24 septiembre 2019

El testigo

 Colombia no ha cesado de buscar La Paz desde que comenzó la guerra hace siete décadas, con un saldo de 261.619 muertos, de los cuales 214.584 eran civiles, víctimas de masacres, desapariciones forzadas, secuestros y mucho más. La firma de los Acuerdos de Paz y la polarización generada a raíz de la reincorporación de los actores armados a la vida civil, no es sino una etapa en un largo proceso donde los ciudadanos que no estaban en ninguno de los bandos militarizados, solo querían regresar a una situación de paz y conciliación. 

Los tambores de la guerra suenan todavía porque se trata de un negocio y de una estrategia política. La derecha colombiana comenzó la guerra en los años 1940 cuando despojó de sus tierras a campesinos e indígenas. Luego llegaron las FARC, el ELN, el M19, las autodefensas y otros actores armados para hacer lo mismo que habían hecho los terratenientes: expulsar a la población rural, ocupar ilegalmente el territorio, crear una situación caótica con cientos de miles de desplazados que se asentaron en la periferia de las ciudades. 

El fotógrafo Jesús Abad Colorado puso su cámara y arriesgó su vida al servicio de la búsqueda de paz. Corrió todos los riesgos que supone andar con una cámara en zonas de actividad armada, para documentar a lo largo de varias décadas los diferentes rostros de la guerra. No solo la parte sangrienta y la muerte, sino lo cotidiano del dolor, pero también de la esperanza. 

En un país que, con sinceridad, busca restañar heridas y comenzar una nueva etapa, se puede tener una Comisión de la Verdad genuina (presidida por el sacerdote Pacho de Roux, una de las personalidades más respetadas), y se puede tener un Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, compuesto por varias instituciones de prestigio y solvencia ética. Nada que ver con la payasada que se ha montado en Bolivia para eximir de culpa a las dictaduras militares y cargarla sobre los gobiernos llamados “neoliberales”. 

En Colombia, a pesar de las tensiones y contradicciones que se agudizan con las amenazas a la sostenibilidad del proceso de Paz, se puede montar “El testigo”, una gran exposición de fotografías de Jesús Abad Colorado en el Claustro de San Agustín, exactamente al frente de la Casa de Nariño (el palacio presidencial). A pesar de un gobierno de derecha como el de Duque, manipulado por el sector más conservador del país representado por el ex presidente Álvaro Uribe, se puede mostrar sin tapujos lo que fue la guerra que afectó a todas las familias colombianas y que ha quedado aún en los más jóvenes, como un trauma subconsciente no siempre asumido. 

Se trata de una “antología fotográfica” reunida bajo la curaduría de María Belén Sáez de Ibarra, que incluye una selección de imágenes realizadas entre 1992 y 2018. 

He quedado maravillado con la calidad del fotógrafo, pero más allá de sus imágenes, con la maestría de la curadora de la exposición. Esta no es solamente una muestra de fotografías sino un recuento de una historia que no debe repetirse. La manera como ha sido montada la exposición es tan desgarradora, que hay personas que no pudieron verla en su integridad en una sola vez: tuvieron que volver para asimilar el conjunto. 

Y no se trata de que las imágenes sean chocantes o burdas. No hay crónica roja aquí, sino un discurso de imágenes, textos y cuadros estadísticos, finamente hilvanado de manera que apela a la Paz, pero con memoria. 

“Soy periodista, soy fotógrafo; durante muchos años la fotografía ha sido la forma de contar la historia de este conflicto. Estas son fotografías dignas, hechas a pie, como se hace el periodismo; tienen el nombre y el rostro de personas cuyo dolor he compartido”, dice Jesús Abad Colorado en la presentación de la muestra, definiendo claramente su posición. “Este es mi testimonio. Aquí están las víctimas que han sido banalizadas y que yo aprendí a enfocar, a ver con mi ojo y con mi corazón. Aquí las registré y las documenté para que nadie pueda decir después que no supo lo que ocurrió”.  


Las principales salas de la muestra han sido decoradas con estructuras de papel que se elevan como troncos de un árbol sin follaje, cuyas raíces buscan el subsuelo mientras sus ramas se topan con el techo. En medio de ellas el visitante puede imaginar tentáculos que cumplen la función de facilitar la circulación y de separar los diferentes conjuntos fotográficos, porque la muestra no está organizada en orden cronológico, ni por zonas de conflicto, sino por temas. 

El propio fotógrafo ha querido realizar ese tejido de sus imágenes con testimonios de quienes padecieron la violencia. Esas frases que están dispersas a lo largo del recorrido son tan fuertes como las propias fotografías: “En Colombia yo no he podido saber quién es Caín y quien es Abel”, dice una de ellas. Y otra: “No me dijeron ‘lo vamos a enterrar’, sino ‘lo vamos a sembrar’, lo regresan al lugar donde está su ombligo, con una planta de borojó”. Y otra más: “A los padres les faltaban brazos para abrazar a sus hijos y protegerlos”. 


Los horrores de la violencia están expuestos en el conjunto de fotografías, pero “el diablo está en los detalles”, como dice el dicho anglosajón. La fotografía de un zapato cubierto de musgo, junto a otra fotografía de un horno de ladrillo, probablemente no nos diría mucho si no pudieran conjugarse con testimonios como este: “En Villa del Rosario, Norte de Santander, encontré un árbol con una inscripción de las AUC (autodefensas paramilitares). En sus alrededores había ropas y zapatos de campesinos a quienes los paramilitares, acusándolos de guerrilleros, torturaban y desmembraban. Sus cuerpos eran luego incinerados, para desaparecer cualquier evidencia, en unos hornos crematorios ubicados a pocos metros”. 


El horror de la violencia en Colombia supera numéricamente el de todos los muertos y desaparecidos durante las dictaduras del Cono Sur de América Latina. Además, la guerra interna en Colombia tuvo el ingrediente perverso de los desplazados, millones de personas que dejaron sus casas y sus tierras en áreas rurales para incorporarse a la marginalidad de las ciudades. Me ha tocado estar cerca del conflicto armado en 2006, cuando hice el documental “Voces del Magdalena” en una zona todavía convulsionada por los enfrentamientos. A lo largo del Magdalena Medio, en el Carmen de Bolívar, pero también en las Comunas de Medellín, que visité varias veces en periodos más y menos violentos, he visto rostros como los que muestra Jesús Abad Colorado, muchos demacrados por el dolor, pero también otros iluminados por la esperanza. Por ello su muestra fotográfica concluye con una frase en grandes letras: “Y aún así, me levantaré”. 

(Publicado en Página Siete el domingo 15 de septiembre 2019)
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Sucedió en el nordeste antioqueño.
Por enésima vez, la guerrilla del ELN dinamitó el oleoducto Caño-Limón Coveñas
y durante una hora el petróleo estuvo fluyendo. Bajó de la montaña y llegó al río.
Todo se llenó de gases y vino la explosión que consumió el bosque y parte del pueblo.
La gente buscó el río, pero estaba convertido en fuego.
—Jesús Abad Colorado

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