¿Quién dijo que las malas noticias
vuelan? Recién ahora me entero, casualmente y con dos semanas de retraso, de la muerte de mi amigo Rubén
Bareiro Saguier el martes 25 de marzo en Asunción, a los 84 años de edad. Como suele suceder en estos casos, se me viene
a la memoria un torbellino de imágenes y momentos en los que coincidimos para
renovar nuestra antigua y lejana amistad.
El hecho de que Paraguay esté pegadito a
Bolivia y de que la historia de ambos países esté indisolublemente unida por una
guerra entre hermanos, no ha hecho que nos conozcamos mejor. Muy lamentablemente.
Es como si el Chaco fuera un mar de sed que nos ha mantenido aislados el uno
del otro, incapaces de sostener el abrazo con el que dimos por concluida una
guerra estúpida (como todas las guerras) en 1935.
Quizás por ello y por la espesa frontera
que nos aparta pocos conocen en Bolivia acerca del poeta, narrador, estudioso y
defensor de la lengua guaraní que ha sido Rubén Bareiro Saguier, el último gran
escritor del exilio y sin duda el más importante después de Augusto Roa Bastos.
Desde que ganó en 1952 el primer premio del Concurso Ateneo Paraguayo, cuando
tenía escasos 22 años de edad, no cesó de trabajar arduamente para construir
una obra sólida que incluye poemarios, ensayos y narrativa.
En 1971 cometió el pecado de obtener en
Cuba el Premio Casa de las Américas por su libro de cuentos Ojo por diente. Tremenda afrenta para la
dictadura de Stroessner que lo encarceló y etiquetó como “comunista”. Fue
liberado luego de una campaña internacional que reunió las firmas de
distinguidos intelectuales del mundo y de América Latina, desde Roland Barthes
y Jean Paul Sartre hasta Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez.
Rubén Bareiro Saguier en París, septiembre 1978 |
Le esperaba un largo destierro en París,
donde nos conocimos y nos frecuentamos a mediados de los años 1970. El tenía entonces poco más de cuarenta años y yo poco más de la mitad, pero ambos habíamos
llegado a la capital francesa siguiendo los senderos paralelos del exilio y
eso acortaba la diferencia de edad. Nos veíamos en las plazas y callejuelas del
barrio latino y a veces en su casa, donde hacía gala de excelente anfitrión,
preparando él mismo la cena.
Su vida sentimental fue siempre apasionada, lo cual algunas veces se tradujo en rupturas escandalosas. Me cuenta Elizabeth Burgos en un correo electrónico que entre risas y lágrimas Rubén le había confiado que una de sus mujeres, al separarse de él, cortó todas sus corbatas, un gesto de alto significado simbólico.
Su vida sentimental fue siempre apasionada, lo cual algunas veces se tradujo en rupturas escandalosas. Me cuenta Elizabeth Burgos en un correo electrónico que entre risas y lágrimas Rubén le había confiado que una de sus mujeres, al separarse de él, cortó todas sus corbatas, un gesto de alto significado simbólico.
En septiembre de 1978, poco antes de
regresar a Bolivia, nos despedimos con un largo paseo por el Quartier Latin, donde le
tomé una docena de fotos. Llevaba entonces barba y los mismos ojos saltones que
volví a ver en visitas sucesivas a París, durante la década de 1980. Cuando en
1989 regresó a Paraguay, a la caída de la dictadura, participó en la
elaboración de la constitución política del Estado de 1992. Tantos años de exilio habían fortalecido y
madurado su amor por Paraguay y por la lengua guaraní. Sus libros Literatura guaraní del Paraguay, De la literatura guaraní a la literatura paraguaya: un proceso colonial y De nuestras lenguas y otros discursos, son muestras de esa pasión. Otros títulos suyos: Pacte du sang, Biografía de ausente, A la víbora de la mar, El séptimo pétalo del viento, Cuentos de las dos orillas.
Augusto Céspedes, Rubén Bareiro Saguier, Carlos Villagra, Yolanda Bedregal y Alfonso Gumucio, La Paz, mayo 1990 |
En mayo de 1990 nos visitó en La
Paz junto a Carlos Villagra, otro escritor y diplomático paraguayo. Organicé en
mi casa una cena a la que invité a otros amigos escritores bolivianos: Augusto
Céspedes, Yolanda Bedregal, Mariano Baptista Gumucio y Manuel Vargas, entre
otros.
Dos años después regresó a París donde en
varios de mis viajes me recibió con la misma sencillez y amistad como embajador
de la democracia paraguaya en Francia, cargo que ocupó entre 1994 y 2003. Al dejar
definitivamente la capital francesa, donde había escrito la mayor parte de sus
libros, regresó a Paraguay y fue reconocido con el Premio Nacional de
Literatura el año 2005.
Rubén Bareiro, Alfonso Gumucio y Ángel Yegros en Asunción, agosto 2009 |
"Escribir es, para mi, una
necesidad. Cada vocablo, cada frase, cada poema o cuento, cada libro es el
resultado de una profunda carga que se va a cumulando hasta que el peso de la
misma desencadena la tormenta de la palabra. La necesidad de transponer
el asco y el rechazo ante la degradación de mi sociedad, da origen a
parte de mi escritura. La infancia, la prisión y el exilio transitan por
páginas y páginas y páginas. ¡Y el amor, esa dimensión absoluta de mi existencia!",
escribió.
Nos vimos por última vez en Asunción, a principios de agosto del 2009, cuando fui a presentar unos de mis libros. Me acompañó a su casa el amigo escultor Ángel Yegros, y allí encontré a Rubén fragilizado, algo tembloroso e inseguro de sus movimientos. Acababa de pasar por un problema de salud y aún no estaba completamente restablecido. Me dedicó su nuevo libro de relatos La Rosa Azul, en cuya introducción habla de las marcas que deja el exilio: “… luego de pasar un mes y tanto incomunicado en las mazmorras de la policía política, no pude pisar mi tierra durante 17 años. De 1972 a 1989 deambulé por el mundo con mi nostalgia a cuestas y mi combate sin tregua contra el sórdido tirano y su régimen corrupto”.
Las últimas fotos de Rubén que veo ahora
en internet lo muestran con la mirada cansada, los ojos hundidos en las cuencas
ensombrecidas como si la vida le hubiera dado certeros golpes de puño. El proceso de
deterioro de su salud era al parecer irreversible, ya que el propio escritor
había dejado instrucciones de ser enterrado en la Villeta de Guarnipitán, el
lugar que lo vio nacer el 22 de enero de 1930.
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Que mi lengua se pegue al paladar
si pierdo tu recuerdo, Guarnipitán.
-Rubén Bareiro Saguier