la casa. Ahora si que el cine se está reinventando, y los autocines no son sino una experiencia pasajera.

(Publicado en Página Siete el domingo 4 de octubre de 2020)

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En la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa
si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón.
—Mario Vargas Llosa