30 abril 2013

Mimi y Jesús


En un mismo día, el sábado 27 de abril del 2013, he perdido dos amigos más: Mimi Barthélémy en París (estaba a punto de cumplir 74 años) y Jesús Urzagasti en La Paz (a los 71 años de edad), dos ciudades distantes entre sí pero dos amigos tan próximos en el afecto y en la memoria. Ninguno supo de la muerte del otro, pero se conocían. Mimi Barthélémy estuvo en La Paz en la década de 1960 cuando Jesús Urzagasti era un escritor a punto de sorprender a todos con Tirinea (1969) una novela con voz de poema que lo consagró y que en 2012 fue seleccionada por estudiosos de la literatura como una de las quince mejores novelas bolivianas.
 
La vida de estos dos amigos se desarrolló en paralelo y en países distintos, pero en ambos casos lo que caracterizó su existencia fue la creatividad. Mimi era una “cuentera” haitiana que contaba cuentos en público haciendo gala de su espontaneidad y extroversión, mientras que Jesús era un narrador del Chaco boliviano, refinado y recogido sobre sí mismo, celoso de su intimidad.

Las fotos que conservo con ambos me permiten recordar cual fue probablemente una de las últimas veces que estuvimos juntos. Cuesta creer que ya han pasado más de 15 años desde que estuve en casa de Jesús cuando todavía vivía en La Paz, el jueves 21 de agosto de 1997. A Mimi la visité en su casa, en París, en el número 28 de la Rue d’Oran, el miércoles 9 de septiembre del 2009. Me sorprendo yo mismo de los años que han pasado en ambos casos, y de los recuerdos vívidos que mantengo en la memoria.

Mimi era de esa gente que sonríe con todo el cuerpo, es más, con toda el alma; era inquieta, vibrante, puro nervio y energía.

Jesús tenía un modo suave de ser, como si cargara consigo la placidez de los grandes ríos y la música del viento entre los árboles.

Ambos eran de esa clase de seres humanos que dan mucho de sí sin esperar nada a cambio, generosos, creativos, desprendidos de las cadenas materiales, libres de espíritu.

Creo recordar que mis vínculos con Jesús se remontan a la década de 1970 cuando yo preparaba la investigación que culminó en el libro Historia del cine boliviano. Conversé con Jesús sobre su experiencia como asistente de dirección en Ukamau, primer largometraje de Jorge Sanjinés. Del cine pasamos a la literatura, y mientras él estuvo a cargo del suplemento Presencia Literaria, nuestro contacto fue más frecuente, ya que recibía mis contribuciones en mano propia (en ese tiempo no había email para salvar las distancias).

Nos vimos aún con más frecuencia en la redacción del diario en la Avenida Mariscal Santa Cruz, cuando comencé a publicar en la última página del suplemento semanal, una serie de notas biográficas sobre los principales fotógrafos bolivianos.

Al igual que Rulfo o Cerruto, Jesús era muy cuidadoso en su escritura y solamente publicaba cuando estaba seguro de que una nueva obra suya merecía llegar a sus lectores.  Así fueron saliendo a la luz Cuaderno de Lilino (1971), Yerubia (1973), De la ventana al parque (1992), En el país del silencio (1987), Los tejedores de la noche (1996), Un verano con Marina Sangabriel (2001), entre otras.

Para recordar sus palabras y su modo de ser, hay en la red algunos videos en los que lee partes de su obra poética: "El cuerpo", "Dichosas palabras", "A una muchacha salida del viento" y "América insomne".

En cuanto a Mimi, nadie que haya estado activo en el campo de la cultura en Bolivia a fines de los años 1960 puede olvidar los aportes de Gérard y Mimi Barthélémy. Como Agregado Cultural de la Embajada de Francia, Gérard dejó una huella de profunda de amistad con artistas, escritores y gente de teatro. Gracias a su impulso tuvimos el Teatro Tambo, un lugar de encuentro de intelectuales y bohemios, pivote de muchas actividades que enriquecieron el paisaje cultural paceño de esos años. Fue un centro cultural que reunió a cantantes como Benjo Cruz, a pintores y escritores progresistas.

La carrera diplomática llevó a Gérard y a Mimi a Colombia, Sri Lanka y Marruecos, entre otros países donde también dejaron amistades, pero sin duda Haití fue para ambos el punto de partida y de llegada afectiva, creativa e intelectual. Para Mimi era su país de nacimiento, donde vivió hasta sus 16 años de edad, y para Gérard su país de adopción, al que le dedicó toda su obra intelectual como economista y antropólogo.

Mimi se hizo cuentera y se volcó por completo a una obra literaria dedicada a los niños y caracterizada por la alegría creativa. Su productividad fue inmensa: 34 libros en 24 años. Entre ellos: Vieux Caïman (2003), L’Histoire d’Haïti racontée aux enfants (2004), Le lion qui avait mauvaise haleine (2006), Pourquoi la carapace de la tortue (2006), Crapaud et la clef des eaux (2007), entre tantos otros. Fundó la Compagnie Timoun Fou orientada hacia los niños del mundo, un espacio de animación donde ella era el eje dinamizador con sus presentaciones de cuentos, música, canciones y teatro. Tenía en su historial más de una docena de espectáculos, entre los que destacan “Une tres belle mort”, “Le fulgurant”, para público adulto, y “Jeux de cailloux”, “Le voyage en papillon”, “Soldats marrons”, “Les îles animales”...

Con sus espectáculos unipersonales viajó por todo el mundo y en esos itinerarios enriqueció su arte con nuevas historias, nuevos libros, nuevos cuentos. Mimi fue una cuenta-cuentos excepcional y deliciosa, con una sonrisa que transmitía a los espectadores un hálito positivo. Hegel Goutier escribió que “Mimi Barthélémy es el cuento hecho persona”.

Fue muy lindo visitarla en septiembre de 2009 en París, en la calle de Orán, en su casa que parece salida de un cuento, como un oasis improbable en la parte trasera de un edificio que no promete mucho. Ese espacio laberíntico está lleno de reminiscencias de itinerarios pasados, de amistades y de amores. Allí nos pusimos al día durante toda una tarde, me hizo el relato de su vida después de Gérard y con una gracia sin igual me regaló canciones tradicionales para niños en creole de Haití que rescató en un libro (y disco) hermoso, Dis-moi des chansons d’Haïti (2007), ilustrado por Jean Louis Senatus y otros artistas haitianos. 

Ahora la veo de nuevo en un video en el que cuenta el cuento de la mariposa, y dice frases que parecen premonitorias de su desaparición: “La crisálida se transforma en mariposa… la mariposa se pone a volar en libertad… No estoy muerta, he roto mi capullo de seda y vuelo en libertad… muy pronto conocerás la misma alegría que yo”.

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veo que no hay nada que me haga llorar
después de mi galope enfurecido, después de tantas leguas
que me separaban de tu punto más doloroso;
sólo el estallido elegante de la noche
se apodera de mis venas y te abruma de goces primitivos.
—Jesús Urzagasti 



23 abril 2013

De CZ a RB y sus alrededores


Uno quisiera leer Pronuncio un nombre hueco de Cristina Zabalaga sin acordarse de Roberto Bolaño pero sería un ejercicio inútil y destinado al fracaso porque es imposible abarcar la primera novela de esta escritora boliviana al margen de los ecos literarios del escritor chileno fallecido antes de su hora en España. Se hace aún más difícil cuando los editores han convertido al autor en una gigantesca operación de mercadeo y publicidad.

No es casual que cuando le preguntaron a Carlos Fuentes lo que opinaba de la obra de Bolaño, el mexicano haya respondido –con algo de petulancia– que prefería no leerlo hasta que pasara el “homenaje fúnebre” para abordarlo “como un escritor vivo”.  Y Carmen Boullosa, escritora mexicana que fue amiga de Bolaño, se refiere con disgusto a la “cultura de comedores de cadáveres”. 

En mayo del 2012 leí por primera vez el manuscrito que generosamente compartió conmigo Cristina Zabalaga y recientemente he vuelto a leer la novela ya publicada y presentada a mediados del año pasado. Durante la primera lectura hice apuntes en el margen que ahora me sirven para ratificar las impresiones iniciales. Esta segunda lectura me hizo profundizar en la pregunta: ¿se puede prescindir de la vida y obra de Bolaño con el fin de evaluar los méritos propios de la novela de Zabalaga?

Aunque uno haya leído sólo un par de libros de Bolaño no puede sino reconocer al escritor en las páginas de Pronuncio un nombre hueco. El hecho de que el nombre y el apellido del chileno no aparezcan explícitamente no altera en nada la situación: ningún lector es virgen en relación con el personaje porque “R.B.”, “el chileno”, “el poeta”, “el amante” o “Arturo” no son sino alias de la misma persona, del mismo modo que K. no puede sino ser Kafka (con quien Bolaño tiene alguna semejanza en su actitud hacia la vida y la muerte), salvo que en este caso los alias de Bolaño funcionan como los cuatro alter ego de Pessoa porque aluden a representaciones distintas de un mismo personaje, según quien lo (d)escribe.

La novela de CZ exuda el universo ahora mítico de RB y está totalmente empapada de él, lo cual es una indicación de que la autora ha leído probablemente toda la obra narrativa y poética del escritor chileno, y también las entrevistas y testimonios que se publicaron después de su muerte, cada vez más abundantes a medida que quienes lo conocieron se suman al panegírico.

¿Cuál es entonces el valor intrínseco de esta novela de Cristina Zabalaga? ¿qué la hace novela y no esbozo biográfico? Mi respuesta no deja resquicios de duda: es una novela que se sostiene en su propia atmósfera, con una estructura, un estilo narrativo y una respiración que le es propia, aunque la temática se inspire en la obra y la vida del autor de Los detectives salvajes y 2666, las dos obras que he leído, probablemente las más importantes.

La vida de Bolaño se ha mitificado hasta la exageración y hay quienes sostienen que el propio autor, a lo largo de sus últimos años, se encargó de construir el personaje que quería dejar vivo luego de su muerte. “Él construyó un mito de sí mismo…” afirma su amigo Ignacio Echevarría en un libro[1] de reciente aparición de la periodista Mónica Maristain; y varios otros testimonios apuntan en esa dirección. Bolaño le envió este mensaje: “Ay, Maristaín: Aún respiro. Y ya soy el segundo de la cola[2]. (…) PD: ¿Por qué no hacemos una entrevista, ligera, levísima, frívola incluso –son las que más me gustan– casi póstuma?”, que confirma una opinión de su editor mexicano, Juan Pascoe, cuando dice que las cartas de Bolaño “son actos literarios, no son cartas personales”.

No es fácil tarea la de hacer interesante la vida de un personaje sobre el que no queda mucho por decir. De acuerdo a Maristain: “La vida para este hombre fabulador y genial era mucho más monótona, previsible y acaso aburrida de lo que él mismo hubiera podido admitir frente a su espejo…”. La periodista argentina incluye en su libro testimonios que revelan que a RB le hubiera gustado vivir una vida bohemia como la de su amigo Mario Santiago, pero no pudo o no quiso llevar “la actitud poética maldita hasta el extremo y pagar con su propia vida la aventura”. Pero nadie que lo conoció pone en duda que Bolaño era un hombre culto, brillante, cuya fuerte personalidad atraía a hombres y a mujeres.

CZ se ha metido debajo de la piel de RB. Reconstruye la personalidad del escritor a partir de su vida cotidiana, por ejemplo de su “dieta” diaria de literatura: “Poemas: uno. Palabras: cincuenta. Líneas por escribir: unas mil. Nota al pie de página: sospecho que esta revolución sea artificial, salir de Barcelona para concentrarme en mis poemas, necesito estar solo, solo, ¡solo! La poesía soy yo”. Y sigue una receta de cocina que revela más sobre los gustos de RB.

Hasta donde sabemos, solamente la viuda de Bolaño, Carolina López, ha tenido pleno acceso a los diarios del escritor, de ahí que las páginas de Cristina Zabalaga en las que se describen fragmentos de un supuesto diario, son un riesgo calculado, quizás inspirado en la correspondencia que se conoce. En esas páginas aparece el escritor torturado, que adquiere cada día mayor consciencia de la proximidad de la muerte debido a una insuficiencia hepática, y escribe (y fuma) compulsivamente, mientras se siente ajeno, un extraño en todos los lugares que habita, incluso en su propio país, o sobre todo allí.

La narradora enfrenta a lo largo de su novela el desafío de despojarse de la información abundante que tiene sobre Bolaño, para crear una obra con personalidad propia. Su novela no es una biografía sino el retrato de un espíritu que se empeña –y logra– en derrotar a la muerte y al mismo tiempo es una bitácora de la escritura de la novela. El misterio de desentrañar la vida íntima de RB corre paralelo al misterio de develar la novela de CZ. La vida reinventada de RB se entreteje con sus ficciones, con lo que escribe y lo que quisiera escribir, con lo que imagina o lo que CZ imagina por él. Ponerse en la piel de los personajes es parte del oficio de escribir una novela. De ese modo, la novela es también un ensayo sobre el arte de escribirla.

La escritura de CZ es más ordenada que la de RB, porque Cristina tiene un plan que lleva adelante hasta en los mayores detalles. En ese plan hay una estructura que no es lineal precisamente para que el lector viva la sensación del descubrimiento. Esta es una novela circular o más bien espiral, que con cada vuelta nos acerca al centro. Modelo para armar, cada capítulo está encabezado por un  lugar y una fecha sin relación de continuidad: México DF 1968, Chile 1958, La Costa 1993, Barcelona 1978… El itinerario de una vida por los únicos tres países que conoció RB. Viajó poco, pero su voracidad como lector y cinéfilo le hizo conocer mucho.  

En un estilo telegráfico, varias voces intervienen en diálogo con los textos de RB, entretejidas de manera que van armando con imágenes el rompecabezas de una vida. Al igual que Bolaño, Zabalaga se nutre del cine. Su novela, como las de RB tiene descripciones narradas como un guión cinematográfico, sin escatimar incluso menciones a la cámara subjetiva y al punto de vista del espectador.

Entre los recursos narrativos de Cristina Zabalaga está su manera de enunciar en cada capítulo la noción del descubrimiento, de aquello que parece ser algo que en realidad no es. Como en una sinfonía, con estos scherzos nos remite también a la riqueza de la obra de Bolaño, que encierra mucho más de lo que una primera lectura lineal podría informar: “Esta será una historia de terror, aunque no lo parecerá”, “Esta será una historia de viajes y espejos, aunque no lo parecerá”, “Esta será una historia de aventuras, pero no lo parecerá”, “Esta será una historia de miedo y aburrimiento, aunque no lo parecerá”… y así sucesivamente, porque todo ello y mucho más es también la novela de CZ, un ejercicio de novelar la vida de un personaje que hizo de su vida una novela.

CZ evita lugares comunes en el retrato del “escritor maldito” ignorado en vida y reconocido después de muerto. Por el contrario, subraya los rasgos más humanos, las debilidades y los valores del personaje, a través de la familia, los amigos y las mujeres que lo quisieron.

Si bien no es esencial conocer a Bolaño para disfrutar la lectura de Pronuncio un nombre hueco, no es lo mismo leerla después de haber leído 2 o 3 libros del chileno, y no es lo mismo leerla si uno conoce lo que se ha escrito sobre él. Para quien no ha leído a Bolaño o acerca de Bolaño, muchas referencias sembradas en la novela de Cristina Zabalaga serán incomprensibles y permanecerán como pistas aisladas que no llevan a ninguna parte, pero la incapacidad de completar esos detalles o de interpretar ciertas claves no disminuye la fuerza narrativa de la novela.

Escribir o morir, escribir para morir, morir de escribir o quizás, en realidad, escribir para vivir… Ese personaje, que “escribía sin red” y “a tumba abierta”[3], es el que nos ofrece Cristina Zabalaga en una novela que habla desde las entrañas del acto literario.

(Publicado en Nueva Crónica y Buen Gobierno No. 119, febrero 2013)

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I didn’t have time to write a short letter, so I wrote a long one instead.
—Mark Twain 


[1] Mónica Maristain: El hijo de míster playa. Una semblanza de Roberto Bolaño (2012). México DF: Ed. Almadía.
[2] NdA: Para un trasplante de hígado.
[3] Rodrigo Fresán e Ignacio Echevarría, entrevistados por Mónica Maristain en su libro El hijo de míster playa (2012). 

16 abril 2013

La balada de Rosita


Entrevistada a sus 90 años en CNN

El zapping arroja a veces frutos a media noche (además de inducir al sueño). Luego de acalambrarme el dedo pulsando botones y de constatar una vez más que entre 500 canales de cable los más interesantes suelen ser los de animales salvajes o de viajes a lugares remotos, resbalé de pronto en un programa de entrevistas en el que aparecía una mujer cuyo rostro me pareció conocido. El presentador de CNÑ, Ismael Cala, que suelo obviar en días normales, presentaba a su invitada como “la diva de América” o la “vedetísima”. Y entonces, cuando el nombre de Rosita Fornés apareció escrito en la parte baja de la pantalla, se me vino a la memoria un episodio.

Los recuerdos circulan por los vericuetos de la memoria como pequeños cauces de agua huidizos, hay que esperarlos en una esquina y sorprenderlos, recuperarlos antes de que se sumerjan nuevamente en arenas movedizas.

José Antonio Jimenez, Rosita Fornés y Rosa María Medel
En una de mis visitas a La Habana hace muchos años, probablemente a fines de la década de 1980, mi amigo cineasta y promotor cultural José Antonio Jiménez me llevó a conocer a su suegra, la cantante y actriz Rosa Fornés cuya trayectoria artística dentro y fuera de Cuba se extiende a lo largo de más de siete décadas. Ella no se siente una diva, es una persona sencilla y encantadora, que habla siempre con una chispa de humor en los labios.

Aquella vez nos recibió en su casa con mucha afabilidad y aunque no recuerdo los detalles de aquella velada nocturna, ni los temas de conversación, se me quedó grabado el momento en que instigada por Rosa María Medel, su hija y esposa de José Antonio, generosamente me ofreció una de sus interpretaciones: “Balada para un loco”, que cantó a capella, comenzando por la introducción del texto de Horacio Ferrer.

“Cuando, de repente, de atrás de un árbol, me aparezco yo. Mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizón en el viaje a Venus: medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies, y una banderita de taxi libre levantada en cada mano.” 

No es una pieza fácil de interpretar, por el riesgo de exagerar los rasgos grandilocuentes que las propias palabras sugieren: “Pero sólo vos me ves: porque los maniquíes me guiñan; los semáforos me dan tres luces celestes, y las naranjas del frutero de la esquina me tiran azahares.”

Esa noche en casa de Rosita Fornés se me quedó grabada a pesar de que no recuerdo haber conservado un registro fotográfico aquella vez, como suelo hacer para que mi “memoria fotográfica” no me falle.  

Ahora vuelvo a ver a Rosita en la pantalla de la “caja boba”, radiante como la conocí, con una sonrisa de picardía cada vez que el entrevistador menciona sus 90 años de edad cumplidos el 11 de febrero, hablando de sus amores y de tantas otras cosas.

Como ella misma dice, Rosita pudo ser tan famosa como aquellos que dejaron Cuba para continuar su carrera internacional fuera de la isla, pero prefirió quedarse, aún cuando tenía mejores condiciones para trabajar fuera, puesto que por nacimiento tiene nacionalidad estadounidense y desde muy joven pisó escenarios en toda América Latina y España. 

Agustín Lara y Rosita Fornés
Trabajó con actores y actrices de mucho renombre como Luis Sandrini, Libertad Lamarque, Hugo del Carril o Tita Merelo, los hermanos Soler, Luis Aguilar, Pedro Infante, Joaquín Pardavé, Tin Tan, Resortes y Manuel Medel, que fue su esposo y padre de su única hija. Los años que vivió en México la colocaron en una posición privilegiada en el mundo artístico, por su actividad en el cine y el teatro, donde tuvo como amistades y colegas de trabajo a Agustín Lara y a Jorge Negrete. Su resumen biográfico oficial menciona incluso un romance con Mario Moreno, Cantinflas.

Rosita y Mario Moreno, "Cantinflas"
Con Armando Bianchi, su segundo esposo, protagonizó uno de los programas más exitosos de la naciente televisión cubana, “Mi esposo favorito”, y fue estrella de numerosas obras de variedades y revistas musicales, pero también de teatro, zarzuelas y operetas. En Cuba cultivó amistad con Bola de Nieve, Ernesto Lecuona, Benny Moré, Rita Montaner, Omara Portuondo y Celia Cruz entre tantos otros artistas que trascendieron las fronteras de la isla. Su actividad en el cine cubano se prolongó a lo largo de varias décadas, como testimonia su interpretación en Se permuta (1983), de Juan Carlos Tabío.


Celia Cruz y Rosita Fornés
Mientras que al estallido de la revolución de los barbudos liderados por Fidel muchos cubanos salieron despavoridos hacia Miami, Rosita se quedó en su casa, se quedó con los suyos.  Eso no se lo perdonaron los autoexiliados de su generación y por ello tenía durante años las puertas de Miami cerradas. Durante mucho tiempo fue ninguneada e ignorada por los cubanos que manejaban el mundo artístico del exilio y de cuya “autorización” dependía la posibilidad de actuar en Estados Unidos.

Las cosas por suerte han cambiado, una nueva generación de cubanos en Miami quiere mantener  y desarrollar sus lazos familiares y culturales con Cuba, más allá de las diferencias ideológicas.

Aunque tiene su Facebook oficial y aparece en varias páginas web, es en los blogs de sus admiradores donde uno encuentra el cariño y la admiración entusiasta que despierta en seguidores de todas las edades, como éste que escribe en Miami: “Muchos de nosotros, tenemos madres que pasan de los 80s, las cuidamos, las tomamos del brazo al andar, queremos cuidarlas todo el tiempo. Nos parecen frágiles, delicadas, tememos una caída, ya hicieron bastante, queremos que descansen. Con Rosita, sucede lo contrario, por más que lo intentemos, al mirarla la vemos eternamente joven, vital. Tal vez por un instante notemos su edad, pero basta un gesto, un movimiento, una palabra y Rosa, vuelve a ser la de siempre, la que admiramos desde niños. Su luz hace el milagro de borrar años, penas y dolencias. He sido testigo varias veces del milagro del amor en Rosita, lo he descrito”. 


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El mar sobre esta playa abre y cierra sus abanicos eternos.
El hunde su constancia en los muslos taciturnos.
Descubre en las axilas de la patria
algún olor de ciudad entrañable.

—Ana Enriqueta Terán




08 abril 2013

Una lectura de Cruentos



La escritora Giancarla de Quiroga fue la primera lectora de Cruentos que escribió un comentario sobre el libro. La reseña, transcrita a continuación, se publicó en la revista boliviana Nueva Crónica y Buen Gobierno (Nº 120, marzo 2013).

Femme couchée, de Luis Zilveti
Cruentos (La Paz, Plural 2012) de Alfonso Gumucio Dagron ofrece cuentos, relatos y microcuentos inspirados en una serie de temáticas realistas o fantásticas que muestran la versatilidad del autor, desde relatos mineros, de represión política, violencia, sueños, ensueños, fantasías, humor negro, hasta cuentos de literatura fantástica, erótica y un relato escrito a cuatro manos con Carlos D. Mesa, Descenso, que combina la preocupación futbolística, casi obsesiva, con la evocación de un golpe de estado inscrito en la historia boliviana. Además de su mérito literario, este libro tiene el valor agregado de presentar hermosos dibujos de Luis Zilveti, dando como resultado una feliz combinación: el placer de la lectura con el goce estético visual.

El hecho que Alfonso Gumucio, alias el Moro, además de cuentista – o “cuentólogo”, como definía Julio de la Vega a los “militantes” de este género- sea poeta, comunicador y cineasta, contribuye a forjar historias bien urdidas, bien tramadas y un estilo impregnado de todos las vetas de los diferentes oficios: desde la narración objetiva y realista de la crónica periodística, hasta “tomas” de imágenes propias del cine; o relatos poéticos inscritos en una atmósfera fantasmal, nebulosa y lunar, bajo el silencio de las estrellas, donde por momentos se confunden sueño y vigilia.

No todos los cuentos son cruentos, tal como lo sugiere el título con una “R” roja, ni todos los cuentos son tales, ya que algunos responden más al género del relato- según algunos críticos existen matices que diferencian el relatar y el contar, pero ése es otro cuento…

Un recurso que utiliza con frecuencia el narrador es el tratamiento del lenguaje de los objetos, como en Abarca o en La subida. Los microcuentos, algunos con una capacidad de síntesis plasmada en pocas líneas, están muy bien logrados. El que —en mi opinión— se lleva la flor es Portal, capaz de arrancar una sonrisa en 17 palabras. La hermosa ilustración de Zilveti convierte al artista prácticamente en coautor. A modo de citar algunos microcuentos menciono a Cianuro —de humor negro—, El camino —de denso dramatismo— y El espejo.

El crítico uruguayo Nicasio Perera San Martín en Semiología de los géneros narrativos (1983:52) sostiene que las características principales del cuento son: la brevedad, la ambientación en un lapso de horas o días y la tensión que se resuelve en el final sorpresivo, en un desenlace impactante. Coincide con este criterio Enrique Anderson Imbert que en su Teoría y técnica del cuento (1979) afirma que la trama del cuento debe “construir tensiones y distensiones graduadas para mantener en suspenso el ánimo del lector” (1979:52), tal como lo logra, magistralmente, Gumucio en el cuento erótico Manual del violador y en Chez papá.

En el capítulo titulado Desenlace sorpresivo, Anderson Imbert se refiere al final ambigüo, abierto, o al cuento aparentemente inconcluso. En muchos cuentos el Moro utiliza este recurso: el final que no narra, no lo dice todo, sugiere. A través del poder de la alusión el primer cuento del libro, El asalto, alude al ritual que precede a la muerte del protagonista. Otros cuentos tienen un final intencionalmente ambigüo, que exige la lectura participativa, una suerte de complicidad entre autor y lector, como Secuestro.

Varios relatos atrapan al lector narrando sucesos y situaciones verosímiles o fantásticas, sin que la falta de un final sorpresivo les reste interés, entre ellos destaca Rally Dakar-París que se inscribe en el género de la literatura erótica junto con la pregunta: ¿realidad o fantasía?

Al analizar los cuentos Edgar Allan Poe sostenía que lo importante es que podían leerse “de una sola sentada”, lo que alude no sólo a la brevedad y el tiempo que demanda el acto de leerlos, sino principalmente, al interés que despierta su lectura.  

Ricardo Piglia -citado por Gabriela Ovando, fuente no identificada- afirma que el cuento actual siempre cuenta dos historias: una clara y abierta, otra cifrada y secreta, como si fueran una sola. La historia secreta se construye con lo no dicho, con lo sobreentendido, con la alusión sutil, y éste es el desafío que plantean los Cruentos de Alfonso Gumucio. 




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Porque en verdad es duro estar a medias con el alma
y estar a media sangre con el odio
y a medio amor apenas con la rosa.
                             —Alejandro Aura


30 marzo 2013

La catrina de Posada


El personaje al que me voy a referir ahora era hidrocálido… Suena a enfermedad o a chiste, pero no es otra cosa que el gentilicio de los oriundos de Aguascalientes. Allí nació el gran grabador y dibujante José Guadalupe Posada, un 12 de diciembre, lo que explica su nombre y su apodo, “Don Lupe”, pues en México hombres y mujeres se llaman Guadalupe en honor a la virgen.

Antes de hablar de su vida, hablemos de su muerte. “Después de muerto Don Lupe, nació Posada. Su obra, mientras estuvo vivo, no tuvo espacio en ningún museo. Sólo pudo mirarse en las calles de la ciudad, en las iglesias, en las mesas para el juego, en las cartas de amor, en la vida de todos los mexicanos”, escribe Agustín Sánchez González, su principal biógrafo.

Murió el 20 de enero de 1913 en el conventillo más pobre de Tepito, un barrio marginal, completamente alcoholizado y mal oliente, febril y deshidratado (ahora sí lo de “hidrocálido” podría ser una enfermedad), y fue enterrado en el Panteón de Dolores en tumba de 6ª Clase, la única gratuita, destinada a los de menos recursos. Siete años después, como nadie los reclamó, sus restos fueron echados en una fosa común y desaparecieron junto a otras “calaveras del montón”.

Hijo de un panadero, penúltimo de nueve hermanos, entró a sus 19 años de edad como aprendiz litógrafo en el taller de impresión de José Trinidad Pedroza, y pronto cobró prestigio por sus grabados satíricos que se publicaban en El Jicote. Luego de unos años en Guanajuato se trasladó a Ciudad de México en 1888 y desde entonces se incorporó como colaborador de la editorial Antonio Vanegas Arroyo, la más importante de la ciudad.

En 2013 con motivo del centenario de la muerte de Posada, se han organizado numerosos eventos en México. Este es “el año de Posada” y por lo tanto aunque sus huesos ya no existan y sólo se hayan conservado dos fotografías de él, la ciudad entera parece volcada a recordar quien fue.

He peregrinado en estas semanas por un “itinerario Posada”: la exposición “José Guadalupe Posada. Transmisor” en el Museo Nacional de Arte (MUNAL) y la muestra homónima de gigantografías en la Galería Abierta de las Rejas de Chapultepec. También estuve en el Museo del Estanquillo (“Crónica de un cronista”) y en el Museo Nacional de la Estampa (“La línea que definió el arte mexicano”) que incluye varias prensas manuales como las que utilizaba Posada para hacer sus grabados, numerosos tacos de madera con los grabados de zinc y de plomo y una reproducción en tamaño natural de la fachada de su taller. En todas estas exposiciones se le rinde homenaje y se muestran más o menos las mismas obras con algunas variantes museográficas. Pero sobre todo he leído la biografía escrita por Sánchez González, que pone en su lugar muchos mitos a través de viñetas muy precisas sobre la vida de este personaje tan singular.

Donde uno vaya lo que puede apreciar es más de lo mismo porque en realidad lo que queda de Posada son centenares de grabados que se publicaron en hojas volantes (algo muy común en esa época), en gacetillas, en periódicos satíricos como “El Jicote” además de innumerables estampas religiosas, almanaques, juegos, programas de mano, etiquetas para cajetillas de cigarrillos y avisos de farmacias como “La botica de la salud”, entre otros trabajos publicitarios. 
“Arte efímero” se llamaría hoy porque no dura sino unos días, pero Posada producía sus grabados sin conciencia de que eso podía ser considerado alguna vez arte. Efímero sí lo era, como su vida misma, que vivió día a día alcoholizado sobre todo en sus años finales. A veces se alejaba de su casa y de su trabajo durante semanas hasta que se le acababa el dinero para tequila. Solía desaparecer no solamente durante el “puente Lupe-Reyes” (del 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe al 6 de enero, día de Reyes) sino el puente más largo del 12 de diciembre hasta el 2 de febrero, día de la Candelaria. Al regresar de una de esas borracheras el 20 de enero de 1900, cambio de siglo, tembloroso y cansado por la prolongada borrachera, se enteró que su hijo Juan Sabino, de 17 años de edad, había fallecido de tifus exantemático dos días antes.

Se ha tratado de “mejorar” la vida de Posada haciéndolo pasar por un artista revolucionario de su época, pero sus más certeros biógrafos ponen las cosas en su lugar: Posada dibujaba para cualquiera que pudiera pagarle y era ajeno a la participación política. Algunos de sus grabados son contrarios a Francisco Madero y favorables a Porfirio Díaz, en otros ensalza la figura de Emiliano Zapata. No hay en realidad coherencia ideológica porque Posada se consideraba simplemente un artesano que ilustraba textos para un sinnúmero de publicaciones. Pero sí fue un revolucionario del arte (que no es lo mismo que un artista militante) y su influencia ha sido enorme en todos los que vinieron después.

Su habilidad para el grabado era tal, que recorría las imprentas del centro de la ciudad preguntando si necesitaban alguna ilustración, y cuando era el caso sacaba de su bolsillo una plancha y un buril que llevaba consigo, y realizaba el grabado requerido inmediatamente, en pocos minutos. Dominaba la técnica de grabado en hueco y en relieve, al ácido y sobre zinc, así como la litografía. 

Aunque ilustró centenares de volantes con oraciones, corridos, historias de milagros, curiosidades, descripciones de casos espeluznantes y comentarios humorísticos, Posada es conocido por sus calaveras para el Día de los Muertos y en particular por haber creado la calavera catrina, hoy uno de los símbolos de la identidad nacional mexicana, la elegante versión femenina y en huesos del caballero catrín. “Hace de la muerte un personaje que nos recuerda la gracia de lo efímero y nos la vuelve algo familiar, cotidiano. Pero también es un ejercicio estético de gran calidad, que atestigua el carácter de la vida como alo poco digno de tomarse en serio”, escribe Sánchez González.

La Calavera Catrina es uno de los íconos más característicos de la cultura y de las expresiones artística mexicanas. No es una calavera cualquiera, no es un vulgar esqueleto descuajeringado y polvoriento sino una fémina elegante y coqueta que muestra las costillas y a veces algo del afilado fémur en pose seductora. A través de los años hemos coleccionado varias figuras de catrinas que estarán para siempre ligadas a la memoria y trayectoria personal en tierra mexicana. He regalado algunas en otros países, aunque para quienes no conocen México y no comparten el mismo sentido de humor sobre la muerte, la figura puede parecer algo truculenta.

Para Diego Rivera, Posada fue un “grabador de genio” y no un simple artesano. Rivera fue quien bautizó a la calavera “garbancera” de Posada como calavera “catrina”, y escribió: “Tan grande como Goya, Posada fue un creador de una riqueza inagotable. Ninguno lo imitará, ninguno lo definirá. Su obra es la obra de arte por excelencia”.

Diego Rivera no solamente le dedicó frases elogiosas, sino que sobre todo inmortalizó a Posada del brazo de la Calavera Catrina (se ha ganado estas mayúsculas) en su obra “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”, colocando a ambos en un lugar prominente del hermoso mural que se salvó del terremoto en 1985 y que cuenta ahora con su propio museo. Rivera pintó a Posada junto a Martí, Frida Kahlo y a él mismo de niño, como personajes centrales entre otros 200 de la historia de México que figuran en el mural.

Otro gran muralista mexicano, José Clemente Orozco, escribió: “Posada fue el primer estímulo que despertó mi imaginación y me impulsó a emborronar el papel con los primeros muñecos, la primera revelación de la existencia del arte de la pintura”, y aseguró haberlo visto trabajar en su taller, aunque Orozco tenía entonces apenas 7 años. Para el padre del surrealismo, André Breton, el arte de Posada era “humor en el estado puro y manifiesto en el plano plástico”. El poeta Octavio Paz hizo una valoración histórica: “Posada es de su tiempo, pero su obra sobrepasa a su época. Justamente, uno de sus encantos reside en la contradicción de su versión premoderna –la del México de sus días- y la sorprendente modernidad de su trazo y, sobre todo, de su humor.” Y Luis Cardoza y Aragón escribió: "No fue ingenuo ni erudito; ni rústico o docto de humanismo profundo y sección de oro... No fue un arquitecto, fue un maestro de obras. Qué maestro y qué obras en el caudal de su tinta."

Con motivo del centenario de la muerte de José Guadalupe Posada se pueden apreciar durante varios meses en la Galería Abierta de las Rejas de Chapultepec 125 imágenes de gran tamaño, entre ellas 48 reproducciones de la obra gráfica del artista y 48 afiches premiados en la XIIBienal Internacional del Cartel en México, Homenaje a Posada, en ocasión del centenario del grabador. Los carteles son una muestra más de la influencia de Posada en las generaciones de artistas plásticos que lo sucedieron.


La idea de usar las rejas del Bosque de Chapultepec para muestras de fotografía o el amplio Paseo de la Reforma para exposiciones de esculturas monumentales, es prueba de esa política que pone las expresiones artísticas al alcance de todos. No he perdido nunca la oportunidad de recorrer estas muestras porque siempre me han parecido de excelente calidad, nunca mero relleno del espacio disponible.

El arte en la calle. La cultura al alcance de todos. Esa es una de las grandezas de México que tradicionalmente y a través de gobiernos de diversa ideología ha podido mantener una política cultural de acceso abierto, al menos en lo que al consumo de cultura se refiere. Otro cuento son las mafias culturales que medran del poder, los grupos y capillas que acaparan los medios puestos a disposición de los creadores, pero a nivel del beneficiario final, el acceso suele ser libre y gratuito en muchos casos. En este caso, miles de personas pueden disfrutar durante todo el año de una docena de actividades en torno al centenario de Posada. 

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A menudo me domina la impresión
de que nunca llegaré a saber, a ciencia cierta,
qué lugar ocupo en el mundo de los vivos.
                                     —Raúl Teixidó

24 marzo 2013

Entre los muertos


La pluma de Mariano Azuela

Ahora me voy a poner fúnebre, aunque no sea día de difuntos. No sé exactamente el porqué, pero siempre me han interesado los cementerios. Los hay propios y ajenos. Los propios son aquellos donde suelo visitar a mis seres queridos, los más próximos en el afecto. Los ajenos son los otros, que me interesan por su historia, su arte y su arquitectura. A lo largo de varias décadas he ido fotografiando aquello que me parece singular en ellos, con la idea de armar alguna vez una muestra. Mejor que sea antes de emprender ese camino.

Hay cementerios clásicos a los que he vuelto varias veces, como el de Père Lachaise en París, cerca del cual viví un año. Allí he paseado entre los mausoleos de Miguel Angel Asturias, Edith Piaf, Jim Morrison, Moliere, Balzac, Chopin, Delacroix y Oscar Wilde, uno de los más visitados, entre muchos otros. Cada mausoleo en Père Lachaise es una obra de arte monumental. En el de Montparnasse, en la misma ciudad, reposan a pocos pasos uno del otro César Vallejo y Julio Cortazar. Sus tumbas son muy sencillas. Años atrás escribí un cuento de humor negro sobre este cementerio: “Chez Papa”, que aparece en mi libro Cruentos.

Clásico es también el Cementerio Colón en La Habana (donde están Alejo Carpentier, José Lezama Lima), el de La Recoleta en Buenos Aires (Bioy Casares, Victoria y Silvina Ocampo), el de Araca en Sao Paulo, y los más antiguos de Boston, los primeros fundados por los ingleses del Mayflower en territorio norteamericano. El de Arlington, en Washington, figura en alguna lista entre los diez cementerios más “famosos” del mundo, pero eso de la fama es relativo, sobre todo cuando se trata de la muerte. A mi no me impresionó.

A fines del año 2012, sobrecogido por su leyenda, recorrí en el centro de Praga el viejo cementerio judío que le ha servido de inspiración a Umberto Eco en su novela más reciente, y también estuve en el cementerio judío de Olsany, en Zizkov, donde está enterrado Franz Kafka con sus padres.

He visitado cementerios remotos como el de Mompox, esa maravillosa ciudad extraviada en pleno Río Magdalena, en Colombia; y otros más cercanos pero no menos fascinantes como el señorial cementerio de Sucre, en Bolivia o el de Porto Alegre cuya arquitectura en varios pisos es esplendorosa.  

También me atraen los cementerios más pequeños, esos que uno encuentra en cualquier país a los lados del camino, humildes, con sus cruces torcidas y sus colores chillones, a veces aledaños a una vieja capilla de piedra o de adobe.


Las horas finales de la tarde son las mejores para fotografiar cementerios, porque la luz es cálida y las sombras envuelven las estatuas y los monumentos funerarios. En medio del blanco predominante los colores de las flores, aunque sean de plástico, resaltan.

Volví luego de muchos años al Panteón de Dolores, en pleno Bosque de Chapultepec en Ciudad de México, el tercer parque urbano más extenso del mundo, con 685 hectáreas, y el primero en una ciudad capital.

El lugar más importante del cementerio es la Rotonda de las Personas Ilustres (que antes se llamaba “de los hombres ilustres”) donde yacen los restos de 116 celebridades mexicanas (tiene capacidad para 145), de las que cito solamente algunas que me interesan: los artistas plásticos David Alfaro Siqueiros, Juan O’Gorman, José Clemente Orozco y Diego Rivera, los músicos Agustín Lara, Manuel M. Ponce, Juventino Rosas y Silvestre Revueltas; los escritores Mariano Azuela, Carlos Pellicer, Rosario Castellanos, Alfonso Reyes y Amado Nervo, en sándwich entre políticos, militares, científicos y de todo un poco.  
Alfonso Caso y Agustín Lara, contrastes más allá de la vida

En un amplio círculo están dispuestos en dos filas los mausoleos de estos grandes personajes de la historia contemporánea de México, pero no son todos los que están ni están todos los que son. Uno se pregunta cuales son los criterios para elegir a los que tendrán derecho a ser parte de ese selecto grupo, y quien fija esos criterios (probablemente el “dedazo” presidencial). Lo cierto es que entre los notables que allí están, hay “notables” ausencias, como las de Juan Rulfo, Salvador Novo y Octavio Paz, para citar solamente tres de los grandes de la literatura mexicana y latinoamericana.

Algunas personalidades manifestaron en vida su deseo de no integrar la Rotonda de las Personas Ilustres, como es el caso del pintor Rufino Tamayo, de el compositor José Alfredo Jiménez, y el gran impulsor de la cultura mexicana José Vasconcelos.

Es difícil saber si los mausoleos de la Rotonda de Personas Ilustres fueron diseñados de antemano por los propios ocupantes, o si fue la familia o el Estado quien decidió sus características. Sea como fuere, es interesante comparar la sencillez de algunos con la opulencia de otros.

David Alfaro Siqueiros
Quizás el más sorprendente por su grandilocuencia, colorido y tamaño (unos 3 metros de altura) es el mausoleo de David Alfaro Siqueiros, una obra suya. A los músicos Manuel M. Ponce y Agustín Lara los enterraron debajo de esculturas bañadas en pintura dorada que refulge con el sol de la tarde, una idea estridente. Y a la actriz Dolores del Río, memorable por sus interpretaciones en la época de oro del cine mexicano y en importantes películas de Hollywood, la castigaron con un monumento extraño, por no decir feo, una escultura de conos de metal que no está bien claro lo que representan.

Contrastan con estos estrambóticos monumentos funerarios, otros de extrema sencillez como el de José Clemente Orozco, un simple muro de lava volcánica rojiza, y los del músico Carlos Chávez, el pintor Juan O’Gorman y el arqueólogo Alfonso Caso, sencillos bloques de piedra rústica sin ningún adorno.  

María Izquierdo, pintora
Entre la opulencia y la sencillez, están aquellos mausoleos que se alejan de la solemnidad y le ponen un toque de arte a la muerte, y a veces algo de humor, algunos intencionalmente y otros involuntariamente. Me gustó el de la pintora María Izquierdo, con figuras graciosas salidas de sus cuadros, el del escritor Mariano Azuela, una gran pluma de piedra y el de Alfonso Reyes, con su firma y su cabezota. Al líder de luchas sociales Heberto Castillo, lo cubrieron de una enorme caja de vidrio verdoso, como una pecera, con la que quizás pretendían simbolizar la transparencia e incorruptibilidad que caracterizó su accionar político.

Uno de los mausoleos más interesantes es el de Diego Rivera, que muestra la réplica de la mascarilla mortuoria del pintor, y la de sus manos; mientras que la mascarilla mortuoria de Amado Nervo, y toda su tumba, está protegida debajo de una curiosa carpa de vitrales de color.

Más allá del espacio circular dedicado a los personajes ilustres, el Panteón de Dolores está dilapidado, en ruinas. Su mantenimiento es a todas luces inexistente.  Para evitar la profanación de los mausoleos, algunos han sido completamente cubiertos de rejas. Las tumbas están rotas y la basura se acumula por todas partes. Casi todas las placas de metal han sido robadas, incluso algunas de la Rotonda de Personas Ilustres, que ahora carecen de identidad y donde ni siquiera arde la llama de fuego “eterna” que se supone debería estar encendida todo el tiempo. Salta a la vista que solamente cuando se hace algún acto pomposo, a los que son tan afectos los mexicanos, se limpia el lugar.
Diego Rivera

José Clemente Orozco
Y de todo esto, los muertos, ilustres o ignorados, no saben nada ni les importa. Sus huesos, en algunos casos, han desaparecido, como sucedió con el grabador José Guadalupe Posada, cuyo centenario se celebra este año.

Hace tiempo que me hago la pregunta: en este mundo ¿son más los vivos o los muertos? Y encuentro la respuesta en una investigación del Population Reference Bureau, que revela que por cada habitante vivo en el planeta, hay 15 muertos, aunque sean polvo y ceniza.  Multipliquemos los 7 mil millones por 15… y siempre serán más los muertos que los vivos.



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polvo de estrellas
sobre la fosa común
que habitamos

—Adriana Almada