09 julio 2019

Moro mayor

 Fue mi maestro pero mentiría si quisiera reclamar algún privilegio, porque fue también generoso mentor de tres generaciones de especialistas en comunicación, no solo en Bolivia: Luis Ramiro Beltrán es un referente latinoamericano y mundial. 

Cariñosamente me llamaba “Moro menor” y yo le decía con respeto y cariño “Moro mayor”, reconociendo no solo que él tuvo el apodo 20 años antes que yo, sino que en nuestro campo común de actividad me superaba con creces. Jugábamos a ser los únicos dos “moros” de Bolivia, además de una cantidad de caballos. 

Sería ocioso gastar estas pocas líneas reiterando su biografía. Bastará decir que aquel adolescente que se hizo periodista a los 12 años de edad, rompió su capullo de crisálida y echó a volar transfigurado en uno de los especialistas de la comunicación más importantes de América Latina, polinizando aportes teóricos y políticas nacionales que marcaron un punto de inflexión en la comunicación para el desarrollo. 

Celebrar a Luis Ramiro en estas fechas tiene mucho sentido porque nació un 11 de febrero de 1930 en ese Oruro que se insurreccionó contra la corona española un 10 de febrero de 1781. Y un 12 de febrero se casó con la mujer de su vida, Nohorita Olaya, luego de un largo romance clandestino autoimpuesto por una promesa que le había hecho a su madre, la intrépida Betshabé Salmón de Beltrán, feminista adelantada a su tiempo. 

Doña Becha formó al único hijo que le quedó luego de la muerte accidental de Oscar Marcel, un año menor, y puso su vida en manos de Luis Ramiro, el hombre que sostuvo el hogar cuando Luis Humberto, su padre, se fue a la Guerra del Chaco para no regresar más. En 1937 doña Becha cumplió la promesa de encontrar sus restos en Paraguay y repatriarlos a Oruro. 

La vida nos permitió querernos y encontrarnos muchas veces en ciudades diferentes. El “Moro mayor” era bromista y fiestero, podía cantar en quechua o guaraní según la ocasión, acompañándose con algún tambor improvisado para encantar a su audiencia. Y a la vez era un investigador obsesivo compulsivo y perfeccionista que preparaba durante meses una conferencia o artículo. Un “fatiguillas”, como le decía su amigo Mago Baptista Gumucio. 

Los más cercanos pudimos acompañarlo en sus últimas horas, muy duras, el 11 de julio de 2015. No nos dejó solo textos y enseñanzas teóricas invalorables, sino su lectura generosa de la vida y de la amistad. 

(Publicado en la revista Rascacielos de Página Siete, el 10 de febrero de 2019)
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Es una forma de la desventura,
venir a la vida
con todas las condiciones
necesarias
para salirse de ella. 

—Edmundo Aray