12 agosto 2018

Memoria interesada

  Tengo la seguridad de haberlo escrito antes: hacer teatro en Bolivia es cosa de locos. Quizás no lo dije con esas mismas palabras, pero me parece que ensayar una obra 30 veces para representarla solo 5 o 6 veces, no es cuerdo. 


En esa ecuación se topan dos actitudes contrapuestas: por una parte el deseo (heroico) de expresarse que tienen los autores, directores y actores de teatro, y por otra la indiferencia lastimosa e hiriente de un público boliviano que se abalanza con entusiasmo para ver el último bodrio producido en Hollywood, pero no tiene siquiera la curiosidad de acercarse a una obra de teatro (o a una película nacional, ya que estamos). 

Nadie pretende que en un país donde el paladar cultural de la gente se empobrece cada día y donde reina cada vez más la chabacanería y el mal gusto en la arquitectura y en las artes en general, las obras de teatro alcancen cifras de espectadores astronómicas. No quiero siquiera comparar nuestras pobretonas ciudades con capitales de lujo como Buenos Aires que cuenta con 186 salas de teatro, o Ciudad de México que ofrece 170 museos y 43 galerías. Comparemos con otras ciudades de “nuestro tamaño” y veremos lo mal que estamos a pesar del esfuerzo de artistas y creadores, y gracias a la política “cultural” del “proceso de cambio” que privilegia el fútbol y el Dakar por encima de lo demás.  


Lo otro que escribí en otra ocasión, es que admiro el tesón de Marcos Loayza, creador compulsivo que si no está haciendo cine está haciendo teatro, y en medio de ambas actividades dibuja compulsivamente en cuadernos que son ejemplares únicos de arte-objeto, maravillosos reservorios de expresiones que desbordan de ingenio, humor y belleza. 

No hace mucho que Loayza estrenó Averno, su reciente largometraje de ficción y ya nos provoca nuevamente con Desmemoriados, una obra de teatro escrita por él, con las actuaciones de Antonio Eguino, Raúl Pitín Gómez, Antonio Peredo y Mariana Vargas. No es casual que en el primer párrafo mencioné que en Bolivia las obras de teatro se ensayan 30 veces y se representan 5 o 6 veces, porque es exactamente lo que sucede con la obra de Loayza. 


El punto de partida de Desmemoriados es sencillo: Héctor, un octogenario interpretado por Antonio Eguino, visita a Manuel (Gómez), amigo al que no ha visto en medio siglo, desde las movidas décadas de 1960 y 1970. Recibido por un hijo desconfiado (Peredo), Héctor no acierta a explicar el motivo de su visita luego de tanto tiempo. Un whisky de por medio hace que suelte un poco su lengua para alegar que ha pasado muchos años tratando de encontrar a su amigo de juventud y que quiere verlo para darle un abrazo y hablar de cosas que vivieron juntos. 

Pero Manuel, en silla de ruedas, amargado por la vida y cascarrabias, no tiene ningún interés: “Quién es ese viejo, dile que se vaya”, le ordena a su hijo, mientras Héctor lo mira con paciencia y de rato en rato trata de abrir un resquicio en la memoria de su amigo, recordándole los alias que usaban cuando militaban en la guerrilla, los nombres de compañeros y compañeras y las acciones violentas que ejecutaban convencidos de que la lucha armada era el único camino. 


El hijo de Manuel se va enterando de cosas que su padre nunca le había contado, no porque las hubiera olvidado sino porque quería olvidarlas. La memoria de Manuel construyó un muro, la de Héctor construyó una ventana. Esa ventana que Héctor quiere abrir en el muro de Manuel parece motivada por nobles sentimientos: la amistad entrañable y la memoria compartida.  Quizás también por la soledad: uno se pone viejo y va perdiendo amigos del alma hasta que mira a su alrededor y se da cuenta de que ya no queda ninguno, o quizás queda alguno al que vale la pena buscar para sentir que el mundo no ha desaparecido por completo. Refrendar la memoria propia en la memoria de otros es una tabla de de salvación. 


Esos sentimientos parecen animar el reencuentro de Héctor con Manuel, y a ratos percibimos que la terquedad de Manuel podría ceder, que su memoria podría abrirse para –en medio de tanto resentimiento y amargura, restablecer un puente caído, recuperar con la memoria un horizonte de vida antes de que sea demasiado tarde. 

Sin embargo, hay un súbito agotamiento en la exploración que hace la obra sobre dos andamios que podían construir una historia sólida: la amistad y la memoria.  Los dos ejes hubieran permitido a Loayza desarrollar una narración interesante, pero quizás con el ánimo de darle fin (aunque es una obra de apenas una hora), Marcos introduce un elemento que echa por tierra los valores humanos para reducirse a los monetarios: Héctor confiesa que su acercamiento a Manuel luego de varias décadas tiene un objetivo interesado: que Manuel recuerde qué pasó con una maleta llena de dólares, producto de una acción guerrillera. 


Esto, si bien ayuda a concluir la obra, hace desmoronar los andamios. Cuando el diálogo parecía ponerse interesante y cuando Manuel daba señales de recordar y un brillo de memoria parecía reanimarlo, la obra concluye de manera abrupta con el asunto de la maleta: la memoria de Héctor era una memoria interesada, no una memoria generosa. 

En conversaciones que he sostenido con Marcos a propósito del final de su película Averno, ha admitido que le cuesta en sus obras definir cómo terminan. Esto se aplica también a Desmemoriados, donde pierde la oportunidad de hacer un ensayo sobre la memoria y también sobre la amistad. 


Desde la primera parte vemos que el director busca un camino sin encontrarlo plenamente. Los diálogos en las visitas de Héctor son repetitivos y dejan la impresión de que la construcción dramática no progresa. Cada personaje se aferra al mismo discurso: Héctor sin explicar el motivo real de su visita, Manuel echando de su casa al amigo y el hijo de Manuel buscando comprender qué es lo que une a ambos.  Los diálogos giran en círculo, no avanzan. 

En mi propia reconstrucción de la obra como espectador, yo hubiera esperado que las palabras de Héctor abrieran pequeñas ventanas en el muro tapiado de Manuel, y que esas ventanas terminaran multiplicándose hasta que ambos amigos recuperaran algo más valioso que una maleta llena de dólares: la memoria de una complicidad política y de una amistad que sobrevive al paso del tiempo. 


Las actuaciones son buenas, aunque la dirección de actores impone a Pitín Gómez ese personaje que no cede un milímetro de su posición inicial y repite hasta el cansancio las mismas frases. Antonio Eguino interpreta a Antonio Eguino, lo cual fluye con mucha naturalidad hasta en su manera de pedir un whisky. Al final, el personaje secundario de Antonio Peredo es el que muestra mayor versatilidad, más evolución y un cierto espesor sociológico. 

(Publicado en Página Siete el domingo 5 de agosto de 2018)

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Cada uno tiene el máximo de memoria
para lo que le interesa
y el mínimo para lo que no le interesa.
— Arthur Schopenhauer