15 julio 2018

La Paz en este día

        Lo que sigue es el prólogo que escribí para el libro La Paz mágica y rebelde (2017) de mi amigo Rolando Costa Arduz, en cuya presentación participé el 16 de febrero de 2018 en el salón de honor de Los Amigos de la Ciudad. Por la extensión del texto, no cabía en los suplementos de los diarios, pero ahora es una buena fecha para publicarlo en este blog que, además, suele tener más lectores que los diarios.

Paceño de pura cepa (sanpedreño, si cabe el término), Rolando Costa Ardúz tiene un linaje que lo une indisolublemente a la ciudad de La Paz, cuna de la independencia boliviana y hoyada de magníficos paisajes coronados por el Illimani, pero también una vapuleada sede de gobierno, festín de los políticos, manzana de la discordia del regionalismo, ciudad amada por unos y odiada por otros, encaramada a casi cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar y librada en su topografía a la indiferencia de dios y a las acciones malevas de sus habitantes que mantienen con ella una relación ambigua, a la vez de fascinación y depredadora.

En este nuevo libro, el número 57 de su extensa producción, Rolando reúne textos, conferencias, entrevistas y otros documentos que ha producido a lo largo de varios años para explicar La Paz desde tres ángulos: su historia, su topografía y sus tradiciones.

Escribir esta presentación ha sido un ejercicio de diálogo. Mi texto conversa con los textos de Rolando Costa Ardúz y lo hace desde la misma premisa de la que parte todo diálogo sincero: tenemos visiones disparejas sobre algunos aspectos, pero complementarias. Rolando ejerce la fascinación por una ciudad que ha conocido al dedillo, con sus secretos y su magia, y yo hablo de mi propia experiencia para decir que esa ciudad ideal lamentablemente ya no existe, la hemos dilapidado. En este contrapunto entre su visión y la mía quisiéramos contribuir a la toma de conciencia sobre lo que la ciudad ha sacrificado y sobre lo que podría aún recuperar.

La historia rebelde de la ciudad es quizás la parte más novedosa de este libro escrito por alguien que ha recorrido con los ojos y con la memoria miles de páginas amarillentas en archivos que guardan el rastro de una historia de nobleza pero también de traiciones, como toda historia que trasciende. No duda en polemizar, en ejercer una defensa cerrada y bien documentada del grito libertario del 16 de julio y de la figura emblemática de Murillo, denostado por el integrismo indigenista.

También se ocupa de topografía indómita que alardea con sus contrastes de formas y colores, austera, muy poco verde y más bien pedregosa y filuda, que se eleva al cielo como un reclamo. Indómita –habría que agregar hoy- solamente hasta hace algunas décadas, porque las más recientes han visto desaparecer sus cerros para dar paso a planicies con proyectos de urbanismo irracional, y sus quebradas y laderas han sido avasalladas por construcciones de ladrillo visto que le otorgan la imagen de una ciudad a medias y abandonada a su suerte.

Otra parte del libro destaca las tradiciones propias de La Paz, ricas en historia, misteriosas algunas y lúdicas todas. Fiestas y ferias llenas de ritmo y color, que han evolucionado en muchas direcciones, fortaleciéndose en algún caso y en otros perdiendo su espíritu original. Rescatarlas es un deber de todos los habitantes de la hoyada, porque muchas se han desvanecido.  Mientras leía el texto de Rolando mi curiosidad aumentaba frente a la mención, por ejemplo, de la “nogada de bacalao” o de la pastelería que incluía sugerentes delicias como “tetitas de monja” o “cojones de obispo”. Vaya uno a saber cómo eran y por qué recibieron nombres tan jocosos. La pena es que ya no existen.

Historia rebelde

El rigor histórico de Rolando Costa Ardúz en la primera parte del libro es apabullante, pero también lo es la pasión con la que defiende la historia de la ciudad como cuna de la libertad de Bolivia.

Acucioso investigador, ha pasado años cotejando documentos en archivos para establecer con el aplomo de la información rescatada e interpretada, el papel que cumplió a Junta Tuitiva y Pedro Domingo Murillo en la proclama que fue la base para la independencia del Alto Perú.

Proclama de la Junta Tuitiva
No duda Costa Ardúz en descartar de la manera más categórica que la independencia se hubiera iniciado el 25 de mayo de 1809 en Sucre y consolidado un año más tarde, en 1810, en Buenos Aires. Si de antecedentes se trata nos dice tendríamos que remontarnos al juramento de Bolívar en el Monte Sacro en 1805, cuando expresa que no dará “descanso a su brazo ni reposo a su alma” hasta romper las cadenas del yugo español. Para el autor, el verdadero inicio de la revolución libertaria no está en Charcas sino en La Paz, el 16 de julio de 1809.

Para el historiador paceño el 25 de mayo fue una “asonada” mientras que en julio se produjo el “derrumbe de un sistema” y se provocó el “trastorno del orden social tradicional”. El proceso de la independencia no fue el resultado “de la voluntad individual de unos militares que prestaron juramento, ni de unos doctores que iluminaban con su pensamiento el destino de América”, sino de la certidumbre que “adquieren los criollos y mestizos luego de los levantamientos indígenas de 1780”, al margen de las peleas entre españoles.

Costa Ardúz afirma que en la Revolución de Julio de 1809 se manejaba ya la tesis de que los recursos eran propios y no de la monarquía por conducto de los virreinatos, y que ello explica en buena parte la sangrienta represión de que fueron víctimas los protomártires cuya posición de confrontación fue radical. La frase de Goyeneche, “no he de dejar en La Paz más tesoros que lágrimas”, citada en el libro, se tradujo en horcas, descuartizamientos y cabezas de revolucionarios expuestas en lugares públicos.

Junta Tuitiva
La creación de la Junta Representativa y Tuitiva de los Derechos del Pueblo da un paso mucho más radical que el de otros movimientos de rebeldía, que carecían de planes y propuestas para una nueva sociedad. La Junta Tuitiva estableció la igualdad civil y política. Su Plan de Gobierno “preveía el desarrollo económico fomentando la relación comercial con otras provincias del Alto Perú”, eliminando el envío de los recursos recaudados a las autoridades de Buenos Aires. Mientras otros movimientos libertarios buscaban remplazar una monarquía por otra, o un gobierno al otro lado del Atlántico por otro gobierno ajeno en Buenos Aires, el llamado a la independencia de la Junta Tuitiva no admitía maquillajes.

La acción depredadora de los Ejércitos Auxiliares que llegaron de Argentina para aplacar la rebelión parece confirmar la tesis de Costa Ardúz de que no había otra salida para el Alto Perú que una separación del Virreinato de Buenos Aires. De ahí la gesta extraordinaria de los guerrilleros de la independencia, Juana Azurduy, Miguel Ascencio Padilla, Ignacio Warnes, José Miguel Lanza y otros criollos y mestizos que en diferentes provincias del territorio del Alto Perú se organizaron en republiquetas locales para resistir y para continuar la lucha de los protomártires de La Paz: “En suma, la libertad del Alto Perú no fue debida a la acción generosa de los extranjeros que habían abandonado a los guerrilleros en su larga campaña, ni tampoco correspondía al pensamiento de los doctores que colaboraron al régimen colonial hasta pasado el año 1820”.

En este punto hace Costa Ardúz algunas aseveraciones importantes, que podrán ser motivo de polémica dados los vientos políticos que soplan en Bolivia, donde una caprichosa reescritura de la historia está de moda. Afirma, por ejemplo, que “ni los Ejércitos Auxiliares argentinos ni las guerrillas formadas por criollos y mestizos reclutaron jamás indígenas en su organización, en suma, los levantamientos indígenas en el proceso de la independencia en realidad muchas veces sirvieron para acentuar la brecha campo-ciudad o para servir a sus propios intereses y no pueden ser consagrados como grupos homogéneos que lucharon a favor de un sentimiento de independencia como colonia”. Más adelante reitera que “en ninguno de los levantamientos que precedieron a la Revolución de Julio se cuestionó la legitimidad de la monarquía española ni se dio el propósito de organizar un nuevo gobierno”.

Frente a la idealización de la participación indígena en las luchas por la independencia, Costa Ardúz recuerda que los originarios estaban divididos en categorías y que no existía entre ellos una estructura igualitaria. Los caciques aliados a los españoles gozaban de privilegios que no tenían los mitayos y forasteros sin tierra. Los primeros estaban librados de pagar tributos y diezmos mientras al resto se le imponía una servidumbre despiadada, de la cual la iglesia era cómplice.

Una parte del texto sobre el proceso libertario está destinada a reivindicar la figura de Pedro Domingo Murillo, según Costa Ardúz denostada y difamada al extremo de que alguna publicación vinculada al gobierno de Evo Morales se arriesga a afirmar que Murillo montó uno de los cuatro caballos que descuartizaron a Túpac Katari. Los nuevos historiadores indigenistas sostienen que Murillo fue soldado en los ejércitos españoles y victimario de indígenas en los Yungas, y que la propia revolución juliana fue contraria a las aspiraciones de libertad de los indígenas. El hecho de haber participado en la defensa de la ciudad durante el cerco de 1781 haría también de Murillo un traidor.

La ética intelectual de Costa Ardúz lo hace dar cuenta de todos esos relatos e interpretaciones, incluso de los exabruptos más notorios, antes de responder a ellos apoyándose en la documentación existente. Su detallada descripción de los documentos y testimonios exime a Murillo de la caracterización de traidor y perseguidor de indígenas. Hace mención de la excomunión de que fueron objeto los protomártires de julio y de la sentencia de muerte del 26 de enero de 1810, como pruebas determinantes de que el poder español los había condenado por representar el paradigma de cambio de sociedad.

Abandonados a su suerte, Murillo y sus compañeros de lucha padecieron el juicio, la condena y la ejecución por colgamiento sin que se produjera en su favor ningún movimiento popular de protesta. De paso, el autor recuerda que ni siquiera los grandes líderes de las rebeliones indígenas y criollas gozaban de la lealtad de todos los originarios. Tomás y Nicolás Katari fueron denunciados por los indios de Pocoata y Augullas, y Bartolina Sisa, Túpac Katari, Túpac Amaru, fueron víctimas de traiciones de los propios indígenas.

Sin duda, los capítulos de este libro vinculados a los episodios históricos de 1809 y 1810 son los más polémicos del libro. Rolando Costa Ardúz es tajante en sus afirmaciones y se siente bien respaldado por las investigaciones que ha realizado. Los historiadores podrán debatir con él sobre sus afirmaciones, de eso se trata cuando uno escribe y publica.

Ciudad mágica y dilapidada

Si los textos, cartas y entrevistas de la parte histórica de este libro están escritos de manera desafiante, decididos a irritar a quienes piensen de otra manera y a establecer con ellos un debate documental “hasta las últimas consecuencias”, la segunda parte aborda la topografía y el escenario físico de la ciudad y de sus alrededores con el lenguaje de un muchacho que escribe cartas de amor a la destinataria de sus emociones románticas y lo hace en un lenguaje poético que transmite ensoñación y encandilamiento.

Escribe maravillado: “Alguna vez he imaginado y así lo he dejado escrito, que dios puso en manos de un loco unas tijeras para que corte papeles de colores a su antojo, para luego entregar esos retazos a un ciego a objeto de que los pegue obedeciendo solo al impulso de su sentimiento y de ese modo estructuró el plano de nuestra ciudad”.

Rolando Costa Ardúz describe la topografía enrevesada y cautivante como un laberinto: “una loca geometría de ondas, de picos, cúpulas y quebradas, terrazas y plataformas que hallan hospedaje en la hoyada irregular y laberíntica, donde la severidad de sus formas otorga la impresión de un caos organizado…”  Y añade más adelante que la ciudad “como una montaña invertida engarza sus raíces en el misterio que la ha convertido en anfiteatro, donde el céfiro musita con solemnidad, clavando en sus cuatro costados los silencios que la hacen serena y soberbia”.

La fascinación del autor por el caos del trazado urbano se expresa a lo largo de su mirada en párrafos no exentos de nostalgia: “La  variedad de las formas que caracolean o serpentean adquiere representaciones distintas según los barrios. Hay calles haciendo genuflexión, otras que parecen haber perdido la brújula, otras que se desplazan de acá para allá, a diestra y siniestra, calles embriagadas haciendo eses y cuando bajan de las laderas haciendo contorsiones y dando volteretas, ejercen piruetas semejando corrientes río abajo, configurando una hidrografía de piedra”. La “tendencia escarpada se ha hecho tan dominante y tiránica para marcar nuestro paso, que hasta nuestros muertos van inclinados cuando suben de espaldas la calle Tumusla, camino al Cementerio General, embarcados en un barco de gusanos con dirección a un puerto desconocido”, escribe vertiendo su experiencia de médico forense sin dejar de incluir algo de humor negro en su relato.

Es una visión idílica la que despliega el autor cuando se refiere a la urbe de “espejos escondidos” donde conviven una ciudad india milenaria y una ciudad mestiza, antes divididas claramente por el rio abierto que atravesaba frente a la iglesia de San Francisco. Todo ello ha cambiado mucho y ambos territorios están ahora confundidos de manera abigarrada y caótica. El río ya no es una frontera territorial, porque su cauce ha sido embovedado y porque en la larga disputa por el territorio a partir de la Revolución de 1952, se ha profundizado el mestizaje que no está determinado por la sangre solamente sino en el poder económico generado por el comercio, por el contrabando y en algunos casos por el narcotráfico. El gran capital no es más el del sistema financiero legal y el de los “viejos ricos” paceños o extranjeros radicados en la ciudad, en su mayoría venidos a menos o emigrados a otros países, sino el de los nuevos ricos de la Avenida Buenos Aires o de El Alto, que recorren las zonas residenciales del sur de la ciudad con maletas llenas de dinero en efectivo para comprar casas, departamentos y tiendas. Los hijos de esta nueva clase en ascenso no van a estudiar a Estados Unidos o a Europa, sino que aprenden chino, viajan frecuentemente al país asiático o se establecen allí, para ayudar a sus familias a hacer negocios de  envergadura.

El texto de Costa Ardúz atribuye a un espíritu rebelde el diseño de las casas en esta ciudad cuyo crecimiento desafía las leyes de la gravedad. Es generoso en esta apreciación que pretende darle coherencia a la incoherencia urbanística. Y tiene razón cuando dice que hay una resistencia generalizada a acatar normas y reglas de convivencia: se construye salvajemente y sin permisos municipales en cualquier ladera deleznable, se cortan los pocos árboles cuyas raíces aún sostenían la tierra para evitar deslizamientos, o se deja a medias construcciones en ladrillo visto para no pagar impuestos. En la improvisada arquitectura aimara de El Alto, que ya es visible en muchos lugares de La Paz, el segundo piso rebasa un metro sobre las aceras, robándoles sin disimulo ese espacio de luz.

La migración galopante desde las provincias hacia la ciudad de La Paz y hacia El Alto ejerce una presión sostenida sobre el medio ambiente y la topografía, y está acabando con los recursos naturales y con los espacios públicos, cada vez más escasos. No solamente es la hoyada la que sufre esas consecuencias, sino que los alcances de la depredación del medio ambiente llegan hasta el Titicaca, el “lago sagrado” contaminado en niveles alarmantes.

Esta ciudad que ha crecido en un tajo profundo de la tierra se ha extendido tanto que ahora desborda por todos sus ángulos en la altiplanicie y sobre las laderas de las montañas vecinas. Se ha desplegado pero no se ha desarrollado racionalmente, porque desarrollarse significaría hacerlo en armonía con la naturaleza y para beneficio de sus habitantes. El concepto contemporáneo del desarrollo sostenible y del desarrollo humano pone como escala de medición al ser humano no solamente con sus necesidades materiales, sino con sus anhelos de convivir en armonía. El desarrollo a secas significa destrucción y depredación, y eso es lo que ha caracterizado a La Paz a lo largo de décadas recientes, a pesar de los esfuerzos que han realizado varias gestiones municipales.

Así como en 1904 se prohibió vestir con trajes indígenas, por considerarlos retrógrados y contrarios “a las buenas costumbres” (¿cuáles serían esas?), también fue paulatinamente excluida la arquitectura propia de los aimaras según nos cuenta Costa Ardúz que probablemente no tenía  nada que ver con la actual neoarquitectura alteña, con influencias y objetos procedentes de China. Y tampoco se respetó en las décadas republicanas aquello que alguna vez fue orgullo de la población de origen español: la Alameda que se encontraba en el extremo sur de la ciudad, una densa arboleda de altos troncos nobles, se fue convirtiendo con el tiempo en el escuálido Prado (Avenida 16 de Julio), cuya gracia actual son unas cuantas jardineras con flores. 

En el cuadro histórico colonial de la Plaza Murillo, donde se concentran lado a lado los símbolos de los poderes del Estado y de la iglesia, se levanta detrás del Palacio Quemado un adefesio de 28 pisos con helipuerto, diseño megalómano y arbitrario que destruyó sin permiso municipal una casa patrimonial para reemplazarla por un paralelepípedo fálico , símbolo del machismo autoritario enviagrado por el usufructo del poder.

Rolando reconoce el escaso valor patrimonial de las calles y edificaciones de la ciudad, porque de la época colonial no quedó mucho, queda poco de la republicana y cada vez menos en este presente de avasallamientos. La ciudad no tiene una arquitectura monumental, “ni siquiera un fachadismo o decoración”, y “su apariencia desgreñada” hace que no haya dos calles iguales, simetría o “techados de la misma camada”. Solamente “contrastes sin refinamiento en los detalles” y pequeños jardines que pugnan por crecer en “calles remendadas”.

Como Medellín y como Quito, La Paz nació rodeada de montañas sobre las que se ha extendido a través del tiempo, como una trepadora de ladrillo, cemento y calamina que se aferra a las faldas verticales y a las pendientes caprichosas. El horizonte se transforma, se afea de día y resulta interesante de noche, cuando se observa la hoyada como un lago de luces.

Alguna vez se podía hablar del “alambique urbano, donde se destila el aire espirituoso de Chuquiapu, que embriaga a sus transeúntes”… como recuerda en su decir poético Rolando Costa Ardúz, pero hoy esa imagen idílica contrasta con los olores nauseabundos que despiden los ríos subterráneos cargados de desechos sólidos y materia orgánica en descomposición.

“¿Por dónde empezar a hablar del sentido de urbanización si se ha perdido la plomada?”, se pregunta el autor cuando alude de manera benevolente a la imposibilidad de “rendir culto a la armonía” y a la “simetría caprichosa, en donde las construcciones se agolpan en una abigarrada colmena”.

Los vehículos saturan el tráfico a extremos insoportables, incapaces de tolerar los semáforos o los pasos de cebra. Las bocinas y las alarmas suenan sin motivo, como si de ello dependiera la vida de alguien. Si acaso hay regulaciones municipales sobre la contaminación auditiva y visual, no se aplican. A ratos uno quisiera vestir el traje de policía para imponer multas, ya que los policías no cumplen con su deber ni conocen las normas.

Ya no refulge en las calles la piedra rectangular de Comanche alisada por el paso de los vehículos. Cada vez más la costra caliente de asfalto cubre esa piedra que le daba a la ciudad una personalidad particular. No olvidaré que semanas después del sangriento golpe militar de García Meza en 1980, mientras cruzaba disfrazado la Avenida Villazón con rumbo al exilio, frente a la Universidad Mayor de San Andrés clausurada por la dictadura, un grupo de trabajadores levantaba los adoquines de Comanche que tantas veces habían servido para que los estudiantes irguieran sus barricadas en tiempos de dictaduras. La dictadura volcó encima el asfalto, y más tarde vino toda la deformación que conocemos como “nudo Villazón”.

Oro transfigurado

Las alusiones que hace Rolando a la novela Felipe Delgado de Jaime Sáenz y a la canción “No le digas” parecen hoy incongruentes. ¿Qué diría Sáenz de su ciudad malversada? La canción incluye versos citados con nostalgia: “dile que en los ríos me viste / lavando oro para su cofre…”

El Choqueyapu, uno de los 320 ríos que surcan la ciudad por debajo pero quizás el más importante, aflora en su cauce abierto a la altura de la gruta en la curva que conduce a Obrajes, como el símbolo de la decadencia y la desidia. Esas aguas que hace medio siglo arrastraban algo de oro son hoy aguas fétidas que solamente arrastran basura. Sobre el cauce flota una espuma blanca formada por los residuos químicos y materia en descomposición. Con esas aguas se riegan río abajo las plantaciones de legumbres.

Como elemento simbólico el Choqueyapu funciona en varios niveles: lo hemos tratado de encauzar, de embovedar y de esconder, pero no de limpiar como hacen las ciudades que aman sus ríos. Esas aguas que se desprenden prístinas de nuestros majestuosos nevados se contaminan a su paso por la ciudad. Cualquiera que haya tenido oportunidad de visitar países donde los gobiernos y los ciudadanos son más conscientes del medio ambiente, puede recordar lo agradable que es caminar junto a los ríos que surcan las ciudades, o tomar una embarcación para recorrerlos. Pocas, es cierto, en América Latina, lo cual en lugar de ser un consuelo es una constatación de que no vamos bien con nuestra visión del desarrollo latinoamericano. Los ríos europeos no siempre fueron limpios como ahora, ya que durante la edad media y el oscurantismo eran también vertederos de aguas servidas y de basura, pero hoy son un lujo de belleza.

La Paz que conoció Rolando Costa Ardúz tenía poco más de cien mil habitantes, era una ciudad limpia pero injusta. La actual sigue siendo una ciudad injusta pero sucia, a pesar de los esfuerzos que ha realizado el municipio en décadas recientes de la mano de alcaldes que sentían una sincera preocupación por la ciudad y que realizaron obras que han tratado de salvarla o por lo menos de detener su deterioro: Mario Mercado, Julio Mantilla, Ronald MacLean, Juan del Granado y Luis Revilla.

La ciudad se ha transfigurado en peligroso desequilibrio y con marcas de irremediable desaparición. En Kantutani ya no hay kantutas, la flor nacional que solía cultivar en su casa nuestro común amigo Ricardo Pérez Alcalá es desconocida por las nuevas generaciones o quizás admirada en las láminas escolares que la equiparan a la bandera nacional. Achumani ya no es el lugar pedregoso de las grandes aguas sino un amplio lecho de río seco convertido en urbanización. El río ha sido supuestamente dominado, encajonado, pero se rebela a principios de cada año y en ocasiones arrastra con violencia puentes y casas, como vengándose de los intentos por amaestrarlo.

Jaime Saenz ©AlfonsoGumucio
El Apumalla ya no es el “río magnífico” sino un cauce contaminado como todos los otros, y si Munaypata siguiera siendo “la altura del deseo” probablemente el metro cuadrado sería el más caro de la ciudad. Los nombres indígenas siguen allí como huellas de un pasado remoto y aunque todos articulamos su sonoridad muy pocos ciudadanos de la hoyada conocen su significado.

La ciudad enigmática de Jaime Sáenz existe en la literatura, pero alguna vez existió en La Paz. Gente de nuestra generación todavía frecuentó El Averno, donde uno podía atravesar la frontera invisible del submundo de Sáenz para tomarse uno o muchos tragos, pero hoy yo no podría encontrar la pequeña puerta de madera, ni siquiera la estrecha calle donde existió.

Testigo mudo

El Illimani se impone como el punto de referencia inevitable, “es el que le da sentido al paisaje”, si no estuviera allí La Paz perdería el faro que la ilumina y sería una ciudad triste, vacía de encantos, despojada de su ángel guardián que tantas exclamaciones admirativas arranca a propios y a extraños. No cabe duda de que La Paz está en medio de un accidente geográfico convertido en espectáculo visual. Narradores como Arturo von Vacano, músicos como Néstor Portocarrero, fotógrafos como Antonio Suárez, cineastas nacionales y extranjeros, y una pléyade de poetas se han regodeado recreando esa montaña majestuosa que de acuerdo a la época del año, del día y de la hora, cambia de fisonomía y sufre metamorfosis propias o inducidas por la tecnología del photoshop. 

Hace pocas décadas todavía existía en La Paz una perspectiva que colocaba en último plano el sombrero nevado de tres picos, visible desde cualquier lugar de la ciudad. No era necesario subirse a ultimo piso de algún edificio para ver el Illimani porque no había edificios y la montaña se podía apreciar desde cualquier punto del Prado o desde la avenida Mariscal Santa Cruz. Ahora hay que subir al Montículo para verlo, o con suerte desde la avenida Camacho. Los edificios, torres de cemento sin arte ni gracia ni espacios verdes, han cegado esa visión y han segado la cresta del Illimani.

El lenguaje que utiliza Rolando es a veces poético y a veces excesivamente técnico, porque en su personalidad dialogan las facetas de creador literario y de historiador. Cuando se refiere a que las “cumbres cordilleranas con su silencio fatigan el horizonte”, nos sitúa en un marco geográfico excepcional. Testigo majestuoso de la historia de La Paz y también de su decadencia, el Illimani es impotente y generoso.  Generoso porque presta su imagen para hacer más amable el paisaje, para que los paceños levantemos la cabeza y desviemos la mirada de lo que tenemos cerca. Por eso las fotos de la ciudad son siempre desde lejos y desde arriba, sin contacto directo con las calles y la gente. Nos enorgullecemos del paisaje, porque no podemos sentirnos orgullosos de la ciudad vivida cotidianamente, la ciudad que contribuimos a destruir con nuestra indolencia.

Todos tenemos una historia que contar sobre esta ciudad que nos aprisiona entre sus montañas, creando en el imaginario añoranzas del mar que no podemos tocar ni oler, o de los bosques tropicales cuya naturaleza les impide desarrollarse aquí donde el oxígeno escasea. En la sobriedad del paisaje hemos aprendido a diferenciar los detalles que emergen de la rusticidad del entorno: los cerros cuyo color los distingue, los cielos límpidos o cargados de electricidad según las estaciones, los ecos de la vida cotidiana que retumban en el espacio hundido donde se ha desarrollado la ciudad que en décadas recientes escapa hacia abajo siguiendo el cauce de los ríos, o desborda sobre el altiplano como en un juego salvaje sin reglas ni compromisos.

Memoria contrastada

Quisiera inventar otros títulos para el libro de Rolando, por ejemplo, “La Paz mágica y huérfana”, que den cuenta de su carácter contradictorio, de su vida cotidiana malbaratada por sus propios habitantes, como se puede constatar cuando uno la recorre más allá de los ámbitos que luchan por conservar los rasgos nobles de su historia.

“Este país tan solo en su agonía”, decía Gonzalo Vásquez Méndez en un poema dedicado a Bolivia. Algo así podríamos decir de La Paz los que hemos visto su transformación en la últimas cinco décadas.

Alfonso Gumucio, Rolando Costa Arduz, Eduardo Machicado y Luis Rico
Nuestras memorias, las de aquellos que tenemos la edad para contarlas, comienzan con una ciudad pequeña, tranquila y señorial. Todavía tuve la suerte de ver a hombres humildes que lavaban oro de cuclillas en el margen del Choqueyapu, para rescatar esa arenilla brillante y cotizada que podía extender día a día su sobrevivencia. Pasaban horas allí, moviendo circularmente la arena del río en platos de metal. Como nos recuerda este libro, el oro fue una de las razones por las que la ciudad se trasladó a la hoyada a los pocos días de su fundación inicial en el poblado de Laja. Otra de las razones, abrigarse del clima inhóspito del altiplano y bajar cuatrocientos metros a una altitud un poco más benigna y menos agresiva para la salud de las personas.

Mi padre, con un agujero enorme en los pulmones debido a su largo historial de fumador, solía decir: “Prefiero vivir tres meses más en La Paz, a seis meses en Cochabamba y nueve en Santa Cruz”.  A ese punto este cochabambino de nacimiento se adaptó a la ciudad en la que hizo su vida de adulto, y aunque su carácter visionario sobre el desarrollo nacional lo llevó a proyectar grandes cambios estructurales en el oriente y en los valles, La Paz fue el asiento de su potencial de planificación, sencillamente porque el poder (de hacer) estaba aquí.

Fue muy triste para mi, obrajeño acostumbrado a pasear cerca del río y a robar frutos de las huertas aledañas en expediciones que hacíamos con los amigos del barrio, reconocer que las cosas habían cambiado. Una vez encontré una caja de zapatos con un bebé estrangulado y tirado al río Choqueyapu, donde unos perros se disputaban el botín de tierna carne. Esa imagen tan dramática marcó definitivamente mi relación con la ciudad.

Es difícil mantener una visión nostálgica de La Paz cuando analizamos con lucidez el decurso de las cinco décadas más recientes. Lo han hecho muchos especialistas desde sus campos de ejercicio y de investigación: arquitectos, urbanistas, artistas, politólogos, historiadores y cronistas de la ciudad.  En alguna medida, la visión de Rolando Costa en este libro va a contracorriente porque es una mirada generosa sobre la ciudad que ama, porque rescata lo mejor de la historia, de la topografía y de las tradiciones, como si en ese esfuerzo quisiera que La Paz recupere aquello que ha ido perdiendo irremediablemente.

Muchos paceños que aman su ciudad han señalado que no tenemos la voluntad de conservar lo valioso del pasado. “Más bien queremos hacer tabla rasa para imponer la fealdad y el mal gusto”, dice el arquitecto Carlos Villagómez, quien ha inventado el “Síndrome de la huachafería adquirida (SIHUA)” que con una mezcla de ácido humor y frustración describe la característica dominante de la ciudad actual.  

No solo la historia y el patrimonio de La Paz están en riesgo. No solo se ha erosionado su estructura física, sino también la memoria de la ciudad y su vida cotidiana. El libro de Rolando Costa Ardúz nos permite hacer ese balance y tomar conciencia.

La Paz, agosto de 2015