(Publicado el jueves 29 de agosto en Brújula Digital, Público Bo y la Agencia de Noticias Fides)
El preámbulo (sin fecha) de la obra Bajo la luna de Tarairí (2019) de René Ballivián Calderón, comienza de esta manera: “Hace cosa de dos meses, recibí de cierto combatiente anónimo las pequeñas crónicas ‘sueltas, desarticuladas’, como las califica su propio autor, que se consignan a continuación”. En la siguiente página añade: “No conozco, desgraciadamente, el nombre del autor de estas crónicas, la carta venía firmada con tres iniciales: AHL. Esperé a que el misterioso escribidor diera señales de vida, todo fue inútil. Atando cabos, quise identificarlo, pero no tuve éxito”.
Es frecuente en la narrativa, atribuir un testimonio autobiográfico propio a un diario íntimo ajeno, a un manojo de cartas descubiertas o a textos encontrados por azar o recibidos de manera anónima. Este recurso literario permite incorporar hechos que no necesariamente pertenecen al autor, pero sí al “narrador” imaginario, en este caso el supuesto “AHL” que habría enviado esos papeles “sueltos y desarticulados”. Lo que es menos frecuente es que luego, en el transcurso de la obra, el relato se prodigue en pistas suficientes para concluir que el autor y el narrador son la misma persona.
Sea cual fuere el recurso narrativo utilizado, este libro testimonial se une a otros que arman el mapa de la memoria sobre la guerra del Chaco que libró Bolivia con Paraguay en la década de 1930. Esa cartografía colectiva es como un rompecabezas con zonas tan precisas como un mapa y otras tan difusas como un poema que llama a la interpretación.
Bajo la luna de Tarairí reúne 24 capítulos cortos que son como viñetas que se complementan, pero no obedecen a un orden riguroso. Aunque se mencionan lugares, personajes y batallas, no es el propósito de la obra ofrecer una reconstrucción de la guerra. No incluye croquis o mapas de las zonas aludidas o de los movimientos de tropas, porque no es el objetivo, sino la mirada de alguien que participó, una mirada sin duda tamizada por el tiempo transcurrido.
A veces el autor evoca bucólicamente lugares (como Tarairí que da título a la obra), que simbolizan la destrucción de aquello que fue bello y cercano al narrador, y a veces describe de manera descarnada el horror de la guerra. En el primer caso la evocación se acompaña de las acuarelas del teniente Juan Valverde F., y en el segundo, podrían ser los dibujos de Raúl G. Prada (que no son parte del libro) que muestran los rostros turbados de los combatientes.
En las primeras páginas, la torre de la iglesia de Tarairí, salvada milagrosamente de la destrucción, se yergue en el horizonte como una señal de esperanza. “El oro de los atardeceres serenos tejíase de sombras, y llegaba la noche con todo un cortejo de misterios. En la lejanía, los valles y las colinas llenas de reposo y de austera calma eran mudos testigos de sangrienta lid, pero no sé de qué manera, frente a que el panorama, todos habíamos olvidado la triste realidad de las horas que vivíamos, cuyo recuerdo surgía en nuestra mente recién al contemplar la línea de trincheras que se retorcía caprichosa entre árboles y arbustos”.
Pero también acecha la crueldad: “Iba a presenciar por vez primera en mi vida un fusilamiento, sin embargo, todo me parecía tan lógico y natural que miraba aquellos trágicos preparativos con soberana indiferencia”. A veces indiferente, otras veces asqueado y dolido por lo aquello que presencia, el personaje narrador vive las contradicciones anímicas propias de un refinado intelectual que enfrenta una situación extraordinaria y ajena a su vida civil.
El narrador manifiesta sentimientos encontrados sobre la guerra y su participación en ella: “Nada hay tan bello, tan imponente; nada infunde más ánimo, más ardor bélico y patriótico que el escuchar un fuerte bombardeo”. Sin embargo, en otras páginas manifiesta su horror: “¡Qué espantosa matanza, matanza con saña, con furor, con una infinita sed de aniquilamiento y destrucción, es esta de la guerra! (…) He visto hombres con la faz deshecha, hombres con la cabeza decapitada por ráfagas de ametralladoras, hombres sin pies, hombres sin brazos, hombres con los intestinos afuera”.
No duda en cuantificar con rabia crítica el costo de una batalla donde se emplearon 3 mil granadas de artillería: “A 26 la granada, fueron £18,000 libras esterlinas las que se quemaron aquella mañana, o sea 1 millón 800,000 libras calculando la libra al precio del mercado libre. Ello sin tomar en cuenta las miles de granadas de mortero y los proyectiles de ametralladoras y fusilería. Es decir, que en una mañana se gastaron más de dos millones de pesos bolivianos, o sea: íntegro el presupuesto anual de Relaciones Exteriores; íntegro del presupuesto anual de Hacienda, Industria, Culto, Pensiones y Jubilaciones juntos; la mitad del presupuesto anual de Instrucción”.
A ratos se echa de menos en el relato el “yo” del supuesto narrador. Su ubicación espacial es con frecuencia errática, como si planeara a vuelo de pájaro sobre las trincheras, sin ofrecernos detalles sobre su involucramiento en las acciones, un testimonio de primera mano. Aunque los papeles son anónimos, no duda el narrador en ofrecer detalles sobre amistades y parentescos “de rancio abolengo” (p.52), relaciones por las que se revela como autor del libro y nos da a entender que, a pesar de su grado de “sargento” (p. 71), frecuenta a militares de alto rango y oficiales de mando, incluso aquellos delegados de países neutrales, como Chile y Brasil, que visitan el frente. El sargento tiene acceso a la carpa del coronel Olmos, con quien discurre sobre Keyserling, Spengler o la filosofía intuicionista de Bergson.
Desde esa posición sin duda aventajada, no escatima palabras para calificar a quienes considera personajes cuya actuación en la guerra considera reprobable, entre ellos Bilbao Rioja y el “obeso coronel” David Toro, oficiales emboscados y médicos alcoholizados que no cumplían sus deberes. También hace apuntes críticos sobre la mezquindad, el egoísmo y la envidia entre bolivianos, sentimiento “propio de espíritus débiles y de cerebros poco evolucionados”. Se refiere a “la indiferencia tan grande como su flojera” de los tarijeños, y que “el beniano y el cruceño tienen a flor de labios aquello del “colla bruto”. Y así, conceptos parecidos sobre los regionalismos lamentables de los oficiales y combatientes orureños o cochabambinos.
Diferente a todos, el mayor Germán Busch lo impresiona no sólo por la leyenda que lo precede, sino por su figura: “Los ojos de Busch son como el reflejo de azules aguas en reposo, aunque se adivina tras ellos ese fulgor que domina y electriza, cuando sucede a la calma la tempestad amenazante”. También ensalza las virtudes de su amigo el teniente Juan F. Valverde: “Magnífico ejemplar de hombre era este civil, al que la guerra le había impuesto heroísmos y condecoraciones”. Al abordar con desprecio a los emboscados y a los “matones”, menciona a Augusto Céspedes, quien le habría dicho: “Escribiré un libro que se titule La guerra del Chaco o el ocaso caso de los matones”. Son los intelectuales “con su complejo de inferioridad” los que rescata el narrador, ya que hacen un esfuerzo mayor de heroísmo para estar a la altura de lo que no se espera de ellos.
A la par, los miles de indígenas cuyos cuerpos quedaron sembrados en el Chaco, merecen su reconocimiento: “Son los indios quienes han hecho la guerra. Esta afirmación, que no admite réplica, me sugiere una interrogante cargada de amenazas: ¿volverá el indio a la ultrajante esclavitud que soportara ayer? Un hombre que ha comandado a otros, que ha rifado cien veces la vida, ¿aceptará las duras imposiciones de cualquier impávido y malvado patrón? (…) Y el pobre indígena supo luchar bravamente por algo que ni siquiera comprendía, por unas tierras exóticas y enmarañadas perdidas en uno de los confines del inmenso país boliviano”.
En algunas páginas el narrador se representa a sí mismo como un simple combatiente que no recibe un trato especial ni cuando enferma de paludismo: “Si hubiera sido el hijo de algún privilegiado, de alguno de esos cholos adinerados metidos en las ‘roscas’, seguro es que con mucho menos días habría sido transportado en avión hasta La Paz”. Aborrece a “hombres infames” que combatirá implacablemente “con la autoridad que para ello me da mi calidad de soldado…” Menciona a los hijos de los privilegiados que jamás han estado en la guerra para defender a la patria “a la que han explotado vilmente y a la que le deben sus riquezas, bien o mal adquiridas, siendo lo segundo lo más frecuente”. Y remata su manera de sentir sobre ellos: “Y privilegiados son en Bolivia los peores, porque ni siquiera, como en otras tierras, llevan en sus venas la sangre purificada de los bien nacidos. Estos privilegiados bolivianos son temibles porque tienen la traza de los mestizos y todas sus bajezas, y sus taras y su infinita ruindad”. Algunas de las expresiones, propias de aquellos años, serían cuestionadas hoy: “Cuanto más tiene de raza un hombre, es mayor también su potencia intuitiva para comprender y captar hasta los aspectos más sutiles, más ocultos y profundos de la esencia de las cosas. Es por ello que los guerreros y los estadistas han sido siempre hombres de raza”.
La guerra provoca en el narrador impresiones de dolor e impotencia que contrastan: “Cuán infinitamente solo me sentía, perdido en un mar de incomprensiones. Pero mi espíritu era co mo la roca, que en silencio soporta el batir de las olas; era como el árbol, que para vivir busca hacia adentro en la tierra, y hacia fuera sólo florece”. Sin embargo, unas líneas después, se refiere a la zozobra del “frágil velero de mi espíritu, muchas veces sin brújula…”
“Una de las características del combatiente es que durante la campaña ha idealizado su vida. En cierto modo, recuerda las cosas pasadas como el habría deseado que fueran”, afirma el narrador, sin excluirse de esa manera idealizada de ver su propia realidad, como sucede en el capítulo que refiere la visita al frente de batalla de una mujer (Amalia), con la que él protagoniza un encuentro erótico que todos los demás oficiales hubieran deseado. Aunque ese relato no es muy verosímil en el contexto de lo narrado, representa los sueños diurnos de los combatientes que durante meses no tenían contacto con mujeres.
Llama la atención (quizás por mi somero conocimiento de la guerra del Chaco) que en un solo batallón hay varios oficiales chilenos con mando de tropa (Ten. Cnel. Contreras, Cap. Ochoa, Cap. Garretón, Ten. Cnel. Aliaga, mayor Barrientos), con los que el protagonista alterna, así como lo hace en una reunión del Comando de la División, con el adjunto militar de Chile, mayor Errázuriz (“mi buen amigo”), y el agregado militar de Brasil, mayor Renjel. La descripción de este último es una pieza de humor : “Usaba un enorme casco de acero, su uniforme era color gris azulino, cruzado en todas direcciones por grande y complicado correaje; sobre el bolsillo superior, en el costado izquierdo, ostentaba vistosas insignias de variadas con decoraciones; encima del hombro aparecían pintadas dos estrellas blancas y no sé qué otros signos cabalísticos, a más de una verdadera maraña de galones azules; sobre su pecho pendía un enorme anteojo de campaña; en una de sus manos llevaba la Kodak, y en la otra, un bastón, y en el ojo derecho un monóculo, y en el cuello más signos cabalísticos. Todo él era un signo cabalístico. No hablaba, permanecía enigmático y trascendental como un niño que fuma”.
El libro concluye con el armisticio, esa palabreja equívoca que lo mismo subraya (o esconde) la victoria de unos como la derrota de otros. La noticia del final de la guerra le llega el 9 de junio de 1935 mientras estaba en Tarija, ciudad “sumida en el letargo de su indiferencia”, en el club social donde la burguesía vive en un universo paralelo. Las vidas de jóvenes que responden a apodos como Matuco, Patico, Nataco, Nanin, o Cotolo, transcurren hablando frivolidades y repitiendo “chistes fósiles”. El narrador participa de esas reuniones, pero observa una distancia crítica, al menos a posteriori.
Estaba en el espíritu de la época “celebrar” el final de la guerra, aunque mucho se hubiera perdido en vidas y territorio: “El silencio de la reconciliación tendió un velo de paz y de olvido sobre el extendido escenario de la guerra”.
“El sino de Bolivia era perder la guerra, de suerte que los buenos militares eran borrachos, y los sobrios, de nada servían” concluye de manera lapidaria. El resentimiento del narrador hacia los emboscados en la “rosca” del Comando Superior se expresa sin ambages: “Pero nada había que hacer si no resignarse y procurar serle lo más simpático posible. Esa fue mi conducta y así obtuve que me arrojaran algunos mendrugos de su mesa espléndida, opulenta, en comparación a la que conocía yo en aquellas tierras de aventura y de esfuerzo. Pocas cosas habrán tan desagradables como el verse excluido de las fiestas a las que uno se siente con legítimos derechos para concurrir. (…) Mi pobre espíritu, lleno de humanas debilidades, sentía infinito despecho. Creo que experimenté un poco de lo que siente el proletario ante las andanzas de los ricos. Simpaticé con el comunismo”.
Se han publicado valiosos ensayos sobre esa guerra que perdimos (una más), con precisiones históricas que son resultado de sesudas investigaciones, y por otra parte hay importantes obras literarias y testimoniales que describen desde diversas perspectivas la vivencia de las trincheras. Sangre de mestizos (1935) de Augusto Céspedes, Aluvión de fuego (1935) de Oscar Cerruto, Repete (1937) de Jesús Lara, Prisionero de guerra (1936) de Augusto Guzmán, Laguna H.3 (1938) de Adolfo Costa du Rels, Chaco (1936) de Luis Toro Ramallo, son algunas de las más notables, a las que a través de los años se han ido sumando muchas otras, a veces tardíamente. Bajo la luna de Tarairí de René Ballivián Calderón pertenece a estas últimas y deja flotando una pregunta: si fue escrita cuarenta años antes, como sugiere el epílogo, ¿por qué no se publicó en su momento, en vida de su autor?
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They wrote in the old days that it is sweet and
fitting to die for one's country. But in modern war, there is nothing sweet nor
fitting in your dying. You will die like a dog for no good reason.
—Ernest Hemingway