(Publicado
el jueves 10 de octubre de 2024 en Brújula Digital, Público Bo, ANF y Cuarto
Intermedio)
Mi amigo Pierre
Kalfon me dejó un regalo precioso antes de despedirse de este mundo a los 89 años,
el 14 de octubre de 2019: un ejemplar de sus memorias Gracias a la vida
(así en castellano, aunque el libro es en francés), publicada un mes antes de
su muerte y dedicada a su bisnieta más reciente, Clara Victoria Agatha. “Una
manera de unir un siglo a otro”, escribió. Pandemia de por medio, recién pude
recoger el ejemplar tres años después, de la mano de su hijo Jerome, quien me
contó las circunstancias de su partida.
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Pierre Kalfon
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Al leer la obra
que publicó como edición personal limitada y sin sello editorial, “para la
familia y algunos amigos”, rememoro las veces que estuvimos en París, en Managua,
en Roma o en La Paz, y lo mucho que disfruté su amistad, su jugosa experiencia
latinoamericana y su sentido del humor. Cada vez que llegaba a París, sabía que
tendríamos al menos una tarde o noche de charla, buen vino y quesos, con Pierre
y con Nicole, a veces con Theo Robichet o Jean Mendelson y otros amigos, en su
departamento del sexto piso en la rue Quatrefages, muy cerca de la Gran
Mezquita y del Jardín de Plantas, a cuatro cuadras de donde aterricé como exiliado
novato en 1972, y muy cerca de donde ahora vive mi hija mayor y dos de mis
nietas. Es como si el destino hubiera acercado los espacios en el mapa para
facilitar los encuentros.
Tengo 22 páginas
de notas tomadas a mano mientras leía sus “reminiscencias” (término que él
prefirió en lugar de autobiografía), y no sé si podré resumir mis emociones y
hacer un comentario digerible. Cada página me trae a la memoria anécdotas e
imágenes, como si fueran la llave para transitar de ida y vuelta un portal del
tiempo comprimido. Él mismo en el preámbulo aborda la dificultad de escribir
una autobiografía, que califica de “misión imposible” porque la única manera
sería con una película que registre todo hasta en los mínimos detalles, pero
eso “sería aburrido”.
Pierre no
escribió sus memorias porque ya no veía. Las dictó a su amiga Colette Vacquier
y luego revisó con otro amigo y colaborador, Karim Sarroub. Una degeneración
macular le impedía leer y escribir. Los últimos correos que intercambiamos eran
cada vez más cortos y espaciados, y cuando nos veíamos en París notaba su
enorme frustración, aunque su visión periférica le permitía todavía desplazarse
solo por su casa y por el barrio.
Los diez
capítulos de su última obra cubren en 280 páginas una vida plena laboral,
creativa y familiar, desde su nacimiento en Orán (Argelia) de padres judíos
sefaraditas, hasta sus últimos años en París, pasando por su tiempo en
Argentina, en Chile, en Colombia, en Uruguay y en Italia, en diferentes
capacidades: director de la Alianza Francesa, agregado Cultural, corresponsal
de Le Monde, funcionario cultural de la Unesco, escritor, etc. Una vida que él
escogió variada y orientada sobre todo hacia América Latina y con especial
devoción por Chile (donde estuvo en dos periodos), lo cual explica entre otras
cosas el título de sus memorias, tomado de la canción de Violeta Parra.
Aunque solamente
regresó a Orán en dos o tres ocasiones, sin duda su infancia y adolescencia
allí lo marcaron profundamente. Argelia era todavía colonia francesa y desde
sus primeros años Pierre fue testigo de las luchas por la liberación, pero
también de un entorno cultural muy diverso, donde judíos como él convivían con árabes
y españoles pobres. Su destino de pied noir (“pie negro”, francés nacido
en el norte de África) sería un sello identitario a lo largo de su vida. “Profundamente
ateo”, cita a su buen amigo Edgar Morin, también judío: “Puedo, como Spinoza,
ser ajeno a toda idea de pueblo elegido. Puedo y quiero basar mi filosofía en
el mensaje de la democracia y de los filósofos de Atenas y no en el de las
Tablas de la Ley.”
En Orán fue
testigo de la II Guerra Mundial, la disputa territorial y el desembarco de los
soldados gringos en 1942. Su afición por la pesca submarina pero también por el
esquí de montaña data de esos años. Puede parecer improbable, pero su primera
experiencia de esquí (de las muchas que tendría en Francia, en Suiza, en Chile
y en otros países) se produjo en las alturas de Chréa, en la propia Argelia, a
menos de 70 km de la capital. Su espíritu aventurero lo llevaría a muchas otras
montañas a lo largo de su vida.
No duda Pierre
en narrar con naturalidad y sin ninguna inhibición otro tipo de “aventuras” que
fueron centrales a lo largo de su vida. En Orán fue desflorado (dépucelé)
a los 17 años y a partir de allí su biografía está sembrada de guiños que
sugieren las aventuras que tuvo, toleradas por la única mujer que importó en su
vida, Nicole Kervévan, madre de todos sus hijos con excepción de la mayor, que
fue resultado de una corta aventura juvenil. El sexo es un leit motiv
importante en este testimonio autobiográfico, y era un tema recurrente en
nuestras charlas. De hecho, para su libro anterior, Amour (pas) toujours
(2019), pidió a sus amigos y amigas, incluido yo, el relato de una experiencia
íntima, que luego transformó con picardía en una serie de cuentos eróticos,
disimulando con seudónimos a los autores originales.
Su primer viaje
a París, a los 17 años está marcado también por la aventura con una dama de
compañía que le dejó un recuerdo indeleble… y requirió de tratamiento médico.
Pero lo importante es que París se convirtió muy pronto en su destino, ya que
decidió estudiar allí cine, nada menos que en el IDHEC, el Instituto de Altos
Estudios Cinematográficos (donde estudié veinte años más tarde), y después
literatura, embrujado por El rojo y el negro de Stendhal. Lo disuadió el
historiador Marc Ferro (otra casualidad que nos vinculaba, ya que fue mi
profesor en la Escuela Práctica de Altos Estudios Sociales). Finalmente, luego
de idas y venidas entre París y Marruecos se inclinó hacia las ciencias
políticas.
El futuro del
joven Kalfon se iba dibujando al azar de las oportunidades y de las decisiones
que tomaba guiadas por su sed aventurera, por ejemplo, su temprana adhesión al
Partido Comunista Francés a los 19 años de edad, o su primera paternidad (irresponsable
según él mismo), a los 22 años de edad luego de una relación tan apasionada
como breve. Fue padre por segunda vez, a los 24 años, cuando le tocó el
servicio militar, en plena Guerra de Argelia. El azar quiso que, por su mal
comportamiento en el cuartel de Vincennes, donde estaba a cargo de la
cinemateca del ejército, fuera destinado como castigo a la base de
paracaidistas en Romainville. “Un regalo del cielo”, escribe, porque no podía
existir un mejor desafío para su espíritu aventurero que tener la oportunidad
de lanzarse desde un avión dando gritos de júbilo.
Por suerte para
su dicotomía argelino-francesa, no tuvo que participar en la guerra. Con
Argelia independiente, otros caminos lo esperaban en América Latina. Abierto a
experimentar, aplicó a un puesto de director en la Alianza Francesa de Rosario
(Argentina), donde partió en barco con Nicole y sus hijos Pia (3 años) y Jerome
(9 meses). A partir de allí su vida iba a cambiar de manera extraordinaria. De
1958 a 1965 vivió en Rosario, Mendoza y Mar del Plata (d0nde en 1960 nació su
hija Valérie). Pierre comenzó detestando Argentina y terminó amándola, según
sus propias palabras. Al punto de que el primer libro que publicó en su vida
fue sobre Argentina, en la colección Petite Planète de la prestigiosa editorial
Le Seuil.
En sus
“reminiscencias” dedica varias páginas a la pampa argentina y su historia.
Menciona los enfrentamientos de los indígenas con los estancieros, una
verdadera guerra donde el silbido de las boleadoras tenía un efecto sicológico,
hasta que los estancieros introdujeron los alambres de púa inventados por los
ingleses y el fusil Remington de la guerra de Secesión de Estados Unidos. Años
después Pierre haría su primera (y última) incursión en la novela con Pampa
(2007, Le Seuil). Lamentablemente el libro no se tradujo al castellano.
Además de su
reputación como eficiente organizador y gestor de la Alianza Francesa en las
ciudades argentinas donde vivió, Kalfon fue cónsul honorario en Mendoza, un antecedente
de la carrera diplomática por la que optó después, y representante de Uni France
Films, con lo que cultivó su afición por el cine.
No sospechaba
que en su siguiente estadía en América Latina, de 1967 a 1973, viviría en Chile
uno de los periodos más intensos: la llegada al poder de la Unidad Popular y el
derrocamiento sangriento de Salvador Allende con el golpe militar de Pinochet. Su
regreso a la región se había producido a raíz de su nombramiento como agregado
Cultural de la embajada de Francia. “Una vez más el cine me perseguía”, escribe
al recordar que una de sus funciones diplomáticas era organizar ciclos de cine
francés. Su cargo diplomático le permitió trabar amistad con lo más granado de
la cultura chilena. Su visita a Pablo Neruda en Isla Negra, su relación con
Jorge Edwards y sus viajes por la estrecha y alargada geografía convirtieron a
Chile en su nuevo amor, al punto que eligió San Pedro de Atacama como el lugar
donde quería construir una casa para quedarse a vivir allí. Sus descripciones
de ese lugar muestran una suerte de encantamiento mágico que lo subyugaba en
ese desierto que alguna vez fue territorio boliviano.
Rápidamente se
involucró en el proceso democrático de cambio social que vivía Chile. Sus agudos
análisis de la coyuntura política se publicaban en Francia, en el prestigioso Le
Monde, hasta que luego de ganar las elecciones Salvador Allende, el 4 de
septiembre de 1970, el diario francés le pidió que fuera formalmente su
corresponsal. Este escritor y periodista experimentado escribía todas sus notas
a mano y luego las hacía transcribir: nunca usó una máquina de escribir y sólo
usó la computadora ocasionalmente en sus últimos años. Sus análisis sobre los
éxitos y dificultades del gobierno de Allende mantuvieron informados a los
lectores europeos durante varios años, pero ello no estaba exento de riesgos. Las
amenazas del golpe militar se cernían sobre Chile, aunque pocos podían creer
que sucedería algo así en un país con instituciones tan sólidas. En Chile
confluían las esperanzas del mundo progresista latinoamericano y de alguna
manera mundial, pero los choques con grupos conservadores alentados por Estados
Unidos eran cotidianos.
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Régis Debray y Elisabeth Burgos
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Fue entonces que Nicole y Pierre se fueron diez días de
visita a Bolivia, donde el clima social y político no era mejor. En un vuelo
que los llevaba de La Paz a Sucre, conocieron a Elizabeth Burgos, la compañera
de Regis Debray que estaba preso en Camiri. Pierre narra en tono jocoso algo que
vieron en Sucre durante esa visita: los estudiantes y la policía se enfrentaban
en las calles durante la mañana, pero ambos bandos hacían una pausa para
almorzar antes de seguir la confrontación en la tarde. “¿Era una señal de
civilización?”, se pregunta. En Bolivia fracasaría poco después la Asamblea del
Pueblo instalada durante el gobierno del general Juan José Torres, y centenares
de exiliados políticos cruzarían la frontera hacia Chile. Debray había sido
liberado y en Santiago solía visitar la casa de Pierre, con una enorme pistola
en la cintura, “regalo de los cubanos”.
El testimonio de
Pierre sobre el golpe militar del 11 de septiembre de 1973 ocupa algunas de las
páginas más vibrantes de su relato. En ellas cuenta cómo usó su escudo
diplomático para ayudar a quienes eran perseguidos y corrían riesgo de muerte. Una
tras otra, las escenas de desolación reviven en su memoria: la muerte y el
entierro de Neruda, los cadáveres flotando sobre las aguas del Mapocho, los centenares
de presos políticos en el estadio de Santiago. Nuestro amigo Theo Robichet, que
aterrizó con una carta de recomendación de Debray (que había salido un mes
antes), registró esas terribles escenas en el documental Septiembre chileno
(1973) que realizó junto a Bruno Muel. Pierre no manifiesta ese mismo respeto
por el cineasta chileno Helvio Soto, que no habiendo estado en Santiago durante
el golpe, le pidió más tarde en Buenos Aires que le hiciera un relato
pormenorizado de los hechos. Dos años después descubrió que esa información le
había servido a Soto para elaborar su largometraje Llueve sobre Santiago
(1975), donde el papel de periodista lo interpreta Laurent Terzieff: “Un film
fallido de un director mediocre”, escribe Pierre en sus memorias.
Por razones de
golpe mayor, una nueva etapa se abrió en la vida de Pierre Kalfon y su familia.
Atrás quedó San Pedro de Atacama y muchos sueños y esperanzas. De regreso a
París no trabajó como periodista sino en la Unesco, lo cual inaugura otra etapa
definitoria de su vida.
Cuando su relato
íntimo aborda el primer quinquenio de la década de 1970, nuestros caminos se
“intersectan” (anglicismo que prefiero a “intersecan”, que recomienda la RAE). Conocí
a Pierre por intermedio de Theo Robichet, y lo frecuenté desde entonces con el
entusiasmo del joven estudiante a quien un maestro acoge generosamente en su casa.
Fue Pierre quien me animó a escribir sobre Bolivia para la colección Petite
Planète, donde él ya había publicado el correspondiente a Argentina, una obra
deliciosa, llena de humor y conocimiento sobre el país donde pasó siete años en
su primera incursión latinoamericana. La colección había sido fundada por el cineasta
Chris Marker en 1954, quien la describió así: «No son guías, ni libros de
historia, ni folletos propagandísticos, ni impresiones viajeras; son
conversaciones con personas a las que nos gustaría escuchar porque son
sensibles e inteligentes, y porque saben cosas insólitas sobre países adonde
nos gustaría ir aunque sólo sea con nuestra imaginación.»
Simone Lacouture,
directora de la colección Petite Planète había escrito la obra sobre Egipto.
Cuando llegué a verla a su oficina en la Rue Jacob me dijo que el libro de
Pierre era el mejor, una suerte de inspiración para todos los demás autores. “Pero
usted no puede escribir el libro sobre Bolivia” me dijo sin ambages, y al ver
mi rostro entre humillado y sorprendido, añadió: “Por dos razones: el francés
no es su idioma materno y además no queremos libros escritos por autores sobre
su propio país”. Efectivamente, en los 57 títulos publicados hasta entonces,
ninguno había sido escrito por un autor de la misma nacionalidad. Le ofrecí un
trato: en un par de meses le iba a entregar dos o tres capítulos del libro, en
perfecto francés, y si no le gustaban no había ningún compromiso. Trabajé
bastante en esos textos, que traduje yo mismo con la ayuda invalorable (y
gratuita) de mi amiga Monique Roumette, y se los llevé a Simone Lacouture. Poco
tiempo después firmé el contrato para ese pequeño libro que me dio muchas
satisfacciones. Fue la edición más grande que se haya hecho de mis libros: 30
mil ejemplares en el primer tiraje. Bolivie (1981) se publicó con el
número 63 en la colección Petite Planète.
De los
encuentros memorables con Pierre, está por supuesto nuestra experiencia en la
nueva Nicaragua que emergió de la revolución sandinista en julio de 1979. Ambos
estuvimos durante unos meses en 1981, él como asesor de Unesco en el ministerio
de Cultura y yo como consultor del PNUD en el ministerio de Planificación que
encabezaba el “comandante Modesto”, Henry Ruiz, hoy enfrentado a la dictadura
de Daniel Ortega. Pierre había comenzado su trabajo con Unesco en Colombia,
donde estuvo en 1975 y 1976. Al mirar retrospectivamente su experiencia en
Nicaragua, Pierre manifiesta la misma frustración de todos los que vivimos los
primeros años estimulantes de la revolución sandinista, totalmente
descuartizada por Daniel Ortega tres décadas más tarde. No escatima palabras
para calificar al dictador de la república centroamericana.
A su regreso a
Francia, continuó trabajando en la Unesco, en el gabinete del director general
con el encargo de escribir los discursos del senegalés Amadou-Mahtar M'Bow
(fallecido a los 103 años este 24 de septiembre de 2024). A propósito de ese
periodo, desliza algún comentario socarrón cuando cuenta que M’Bow no sabía
leer sus discursos, por lo que había que resaltar con lápiz rojo y azul las
frases y palabras más importantes, las pausas o los énfasis de entonación.
Definitivamente
la burocracia de la Unesco no era lo que prefería, por ello decidió regresar al
servicio diplomático francés cuando se abriera una oportunidad. Esta se dio con
su nombramiento en 1983 como consejero cultural de la embajada de Francia en
Roma, donde lo visité alguna vez en el maravilloso palacio Farnese, de
arquitectura renacentista, cedido en 1936 a Francia por el gobierno italiano
durante 99 años, situado a dos cuadras del rio Tíber y muy cerca de la plaza
Campo di Fiori, donde el año 1600 fue quemado vivo por la Santa Inquisición el
astrónomo, filósofo y poeta Giordano Bruno. Los dos años de Pierre en Italia
fueron de esparcimiento y dedicados a la cultura, para lo que Roma se presta
con creces. Además, fiel a sus inclinaciones traviesas, alquiló un departamento
donde el dormitorio contaba con una enorme cama matrimonial rodeada de espejos.
Los capítulos siguientes
de las memorias de Pierre Kalfon parecen narrados con más prisa que placer. Su
actividad diplomática en Uruguay (1988-1990) como consejero cultural, su
regreso a París (1990-1992), sus múltiples viajes por el mundo, su dedicación a
los hijos y nietos, se entretejen en un relato más pausado que rescata
episodios dispersos.
Lo más
importante de los años que siguen es su investigación para la biografía del
Che, considerada una de las mejores junto a la de Jon Lee Anderson. Para
escribir Ernesto Guevara, una leyenda de nuestro siglo, publicada
primero en francés en 1997 (y luego en castellano, portugués, italiano y algún
otro idioma), Pierre dedicó varios años de su vida no sólo a reunir una enorme
biblioteca relacionada con el personaje, sino a recorrer los lugares por los
que el Che había pasado y a entrevistar a quienes lo habían conocido.
El inicio de su investigación
en 1991 coincidió con su regreso a Chile después del retorno a la democracia y
la caída en desgracia de Pinochet (que no sólo resultó ser un dictador sino un
ladrón de marca mayor). Pierre volvió por la puerta grande al país de donde
había sido expulsado. Como consejero cultural de la embajada de Francia (un
rango más alto que el de agregado cultural, que había ocupado a principios de
la década de 1970), encontró de 1992 a 1995 un país muy diferente. “En este
regreso a Chile, Nicole y yo sentimos la misma ansiedad impaciente de los
exiliados que vuelven a casa después de veinte años de ausencia. Sabíamos, por
supuesto, que diecisiete años de dictadura habían tenido un efecto definitivo
en la sociedad, en el comportamiento de la gente y en su visión política. Pero no
sabíamos hasta qué punto se había transformado la mentalidad general”, escribe
con amargura. “Nos cambiaron nuestro Chile”, agrega al constatar que el país
combativo y solidario que habían conocido, era ahora “un país como los otros”,
motivado por el dinero, el consumismo y las apariencias.
Aun así, retomó
el proyecto-sueño de construir una casa octogonal en su “querencia”, una colina
cerca de San Pedro de Atacama, el lugar que le había fascinado siempre a pesar
del paisaje austero y desértico. Pero al consultar sobre la disponibilidad de
agua tuvo que abandonar la idea. Aunque no del todo… Escribe en sus memorias
que en su testamento dejó establecido que sus cenizas sean dispersadas en aquel
lugar. Algo que habría de suceder más temprano que tarde.
La última etapa
de la vida y del relato biográfico de Pierre Kalfon transcurre en París a
partir de 1995, dedicado de lleno a la actividad intelectual, para lo cual se
empeñó en fabricar un buen escritorio y estanterías con media tonelada de
madera mañio (Podocarpus nubigenus) endémica en la Patagonia, que
llevó desde Chile en el contenedor diplomático al que tenía derecho. Durante
ese periodo retomó los viajes de investigación para escribir la biografía del
Che. Le dedicó dos años a la escritura, a mano, como siempre. Las únicas
interrupciones que se permitía eran para nadar muy temprano en la mañana y para
unir su voz a una coral que se reunía una vez por semana en la parroquia de
Saint Médard.
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Loyola Guzmán, Pierre Kalfon y Ted Córdova Claure
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Bolivia fue una
de las etapas de su investigación y pude colaborar en el empeño convocando a mi
casa, para una velada de animadas conversaciones, a Loyola Guzmán, a Freddy
Alborta, a Ted Córdova Claure, a Marcelo Quezada, a Carlos Soria Galvarro y a Amalia
Barrón, todos ellos vinculados en mayor o menor medida con la presencia del Che
en Bolivia. Pierre menciona ese encuentro en sus memorias y cuando su libro sobre
el Che se publicó, me obsequió uno de los primeros ejemplares con una
dedicatoria que subraya el logro de haber creado una biografía y no una
hagiografía: “Querido Moro, Encore merci pour m’avoir aidé à investiguer
l’histoire bolivienne de ce Che à présent débarrassé des secrets de
l’hagiographie”.
No estaba
todavía impreso el libro en la editorial Le Seuil, que ya se realizaba un filme
documental con guion de Kalfon, dirigido por Maurice Dugowson (fue la última
película del director francés, fallecido en 1999) y se estaban negociando
versiones a otras lenguas. Pero la traducción al castellano realizada en
Barcelona por Plaza & Janés hizo montar en cólera a Pierre porque era
pésima y tuvo que corregirla él mismo de pe a pa durante el verano de 1997, con
tanta rabia contenida durante ese proceso, que al concluir la tarea fue hospitalizado
con un cólico nefrítico.
Es poco usual
que en una autobiografía el autor se ocupe de lapidar verbalmente a personajes
que le caen mal o que le han hecho algún daño, pero Kalfon lo hace varias veces
a lo largo del libro, sin rodeos, con claridad y contundencia. La explicación
está no solamente en su libertad de pensamiento adquirida de joven y cultivada
a lo largo de su vida, sino también porque este testimonio de vida era parte de
un plan concebido meticulosamente.
La vista de
Pierre se deterioraba progresivamente, ya no podía escribir y tampoco leer,
aunque lo hizo un tiempo con una lupa enorme que le permitía descifrar textos
cortos. Ello no impidió que fueran intensas las actividades en los últimos años
de 1990 y toda la primera década del nuevo siglo y milenio. Con el cineasta
chileno Patricio Henríquez retornó a Santiago para filmar 11 de septiembre, el último combate de Salvador
Allende
(1998) donde reconstruye con exactitud la soledad histórica de sus últimas
horas y el dramático suicidio de Allende, con testimonios de testigos
presenciales. Ese mismo año reunió sus mejores textos sobre Chile publicados dos
décadas antes en Le Monde y en Le Nouvelle Observateur, en el
libro Allende: Chile 1970-1973, con prefacio del historiador Marc Ferro,
su maestro de historia en Orán y amigo desde entonces (otra casualidad:
profesor mío en la École Pratique de Hautes Études, en París).
Su espíritu
inquieto lo lleva a iniciar una nueva aventura el año 2000: su novela Pampa
(2007) cuyo origen fue una tesis doctoral que nunca cristalizó como tesis, pero
sí como un apasionante relato histórico. Para prepararla viajó a Argentina y se
adentró durante casi tres meses en un jeep 4 x 4 en los lugares donde la
historia de fines del siglo XIX situaba a los personajes y los hechos. Recorrió
11 mil kilómetros en pleno verano austral. Quería sentir el entorno geográfico
para no escribir de memoria. Al leer la novela el lector sabe que Pierre estuvo
allí, que sus descripciones no sólo se ajustan a la realidad, sino que la
recrean en los menores detalles. “Ya terminé mi novela, sólo me queda
escribirla”, dice parafraseando a Racine.
Con esa obra
cierra con broche de oro su actividad creativa. Cuando reflexiona en sus
memorias sobre Argentina, rinde un homenaje a esa América Latina que adoptó y
que fue tan importante para toda su familia, sus cuatro hijos, once nietos y
ocho bisnietos. El parto de la novela fue largo, nunca antes había tardado
tanto en escribir una obra. Luego, la unidad del libro autobiográfico se rompe
para dar paso a un rompecabezas donde se acomodan en la gran fotografía de su
vida, las anécdotas, los viajes de placer a diversos rincones del mundo, las
invitaciones para presentar sus películas y sus libros anteriores, los
encuentros con personajes interesantes, los comentarios sobre política francesa
y los infaltables episodios eróticos de los que se vanagloria discretamente,
sin ir más allá de las menciones que cualquier lector atento puede interpretar.
En la conclusión se refiere a esos frecuentes “guilledou” que Nicole toleraba
porque tenía la certeza de ser la única mujer de su vida, Pierre dixit.
Aunque casi ciego
y con 80 años encima, no le faltaba energía para seguir practicando, además,
otros deportes de alta exigencia física. Era tan feliz esquiando o buceando
como lo había sido lanzándose en paracaídas cuando era muy joven. Todo esto
está narrado a partir de las notas que tomaba para no olvidar aquello que ya
vislumbraba que sería parte de sus memorias. De ahí la impresión fragmentaria
de las últimas páginas, donde ya no se toma el tiempo de desarrollar los
episodios que la vida le sigue regalando.
Diez líneas
antes de poner el punto final a sus memorias y de transcribir en su integridad
el poema/canción de Violeta Parra, parece anunciar el desenlace: “Hay que saber
retirarse cuando llega el momento”.
Terminé de leer
con emoción las memorias que Pierre Kalfon escribió exclusivamente para su
familia y amigos, sin otro sello editorial que su propio nombre. Lo hizo sin
pretensiones literarias, en un estilo directo, fresco y sincero. Dan ganas de
volver a París y visitarlo una vez más en el departamento de la Rue de
Quatrefages para darle un fuerte abrazo, cruzar observaciones, encuentros
comunes o lugares en los que coincidimos en diferentes etapas, o simplemente
caminar juntos por las arenas romanas de Lutecia, la Gran Mezquita de París o
el Jardín de Plantas, lugares emblemáticos de su barrio. Pero sé que ello ya no
es posible. Gracias a la vida se publicó en septiembre de 2019. Un mes
más tarde, el 14 de octubre, meses antes de cumplir 90 años de edad, decidió
partir en tranquilidad y en paz con la vida que vivió intensamente.
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La tragédie est faite, il ne reste plus qu’à l’écrire.
—Jean Racine