14 diciembre 2011

Misiones secretas


Hay magia en pueblos que han vivido durante muchos años aislados y ensimismados, a veces poco conscientes de sus tesoros y de sus secretos. Imaginemos lo que era tres siglos atrás la Chiquitanía –esa gran extensión de territorio entre el Gran Chaco y la Amazonía boliviana- cuando los jesuitas instalaron sus reducciones indígenas, entre 1691 y 1767, hasta su expulsión del reino de España mediante la “Pragmática Sanción” del Rey Carlos III. Imaginemos también lo que significaba llegar hasta Concepción a lomo de mula o de caballo, a 290 kilómetros de Santa Cruz, o hasta San José de Chiquitos, a 833 kilómetros, pasando por San Ignacio de Velasco, San Miguel, San Rafael, y Santa Ana, entre otras.

La epopeya de las misiones jesuíticas en Bolivia, Argentina y Paraguay (en parte narrada en La Misión una película de Roland Joffe con Robert de Niro), desapareció de la memoria y sus emblemas más evidentes, las iglesias de las misiones, pasaron al olvido durante muchas décadas, demasiadas. Hasta principios de la década de 1970, eran decrépitos edificios librados a la intemperie durante tantos años que ya habían perdido su color y su propia estructura estaba en riesgo. Pero en 1975 se llevó a cabo la restauración de la iglesia de Concepción y posteriormente de las otras, marcando así un renacimiento extraordinario no solamente de la arquitectura de las misiones, sino de los pueblos chiquitanos.
 
Las iglesias florecieron con todos sus colores y sus juegos de luz y sombra. Durante los trabajos de restauración de Concepción se encontraron cerca de 6 mil partituras de música de los siglos XVII y XVIII; algo similar sucedió en Moxos y en San Javier. Las partituras se han incorporado desde entonces al acervo de la música barroca boliviana, y ha sido interpretadas en varios festivales y por supuesto grabadas en hermosas ediciones. 

Hans Roth
Al empeño del sacerdote suizo Martin Schmid le debemos la  existencia de varias de las magníficas iglesias de las misiones, pues fue él quien diseñó y construyó la Inmaculada Concepción el año 1725 y San Francisco Xavier en 1749, entre otras. Y el arquitecto Hans Roth Merz, también suizo, tiene el mérito de haberles devuelto la vida a esos templos abandonados durante décadas, a través de su dedicación -a partir de 1972 y durante 27 años- a los trabajos de restauración. Roth rescató también las partituras de música barroca de Domenico Zipoli, entre las más de cinco mil hojas que encontró durante las restauraciones. Renacidos y rehabilitados, los templos fueron declarados Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco, en 1990. Roth falleció en 1999 y en su honor se creó al año siguiente el premio que lleva su nombre.

Una reciente visita a mediados de noviembre, a San Javier y a Concepción -las más cercanas a Santa Cruz de la Sierra- me ha permitido regresar a esta región que no ha perdido su magia pero ha ganado color y magnificencia. En lugar de las iglesias cuya madera se había rajado con el tiempo y cuyos colores se habían desvanecido, hoy encontramos magníficas estructuras con colores vivos que brillan quizás más aún que cuando fueron construidas. 


La iglesia de Concepción, que data de 1708, es impresionante, con sus altas columnas y su campanario independiente, separado del edificio de la iglesia. El exterior es imponente, sobresale en el inmenso espacio de la plaza y sobre las casas blancas, de un solo piso, de la población. En el interior iluminado con la luz que atraviesa amplios ventanales, el techo se eleva sobre gigantescos pilares de madera que dejan adivinar la majestuosidad de los árboles de los que provienen. El colorido intenso de los altares, de los retablos o de los confesionarios, se revela en la penumbra con sus ribetes y marcos cubiertos de pan de oro.

Cuando se hizo la restauración se decidió dotar a la iglesia de nuevos relieves de madera representando el via crucis. Es interesante ver cómo el artista local talló imágenes que combinan los momentos del pasado con temas actuales y sitúa las escenas bíblicas en el trópico chiquitano. En uno de esos relieves, que corresponde a la Décima Estación, “Jesús despojado de sus vestiduras”, la imagen muestra en el fondo un camión repleto de madera, significando la destrucción de los bosques, el tráfico de madera y el deterioro del medio ambiente. Como esa, hay otras escenas alusivas a temas muy actuales y con preocupación social.

El frontis de la iglesia de San Xavier es quizás menos majestuoso, pero no menos valioso por su historia y su belleza. Los altos pilares de madera que sostienen el techo están pintados del color de los muros de la iglesia, el campanario está adentro, en una esquina del patio interior, y no sobre la plaza como en Concepción. El reloj de sol marcaba las 5:45 de la tarde cuando iniciamos el regreso.

Desde 1996 se realiza cada dos años en las misiones de la Chiquitanía el Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca Americana, un festín no solamente para los amantes de la música barroca, sino para quienes saben apreciar el arte barroco colonial. En su primera edición el festival atrajo 14 grupos de 8 países, y más de 12 mil espectadores, y en los años siguientes esas cifras se fueron multiplicando gracias a la calidad de la oferta musical y a la espectacularidad de los templos y de la naturaleza chiquitana. En la octava  edición, en 2010, el festival atrajo 45 grupos de 14 países (diez menos que en su año “cumbre” que fue 2008), y 60 mil espectadores. El número de músicos participantes, de conciertos y de sedes del festival ha crecido incesantemente. Sin duda el 2012 será una vez más la prueba de que el festival se ha convertido en un referente internacional de la música barroca.

El paseo tuvo ingredientes memoriosos, desenterró de mi memoria sabores e imágenes de la infancia.  En el restaurante El Buen Gusto, en Concepción, me bajé con la comida una gran jarra de refresco de achachairú, que hace muchos años no había vuelto a encontrar en mis viajes a Santa Cruz; y en la plaza de San Javier – con sus árboles de motacú a los que se abraza el bibosi- me topé con un antiguo trapiche para moler caña de azúcar de manera artesanal, de esos que todavía me tocó ver en funcionamiento cerca de Guabirá, muuuchos años atrás, cuesta creer que sean tantos.