08 febrero 2025

De fútbol y otros amores

(Publicado en Brújula Digital, Público Bo y ANF el jueves 30 de enero de 2025) 

¿Se puede todavía escribir novelas de amor? La pregunta es una provocación, como las que siguen. ¿Qué es el amor? ¿Existe todavía el amor? La respuesta a las tres interrogaciones sería compleja. De Shakespeare a García Márquez, de Ortega y Gasset a Erich Fromm, de Barthes a Baumann o de Paulo Coelho a Corín Tellado: sí, el amor puede ser formulado, recreado, definido y estudiado de muchas maneras, porque existe indudablemente eso que llamamos “sentimientos”, ya sea como mariposas en el pecho o como un cóctel de químicos que produce el organismo de los mamíferos.      

Aunque la palabra “amor” haya sido siempre bastante manoseada y haya perdido mucho de su brillo en la narrativa contemporánea, no cabe duda de que sigue vigente como tema, porque no hay tema malo para la literatura, sino maneras de desarrollarlo. En otras palabras: ¿qué culpa tiene el amor, cuando los culpables son los escritores? De todas maneras, es cierto que abordar el amor en la narrativa suele ser un riesgo para el escritor y para el lector exigentes. En mi caso, la experiencia del aburrimiento me ha quedado marcada en obras tan celebradas como El amor en los tiempos del cólera de García Márquez o La insoportable levedad del ser, de Kundera. Me declaro culpable de tedio en ambos casos. 

Por ello, no parece mala idea tejer el amor con otro tema que enciende pasiones y produce ingentes descargas de adrenalina: el fútbol. De ese modo, la trama se equilibra y el lector tiene dos hilos narrativos para alternar durante su indagación. Esa es la propuesta de Gonzalo Lema en su octava novela, Si tú encuentras a Mari Jó (2007) cuya segunda edición (La Hoguera, 2024) ha llegado a mis manos gracias a la generosidad de su autor. Quizás no hubiera sido mi primera elección si tuviera frente a mí todas las obras del progenitor del detective cochabambino Santiago Blanco, pero al mismo tiempo mi eclecticismo azaroso suele imponerse.      

Mi conocimiento del fútbol es tan limitado, que se reduce a haber jugado en la secundaria como delantero en el equipo del colegio, y haber asistido no más de cuatro o cinco veces en mi vida a un estadio, la más emblemática de ellas, al partido entre Bolivia y Argentina en el Campeonato Sudamericano de 1963, el 28 de marzo de ese año, en el estadio Hernando Siles. Hace unos años, instigado por Ricardo Bajo, perpetré dos cuentos sobre fútbol (“Descenso” en 2012 y “Tiro fallido” en 2014), escritos a cuatro manos con Carlos D. Mesa (que sí sabe de fútbol, y mucho). 

La cantidad de libros de cuentos y novelas de Gonzalo Lema me hace pensar si duerme de vez en cuando, o si ha encontrado la fórmula para escribir de dormido, ya que desde 1981 (cuando tenía apenas 22 años), ha publicado no menos de 10 libros de cuentos y 16 novelas, lo que lo convierte en el narrador boliviano más prolífico de los últimos 50 años. 

De entrada, en Si tú encuentras a Mari Jó está rayada la cancha, y esto no es una metáfora. El subtítulo es “Novela de fútbol y amor”, por si quedara alguna duda. Está rayada la cancha donde se juega el fútbol y la Cancha (el gran mercado urbano) donde se indaga sobre el amor. Afortunadamente ambas coexisten en Cochabamba, de modo que no hay que inventar más de la cuenta. Quizás la historia que narra esté también basada en personajes y hechos reales, pero eso no me importa, porque una obra narrativa tiene que sostenerse sola, sin apelar a anclajes históricos, aunque es imposible abstraerse a los dos filósofos que cita al comenzar la primera y la segunda parte de la novela: Menotti y Bilardo (mi cultura general me alcanza para entender ese dato). 

La historia se remonta a 1971, 1972 y 1973, según indican fechas en las primeras páginas (aunque luego esa manera de establecer la cronología se disipa y no vuelve a aparecer). Los personajes principales son Crisóstomo Martínez (el “Granuja”, joven jugador de fútbol que emerge de una barriada de la ciudad), y la escultural y sofisticada María Josefa (una mujer argentina que es la esposa del dueño de Jorge Wilstermann, el principal equipo de fútbol de Cochabamba). Entre el Granuja y Mari Jo se teje a lo largo de la novela una relación tan tormentosa como improbable, marcada por un símbolo que atraviesa la historia como hilo conductor y como nexo entre los dos mundos de los protagonistas: un Peugeot modelo 71 (es decir, último modelo), cuyo ronquido borra fronteras cuando es necesario, de principio a fin de la historia. Es como un transbordador, un túnel del tiempo que atraviesa dos dimensiones.       

No es spoiler dar algunos datos para ubicar al lector, primero porque la novela se publicó hace muchos años, y segundo porque no voy a contar el final. Basta saber que una noche de 1971 el vehículo que ruge como un animal llega inopinadamente a la barriada del cerro, donde está reunida la banda de díscolos de la que forma parte el Granuja, esperando realizar alguna fechoría porque sí, porque eso los hace más machos, más vengativos y más unidos. Del lujoso vehículo emergen y se posan sobre el empedrado “unas piernas largas, cubiertas con trasparentes medias de nylon con costura (…) y “tacones punta alfiler”. La descripción sigue en ese mismo registro: “graciosa cabeza rubia”, “cuerpo escultural, forrado con traje negro de fiesta”, “delicada mano blanca, con violentas uñas largas y rojas”, “bellos ojos verdes”, etc. El lector queda por unos minutos desconcertado frente a esa descripción de novela rosa, pero lo siguiente lo trae a una realidad cruda que aviva el deseo de seguir leyendo el relato: una violación grupal de manada, tan violenta como pueda el lector imaginarse, ya que la descripción misma no es morbosa. 

No bien se adentra el lector en el relato, se da cuenta de que el narrador está jugando con él como pelota de trapo, sembrando a propósito textos que parecen escritos por dos manos enemigas, una folletinesca y otra con conciencia social. ¿Qué pretende con ese tejido de textos tan disímiles? Por una parte, construir el personaje del Granuja: “por más fechorías que hubiera realizado en su corta vida, albergaba en su pecho un corazón inmenso de niño bueno”, y por otra, establecer que ni el amor ni el fútbol son cosa para débiles.       

No debe ser casual (y si lo es, mejor), que el personaje del joven futbolista se llame Crisóstomo Martínez, como aquel anatomista y grabador español (1638-1694) que dibujó los músculos del cuerpo humano con asombroso detalle. La constitución física del Granuja tiene mucho que ver con el fulminante amor que nace entre él y Mari Jo. Es más comprensible la atracción que puede ejercer ella sobre el joven del barrio marginal que se dedica a robar bicicletas y que no tiene ninguna perspectiva de futuro, que la que él puede despertar en la rubia despampanante y financieramente solvente. Pero “el amor”, como quiera que eso se coma, se presenta a veces de manera caprichosa y lo importante es que, en el marco de la narración, sea verosímil. ¿Lo es? 

El Granuja es detectado “casualmente” como potencial zaguero central de Wilstermann, lo que por una parte recompone su estatus social, lo hace viajar, tener admiradores, aparecer en los diarios, etc., y por otra lo mantiene en una situación de riesgo permanente por su relación con la mujer del dueño del equipo de fútbol. En algún momento, tendrá que escoger entre ambos, aunque en realidad, son los otros personajes que escogen por él, devolviéndolo a la marginalidad, “a donde corresponde” dirían los que nunca lo quisieron. 

Para el lector que no tiene clara la cronología de los partidos cruciales que le toca jugar al Granuja con San Lorenzo y River Plate, puede haber alguna confusión de fechas (que dejaron de aparecer), pero eso es irrelevante. Lo que importa es la progresión dramática, incluso la de los propios partidos narrados como si los estuviéramos escuchando en la radio. En la narrativa interesa sobre todo cómo se cuentan las cosas, y no solamente qué es lo que se cuenta.      

En ese sentido, el protagonista de esta historia es creíble, está hecho de una fibra que no solamente marca su pasado sino su futuro. Aunque sean tan favorables las condiciones en las que de pronto se encuentra en apenas unos meses de fama futbolística, su yo interno es autodestructivo e inseguro, y mientras menos seguro se siente más se dispara en el pecho y más se hunde en su propia debacle. Es como si el peso de la pobreza lo arrastrara de nuevo a un ámbito de sombra del que no puede salir. Lo que le dice su madre es digno de la sabiduría de los personajes de García Márquez: “¡No sabes cuidar nada! ¡Ni siquiera lo que no tienes!” El Granuja no sabe que su madre sabe tanto, a pesar de ser una sencilla lavandera de ropa ajena. La vida le ha enseñado a la madre a hacerse preguntas: “Nunca encontró explicación alguna sobre la conducta de la rubia. Su naturaleza femenina le bloqueaba las posibles respuestas ante las puntuales preguntas que surgían de la simple contemplación de la realidad: ¿Cómo se entendía semejante dispareja? ¿Qué recompensa vio ella en él? ¿Cuál era el secreto de su hijo?”

Mientras la madre y Soledad (hermoso personaje, tan fuerte dentro de su aparente fragilidad) son un cable a tierra para Crisóstomo, los otros son ficticios incluso para una novela. Por ello la elección de vida que se plantea el protagonista es también una elección entre una vida de ficción y una vida real. De alguna manera, al no poder resolver el dilema, es el autor de la novela, narrador omnipotente, el que lo hace en las páginas finales. 

En la literatura como en el cine, la verosimilitud es esencial: lo que leemos o vemos tiene que ser creíble dentro de los parámetros que se plantea una obra literaria o cinematográfica. Aún la temática más delirante tiene que desarrollarse en un marco de credibilidad o verosimilitud. La situación más corriente o la más descabellada, debe ser verificable en el marco de su propia realidad ficticia, es decir, en el universo acotado de la propia obra. Umberto Eco hace al respecto una reflexión interesante: podemos debatir si Jesús hizo milagros, pero nadie pone en duda que Clark Kent es Superman.     

De ahí que una vez declarado el (aparente) amor apasionado entre Mari Jo y el Granuja, el lector (como también la madre del protagonista) queda en espera de que eso sea verificado en los mecanismos internos de la novela y no quede como una apuesta del narrador omnipresente que decide el destino de sus personajes. Si María Josefa se enamora de “un muchacho construido con el suave material de los cristales, o una gota de lluvia colgada de un alero, un corazón tierno como el de los tibios gorriones”, eso tendría que ser verosímil en el relato. Esa declaración de júbilo amoroso llega todavía sin pruebas fehacientes. ¿Qué une a ambos personajes en tan poco tiempo de conocerse? Estamos en una nebulosa que bien podría ser un sueño del Granuja (en cuyo caso sería absolutamente verosímil). Hay entre ambos personajes un hecho que debería hacer “ruido”, por decir lo menos: la violación grupal de Mari Jo. Sin embargo, cuando ambos abordan el tema, lo despachan en dos líneas, como un trámite administrativo incómodo. ¿Puede no haber cicatrices o puede el amor superar un hecho tan violento? ¿Se le van de las manos? ¿Guarda una sorpresa escondida en la manga? ¿Duda el autor de los personajes de su propia creación? Como resguardo, interviene de vez en cuando desde arriba, como un titiritero: “Nada esencial sabían, en realidad, uno del otro. Abrazados, confundidos en una sola persona como todas las parejas de enamorados, fueron siempre dos. Pero eran dos sin tener la conciencia de serlo, y eso facilitaba tanto… La muchacha creía saber quién era su humilde amado y, en rigor, ignoraba todo. Él, igual”.

A veces el lector (que soy yo), retrocede las páginas pensando que pasó algo por alto, algún hecho que se deslizó sin preparación y sin anestesia, y que puede cambiar el rumbo de la historia. Por ejemplo, la relación entre el Granuja y Soledad, que se descuelga (como ella), por la ventana sorprendiendo no sólo al Granuja, sino a los lectores que no han entendido muy bien hasta ahora por qué el futbolista convertido de pronto en personaje famoso, decide quedarse en su humilde vivienda en el cerro. ¿Cómo y por qué acepta el Granuja esta relación cuando se supone que está profundamente enamorado de Mari Jo? Nuevamente, el tema de la verosimilitud: el protagonista es un misterio no sólo para los lectores, sino para el propio narrador que en otro momento interviene para afirmar que la relación “estaba construida sobre mentiras muy sólidas”. El autor de los días de los principales personajes (Crisóstomo, María Josefa, Soledad), no corta los hilos, no les deja la posibilidad de vivir en libertad, de ahí que sus acciones son inexplicables. Incluso si el Granuja estuviera inspirado en un personaje de la vida real, en un futbolista que existió, el lector tiene el derecho de dudar. Al hablar de la creación narrativa Umberto Eco plantea que, a diferencia de un ensayo científico, en la novela el autor está inerme y no puede defenderse de las interpretaciones que hagan sus lectores.       

Sin embargo, el autor puede defenderse por adelantado dentro de la misma novela, aunque su intervención como demiurgo no sea convincente. Esto sucede en una larga disquisición sobre las diferencias entre el amor de una mujer y de un hombre, y la profundidad de los sentimientos en las mujeres y la superficialidad en la expresión del sentimiento de los hombres. Convengamos que es una generalización, pero, ¿quién habla? Ese texto se descuelga a media novela (p.133-136), empieza con “Curioso que una mujer no esté segura de lo que afirma en materia amorosa”, y termina con “¿Creen los hombres en el destino?”. Son menos de tres páginas donde el autor de la novela se convierte en árbitro para descargar lo que piensa sobre la situación planteada: “Las mujeres no ‘dejan’: abandonan”, y otras en la misma línea. ¿Qué significa esa intervención en el relato y por qué esas reflexiones no pueden ser atribuidas a ninguno de los personajes o a sucesivos intercambios entre ellos? Es parte de una vieja discusión en la narrativa sobre el control que ejerce el autor omnipresente.

No todo gira en torno del amor. El fútbol es el otro eje que apasiona al autor, de modo que las descripciones de los partidos son absolutamente verosímiles. Aunque el lector no sepa de fútbol, disfruta los relatos sobre la cancha, no sólo vistos desde el público o desde la cabina de los que narran el partido, sino desde la misma grama, desde los roces y codazos entre los jugadores, las faltas que cometen y las cosas que se dicen en voz baja al cruzarse. Eso otorga una calidad de intimidad sabrosa a la descripción del partido entre Wilstermann y The Strongest, incluyendo la anécdota (real o inventada, pero verosímil), del fotógrafo que ingresa a la cancha justo a tiempo para frustrar un gol, dejando desconcertados a jugadores, espectadores y lectores por igual. Se trata de un relato magistral.      

No importa lo que uno pueda contar como lector sino la forma en que lo cuenta el autor. De eso se trata la literatura, por eso no hay spoilers posibles sobre las grandes obras como Rayuela o Cien años de soledad. Así conozcamos todos los detalles de la historia, nada remplaza el placer de su lectura. 

Digamos entonces que Si tú encuentras a Mari Jo no termina bien para ninguno de los personajes principales. Crisóstomo entra en un ciclo depresivo autodestructivo, como un adolescente que no sabe lo que quiere y tira a la basura por pura melancolía las oportunidades que se le presentan: falta a los entrenamientos y partidos, se emborracha una y otra vez, y en general se empeña en arruinarlo todo. María Josefa parece superarlo todo, es de esas mujeres que cada cierto tiempo inicia un nuevo ciclo de pasiones y luego lo abandona.  Y Soledad se va a Australia de sopetón (algo poco verosímil en el contexto de la obra) con un pedazo del Granuja. 

Esta una novela que parece escapar a la regularidad narrativa de otras obras de Gonzalo Lema. Muchas cosas suceden que pueden pasar desapercibidas para un lector que vuelca las páginas demasiado rápido. El relato exige un lector cuidadoso y lento (como yo), porque, aunque hay descripciones de momentos y de sentimientos que se reiteran en varios lugares del texto, hay otras que se dicen una sola vez y en una sola línea, como si no fueran importantes en el desarrollo del relato y sin embargo lo son.

Y todo termina donde empieza, en la Cancha… 

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En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, 
de partido político o de religión, 
pero no puede cambiar de equipo de fútbol.
—Eduardo Galeano 


01 febrero 2025

Presidente chiquito

(Publicado el sábado 25 de enero de 2025 en Brújula Digital, Público Bo, y ANF)

Hace varios años que no acudo al Parque Urbano Central para adquirir miniaturas en la fiesta de alasita, porque considero que es una tradición devaluada y que la Unesco debería revisar la calidad de la celebración para evaluar si debe o no mantenerla en su lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, donde fue inscrita el año 2017 al cabo de una ardua negociación diplomática. La gente se olvida que no es la feria de alasita propiamente dicha la que figura en esa prestigiosa lista de la Unesco sino, como dice la declaratoria, los recorridos rituales en la ciudad de La Paz durante la Alasita”, que no es lo mismo. Es decir, la Unesco reconoció a “la comunidad de practicantes y depositarios de esta tradición cultural (que) abarca un número considerable de partes interesadas, y los habitantes de la capital boliviana (que) participan ampliamente en su celebración, sea cual sea su condición social”, pero se cuidó bien de no evaluar la festividad o la calidad de la artesanía, que ha bajado de manera continua a lo largo del tiempo.       

Dejé de ir a alasita cuando constaté que había más muñecas Barbie, más peluches, más gallos, tigres y sapos chinos, que artesanía boliviana. Cuando me contaron que los ekekos los fabricaban en Puno, tuve una reacción alérgica contra nuestros artesanos por flojos y faltos de creatividad. Sin embargo, aunque he dejado de ir al Parque Urbano Central, admito que suelo acercarme en la zona sur a la plaza de la iglesia de la Exaltación en Obrajes, donde también se mantiene esta costumbre descentralizada, al igual que en muchos otros barrios de esta ciudad que ha duplicado su población en tres décadas. 

Este año fui con el propósito específico de conseguir algo más valioso que diminutos quintales de azúcar, botellas de aceite o cholets de colores estrafalarios. Fui en busca de un presidente, uno chiquito, chiquito pero justo, chiquito pero honrado y honesto, chiquito pero confiable, chiquito pero decidido a brindarle al país mejores días sin mentirle a los bolivianos. Me regresé decepcionado porque a ningún artesano se le ocurrió crear esa figura que tanto necesitamos en Bolivia. Ni siquiera vi un solo ekeko tradicional, ni uno, para tomarle una foto. Ya no hay ekekos, así de simple. El dios de la abundancia que era el emblema principal de la tradición de alasita ha desaparecido y ha sido reemplazado por horribles culebras, sapos y gallos chinos, que la gente compra sin saber exactamente de qué se trata. Al ekeko lo enterraron esta vez para siempre, lo cual me hizo recordar una experiencia propia.        

Ekeko de la comunicación 

El año 2009 varios colegas organizamos un evento internacional sobre comunicación participativa y fue un evento importante ya que pudimos convocar a expertos de todos los países de la región y algunos de Europa. Se nos ocurrió contratar a un artesano para que fabricara 40 ejemplares de un “ekeko de la comunicación” que, en lugar de estar cargado con casas, autos, un colchón, fideos, harina, azúcar, aceite y dólares, llevara más bien objetos que simbolizan la comunicación: una radio, un periódico, un altavoz, una grabadora y una cámara fotográfica, para regalar a nuestros invitados internacionales. Aunque la comunicación como proceso humano no es tan fácil de representar como los medios de información, la idea fue bien recibida por los invitados extranjeros que se llevaron orgullosos a sus países respectivos el ekeko de la comunicación participativa.        

Supuse que el artesano de marras iba a tomar al vuelo nuestra idea y dedicarse a crear ekekos temáticos que sin duda tendrían éxito en la feria de alasita, no solamente con visitantes extranjeros sino también bolivianos. Imaginé al artesano elaborando un ekeko de la medicina, otro de la arquitectura, otro de la música, y uno sobre el deporte, en suma, un ekeko para cada profesión o sector de actividad. Sin embargo, mi suposición se reveló un sueño guajiro ya que probablemente ese mismo artesano dejó de fabricar ekekos por completo. 

El ekeko murió en su versión tradicional, de la misma manera que muchas de nuestras tradiciones están moribundas y ni siquiera se conservan como folklore, menos aún vivas. Sólo algunas iniciativas excepcionales, como la de Mujeres Creando, contribuyen a prolongar la tradición e innovarla, aún cuando las ekekas feministas, cuyo valor simbólico es indudable, no sean creaciones de notable habilidad artesanal. 

Lo que sí persiste y toma cada vez más fuerza en el país son las festividades bailables, las famosas “entradas” de carnaval, universitaria o del Gran Poder, porque generan muchísimo dinero (y toneladas de basura y centenares de borrachos tirados en las aceras como bultos hasta el día siguiente). Tampoco hay mucha creatividad en esas “entradas”, porque lo que parece importar es la “salida”, la borrachera colectiva. “Si me emborracho es con mi plata…” parece el nuevo himno nacional, coro general. En esos días de farra no se ve por ninguna parte la crisis económica, y los mismos gremialistas que se quejan por centavos en el aumento de algún producto, ostentan toda su riqueza de trajes y joyas en fiestas que duran varios días.       

Nuestra tradicional feria de alasita ha sido avasallada. Todo lo que queda ahora en miniatura son billetes, sobre todo dólares y euros, ya que la moneda boliviana se ha depreciado primero en el Banco Central de Bolivia, y luego en el imaginario colectivo. Para la alasita se imprimen billetes del mismo modo que lo hace el Estado para mantener la ilusión del cambio fijo. También se encuentra en abundancia pasaportes y pasajes para viajar al exterior porque en la situación en la que está el país yo también quisiera irme, y como les he dicho a mis amigos mi destino sería Bután, por dos razones: la primera porque es el único país del mundo que tiene un ministerio de la Felicidad, y la segunda, porque allá no tienen ni idea de que Bolivia existe. 

En fin, salí otra vez frustrado de la feria de alasita de este año, mi único consuelo hubiera sido comerme un diminuto anticucho con la poca carne que no exportamos a China y la papa que importamos del Perú (porque hasta eso somos incapaces de producir). Así, tristemente, terminaron otra vez mis ilusiones: no pude encontrar un presidente chiquito, por lo menos un candidato sin cola de paja para las próximas elecciones.       

El presidente que tenemos actualmente es minúsculo, se ha encogido por mediocre y mentiroso, y aunque sigue de vendedor de ilusiones por casi 20 años, ha llevado el país a la bancarrota con su demagogia barata. Ni siquiera sirve para economista de alasita. 

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Para crear debes estar consciente de las tradiciones, 
pero para mantener las tradiciones debes de crear algo nuevo.
—Carlos Fuentes 
 

29 enero 2025

Exorcismo de la memoria

(Publicado en Brújula Digital, Público Bo y ANF el miércoles 22 de enero de 2025)

El Che en Bolivia 

Soy de aquella generación que tenía algo menos de 20 años de edad cuando tuvo lugar la guerrilla del Che. Para muchos de nosotros la muerte del legendario guerrillero en suelo boliviano significó un sacudón de conciencia que vino a sumarse a nuestro proceso de politización y al aprendizaje sobre la realidad social y cultural del país. Como generación, era el momento de tomar partido sobre temas nacionales e internacionales. En el primer orden, no se podía ser indiferente a las dictaduras militares que desde 1964 habían tomado el poder en el país. En el segundo orden, tampoco era posible ignorar temas como la guerra en Vietnam, el aborto libre y gratuito, o la cuestión palestina (que sigue siendo de actualidad, lastimosamente, con el genocidio en Gaza).     

De mi padre heredé nociones de justicia social y la preocupación por el desarrollo futuro del país, así como una aversión casi epidérmica a los militares, no sólo porque perdieron todas las guerras (pero en cambio se aplicaron en reprimir a ciudadanos inconformes y tomar por la fuerza el palacio de gobierno), sino también por su inutilidad absoluta. Una amiga de esa época me decía de ellos: “Con seis años de primaria y cuatro de gimnasia ya quieren ser presidentes”. 

Ministros de Alfredo Ovando Candia en 1969 

Era una época en la que se planteó para mi generación la elección entre “volver a las montañas” (la consigna del Ejército de Liberación Nacional-ELN), permanecer indiferentes y ajenos a la política, o elegir otras formas de resistencia y de lucha política y no necesariamente por la vía de las armas.     

Unos cuantos optaron por el intento de reeditar una guerrilla, esta vez ya no en un lugar aislado del centro político del país, sino a la vuelta de la esquina, en Teoponte, a donde partieron simulando ser alfabetizadores… Mi primo Mariano Baptista Gumucio, que era ministro de Educación, los apoyó con camiones y los despidió alborozado en la plaza Murillo. Paradójicamente, presidía el gobierno el general Ovando Candia, con el gabinete de ministros más progresista que había tenido Bolivia en muchos años:  Marcelo Quiroga Santa Cruz, Alberto Bailey Gutiérrez, José Ortiz Mercado, Oscar Bonifaz, José Luis Roca, Edgar Camacho Omiste, Carlos Antonio Carrasco, Eduardo Quintanilla, y mi primo Mago, entre otros. Los guerrilleros del ELN capitaneados por un personaje tan irresponsable como fanático, ni siquiera analizaron si era el “momento político” adecuado. 

"Chato" Peredo 

Perdí a amigos y conocidos en esa aventura que en muy poco tiempo culminó en desastre. Los improvisados guerrilleros, en su mayoría estudiantes universitarios (como mi amigo “Pollo” Revollo), estaban a los pocos días agotados, con los pies llagados por las botas nuevas, con el cuerpo lleno de picaduras y pústulas. La tragedia fue grotesca, ya que el entorno natural y el hambre pusieron de rodillas a la guerrilla antes de que llegaran los militares. A dos jóvenes que tomaron una lata de sardinas los fusilaron sin contemplación sus propios compañeros de armas. Néstor Paz Zamora (a quien conocí en la casa de los curas de Obrajes) murió de hambre, literalmente. El ejército tomó presos y los fusiló sin contemplaciones, y los pocos que salvaron la vida, entre ellos el “aguerrido comandante” Chato, fueron salvados por una comisión de paz en la que estuvo mi querido amigo, entonces cura de Tiwanaku, Jimmy Zalles Azín.         

Todo esto me ha vuelto a la memoria al leer la novela Mamá, cuéntame otra vez (2015) de Amalia Decker, que es un relato desde adentro, por lo tanto, mucho más rico que el que podemos construir quienes no fuimos parte de la organización guerrillera que dejó fragilizada a su muerte Inti Peredo, lugarteniente del Che. Tanto para quienes vivimos de jóvenes esos años violentos, como para los jóvenes actuales (que tienen muy poca idea de nada) esta novela es fundamental para entender las motivaciones y el compromiso de una generación engañada, así como comprender mejor al país manipulado por intereses internacionales y por ambiciones de grupos de poder locales. Sería muy fácil encasillar al ELN como “error histórico”, pero no podemos olvidar que había un contexto más amplio, incluyendo los intereses de Cuba y de Estados Unidos en Bolivia.       

Dependiendo del lector, uno puede leer la novela con indiferencia o con pasión, como ha sido mi caso. Pasión por las intimidades de una historia personal dramática y por la indignación de los manejos políticos que destruyeron familias y dejaron en los cuerpos y en la memoria heridas muy difíciles de restañar. El ejercicio catártico de Amalia Decker, que cuenta su propia historia a través de personajes creados por ella, nos sirve a todos como bálsamo. 

Quizás el título de la novela (aunque explicado en una suerte de introito) no sea el que mejor la define, pero desde las primeras páginas el lector queda atrapado por la vibración del relato. Esta es la historia de esos fantasmas de la memoria que persiguen a toda una generación, y que durante muchos años no pueden ser siquiera nombrados, porque puede estar en riesgo, nuevamente, la propia vida. Aunque haya pasado mucho tiempo, requiere de valentía enfrentar esos fantasmas, y desnudarlos, denunciarlos sin ambages. 

Néstor Paz y Cecilia Ávila

A estas alturas de nuestra historia (personal y nacional) ya todos sabemos que la aventura de Teoponte fue un despropósito, un absurdo, un acto criminal, un contrasentido, una cadena de errores, traiciones, imposturas… Podríamos seguir poniendo adjetivos y no terminaríamos. Los errores y horrores son innumerables, entre ellos los “ajusticiamientos” entre los propios “elenos”, ordenados por la ceguera fanática de sus dirigentes. Son hechos reales y testimonios vivos, aunque con nombres maquillados cuando los actores reales han preferido refugiarse en el silencio. Hay capítulos donde el carácter testimonial se impone sobre la ficción y los nombres que aparecen son reales, así como los eventos que se narran. Uno de ellos, revelador, es el que incluye como personaje al pintor Luis Zilveti, radicado en París. Sin embargo, no es buena idea leer esta obra como un libro de historia, tratando de reconocer detrás de los nombres ficticios a quienes han sido modelo para los personajes. Mejor leerla como lo que es, una novela, y valorarla por su calidad literaria.      

La literatura puede ser catártica para un autor o autora, pero también para el lector, porque restaña heridas que siguen frescas a pesar del tiempo transcurrido. Lo que podría ser solamente un testimonio personal (y ya sería por ello valioso) es un despliegue de voces que incluye en lugar de excluir, porque incorpora en el mismo relatos experiencias y puntos de vista que se conjugan y armonizan a medida que avanza la narración: “… me puse a pensar en la cantidad de vidas que se pueden esconder en una sola” dice Camila en un momento de la obra.

La reinvención de la memoria es inevitable, porque toda memoria es de por si una recreación, tanto como la escritura de la propia historia en un ensayo. El supuesto rigor histórico nunca existe porque, como anotó con certeza Benedetto Croce, “toda la historia es historia contemporánea”, es decir, depende no solamente de quien la investiga y la describe, sino del momento en que la escribe, con los filtros del conocimiento y los valores de cada uno, incluido el lector que la descifra.      

Más allá de la información que proporciona la novela sobre la guerrilla de Teoponte (información que se ha ido revelando gradualmente en el medio siglo transcurrido), lo que aquí importa es la trama de personajes que interactúan para revelarnos verdades íntimas y dolorosas que con frecuencia se esconden detrás de los titulares más llamativos. “Muchas veces me he preguntado si esta historia me pertenece” dice Camila, la protagonista que a lo largo de 481 páginas será nuestro hilo conductor. Gracias a este personaje vamos a transitar la memoria de varios otros y recorrer las cortinas detrás de las que se han refugiado, tragando sin compartir recuerdos que lastiman, incertidumbres que desequilibran y preguntas que quedaron pendientes. “A veces tengo miedo de los secretos y de sus laberintos, de la constante incertidumbre que ellos provocan”, reflexiona Camila cuando decide iniciar su pesquisa. 

Aunque la voz del relato la lleva Camila, no es raro que la propia autora se exprese en momentos en que Camila no aparece en escena. Esta licencia literaria permite que Camila-narradora pueda retomar el hilo de una conversación que tuvo lugar en su ausencia, sin perder ninguna información importante para su pesquisa (p. 77-79). Es más, la investigación de Camila en hemerotecas a veces adelanta apreciaciones testimoniales como si la voz que revela fuera la de su madre, con detalles que no podrían deducirse de la información pública, pero sí de la memoria íntima (por ejemplo, la referida al Inti Peredo, p. 89).       

Al igual que en otras novelas, el amor ocupa un lugar primordial en el relato de las mujeres. El amor las lleva a militar en política, el amor las acerca o aleja del país, el amor las ciega o las ilumina. Personajes masculinos como Julien, el joven boliviano adoptado en Francia, sirven como espejos para los personajes femeninos que analizan las relaciones que las llevan a actuar de una determinada manera.  

Amalia Decker 

Amalia Decker teje con propiedad (apropiación, si se quiere) una red de mujeres cuyos caminos están destinados a cruzarse y enredarse. Son amistades que se van recuperando luego de varias décadas o construyendo desde cero a medida que avanza la narración. Son mujeres cómplices, tanto las que compartieron partes de una misma historia segmentada, como las que descubren y reconstruyen esa historia desde un presente menos torturado, pero también desafiante, porque de nada valdría llorar sobre la sangre derramada si no existiera una reflexión crítica actual, no sólo sobre lo que sucedió durante la efervescencia guerrillera sino ahora, un presente que parece no haber aprendido las lecciones pasadas. Por ello es ineludible la comparación que se establece, en la primera parte, entre la militancia revolucionaria (motivada por ideales) en tiempos de las dictaduras militares y la violencia callejera prebendal (con ingredientes racistas y oportunistas) en tiempos del MAS, así como la descripción de la vida cotidiana en Cuba hoy, desde la mirada mixta de Camila y de su madre, Laura, en los capítulos finales del libro. La belicosidad ostentosa orquestada desde el poder nada tiene que ver con la lucha clandestina y el sacrificio de la vida medio siglo atrás (por muy equivocados que estuvieran).       

Los capítulos sobre Cuba narrados a través de Amarilis o por la propia Camila cuando visita la isla en busca de otras respuestas, constituyen apuntes muy certeros sobre las penurias de la vida cotidiana en Cuba, sin caer en ningún momento en la caricatura típica de los anticomunistas rabiosos (que nunca han estado allí), sino siempre calibrando a las personas y las relaciones humanas, la cultura de sobrevivencia de un pueblo que ha sabido “resolver” los desatinos de sus gobernantes y las situaciones angustiosas de carencia de comida y de libertades. Esa intuitiva percepción de Cuba es obviamente de alguien (la propia autora) que ha estado allí lo suficiente como para mostrar respeto hacia un pueblo y admiración por la manera en que los cubanos han vadeado las dificultades sin perder el humor y su natural talento para el baile y para la música. A través de Camila se refleja muy bien la paradoja de un pueblo acorralado entre discursos y promesas incumplidas, y su voluntad de sobrevivir con dignidad.    

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Me pregunté si acaso todos estos jóvenes eran guerreros que peleaban para cambiar su presente por un futuro mejor, o bien, si eran unos seres derrotados, para quienes bastaba las migajas que consiguieran en el camino. 
—Amalia Decker  

24 enero 2025

Corrupción pachamamista

(Publicado el sábado 18 de enero en Brújula Digital, Público Bo, ANF y EjuTv)

Nunca, en toda la historia de Bolivia, hubo gobiernos tan corruptos como los del MAS, ni siquiera durante las dictaduras militares tan ávidas de enriquecerse en el poder. Jamás, en 200 años de república, la corrupción fue tan extendida, tanto en el número de bribones como en los montos malversados. En los gobiernos anteriores al MAS ha habido pillos, pero desafío a cualquiera que muestre con datos concretos si antes del 2006 había tantos casos probados de corrupción como los que ha habido desde entonces. 

Exministro Alan Lisperguer con Arce Catacora 

En menos de dos años, cayeron con acusaciones de corrupción dos ministros de Medio Ambiente y Agua del gobierno de Luis Arce Catacora. El más reciente, Alan Lisperguer, había comprado en siete meses nueve propiedades, casi todas en Cochabamba, y engrosado sus cuentas personales con aportes “voluntarios” de los funcionarios de su ministerio, una forma de extorsión generalizada en los gobiernos del MAS, aunque hubieran existido casos aislados antes. Lisperguer está acusado de “depósitos bancarios sospechosos, movimientos irregulares, falsedad de información e incremento desproporcionado de bienes”. Según la Fiscalía (no es un invento de la oposición), el exministro tenía siete cuentas bancarias y entre 2021 y 2024 recibió 43 depósitos en dos de ellas, por un monto total que asciende a 1.110.270,48 Bolivianos.    

Exministro Juan Santos Cruz 

Apenas un año antes, su predecesor, Juan Santos Cruz (de “santo” nada), fue sentenciado por corrupción y por el momento está en la cárcel, hasta que disimuladamente lo libere algún juez igualmente corrupto. Cruz fue acusado de recibir 19 millones de Bolivianos (alrededor de 2.8 millones de US$ dólares al cambio oficial) en sobornos de varias empresas, y de adquirir 27 propiedades. Como suelen hacer los bribones, argumentó que era víctima de un “ataque mediático de la derecha radical y enemigos internos”, pero no pudo negar la evidencia de los sobornos recibidos. Eso es lo que se conoce… la punta del iceberg. Generalmente, en los casos de corrupción, más es lo que queda oculto a través de prestanombres o familiares.     

Exministro Abel Mamani 

No olvido que en el primer gobierno de Evo Morales, Abel Mamani, ministro de Medio Ambiente y Agua, también estuvo envuelto en un escándalo de corrupción e inmoralidad. Se recetó viajes de turismo a Europa y fue fotografiado ebrio con una trabajadora sexual. Fue destituido (pero no procesado) y en 2017, como si nada, fue nombrado director del Servicio Nacional de Áreas Protegidas (Sernap). También en Sernap acaba de ser destituido por uso indebido de bienes del Estado y otras cochinadas, el que fuera su director, “Johnson” Jiménez. Los corruptos caen a veces, pero luego se reciclan, pocas veces son procesados por sus delitos y no devuelven lo que descaradamente robaron.      

Los "dinosaurios" Quelali y Mendoza

El país no ha conocido en toda su historia una caída tan vertical de la ética y de la moral colectiva, al punto de que los desfalcos, el uso indebido de bienes del Estado, el tráfico de influencias, el contrabando, los avasallamientos o el “lavado” del narcotráfico son ahora “normales”, tan comunes que forman parte de la vida cotidiana y la gente ya se acostumbró a esa forma de vivir. La normalización de la corrupción ha contagiado a gobernaciones y alcaldías, incluso aquellas que no son controladas por el MAS, como sucede en Santa Cruz y La Paz. Vivimos en un país donde cualquier inspector municipal o cajero del Banco Unión es un potencial delincuente. Ni las universidades del Estado se han salvado de la corrupción: hemos visto la actitud pusilánime de sucesivos rectores de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) que no procesaron a los “estudiantes dinosaurios” Max Mendoza y Álvaro Quelali, ambos corruptos y corruptores durante cinco lustros en ese espacio académico.      

Evo Morales, emblema de la corrupción 

La impunidad reina por doquier. Desde el presidente (llámese Evo Morales o Luis Arce Catacora) y los ministros, viceministros, diputados, senadores, alcaldes, concejales, gobernadores, etc. para abajo, la mayoría tiene cola de paja. Ya no nos sorprende si los corruptos son indígenas “descolonizadores” que representan la “reserva moral de la humanidad”, según palabras del cacique del Chapare, acusado él mismo de estupro, abuso sexual y trata de personas (además de sedición y terrorismo, usurpación de funciones, fraude electoral, sedición y seducción militar, genocidio y delitos contra la salud pública). Si esos son “la reserva moral”, no quiero pensar lo que serán los que no están en ese núcleo privilegiado que salvará a la humanidad entera de la debacle espiritual.    

La corrupción en todas sus formas y manifestaciones es un rasgo distintivo de los gobiernos del MAS. La cantidad de procesos que habría que instalar para juzgar a funcionarios corruptos, sería interminable, pero hay que hacerlo sí o sí para salvar la dignidad de nuevas generaciones. Mientras no se haga, Bolivia seguirá siendo un país de delincuentes. 

Me atrevo a afirmar que en nuestro sistema de “justicia” 1 de cada 100 abogados, fiscales, jueces, notarios, etc., es honesto y los 99 restantes son corruptos, y si no lo son, están esperando la oportunidad de serlo. Le dije esto a un amigo abogado hace pocos días, y me dio la razón porque sabe que es cierto: esa profesión está podrida. Nadie en Bolivia estudia derecho para defender la ley sino para torcerla. Es una carrera para la que hay que tener un nivel de autoestima y de ética al ras del suelo. Dice un verso de mi amigo Jaime Nisttahuz: “Donde dice abogado \ renglón 20 de la pág. 1040 \ debe decir ha robado”.     

Como mi capacidad de asombro es ilimitada y mi memoria no me traiciona tanto como a otros, me gana la perplejidad cada vez que salta a los titulares una noticia sobre actos de corrupción de funcionarios del Estado, a los que pagamos para que sean nuestros servidores públicos, pero rápidamente muestran sus rasgos de maleantes. No es cierto que se convierten en corruptos cuando llegan al gobierno, sino que llegan al gobierno para mostrar lo que siempre fueron pero no pudieron ejercer. 

Y sin embargo, no hay memoria ni sanciones. Y cuando hay sanciones, no duran mucho. Leemos que algunos funcionarios corruptos fueron destituidos y acabaron en la cárcel, pero no nos enteramos cuándo, cómo y porqué fueron liberados antes de cumplir sus sentencias. Y lo peor, no sabemos que ya tienen otra vez trabajo en el gobierno, en cargos menos visibles, donde probablemente siguen robando a discreción.     

¿Cómo se puede explicar que no se haya despojado de su fuero parlamentario al diputado suplente Jorge Rengel Terrazas, que transfirió a nueve cuentas bancarias en cuatro países la friolera de 51 US$ millones de dólares: Bélgica, Costa de Marfil, Alemania y Turquía. Como justificación, sin el menor empacho, declaró que había “ganado” esa suma astronómica en el negocio ilegal de contrabando de autos “chutos”. Ahí sigue el bribón merodeando en la Asamblea Legislativa, con cadenas de oro, ponchos de impostor y lentes oscuros para que no se le vean los ojos de pícaro. Lo mismo podemos decir del expresidente de diputados, ahora escondido, Israel Huaytari. También sigue siendo diputado, sin que haya sido procesado, Juan José Jaúregui, acusado de pedir favores sexuales a menores de edad. Las maneras como se manifiesta la corrupción son interminables. 

Edgar Patana recibiendo un soborno  

¿Ya hemos olvidado a Edgar Patana, alcalde de El Alto procesado por corrupción cuando lo pillaron con las manos en la masa? Un video lo muestra recibiendo miles de dólares como soborno. Estuvo preso porque era demasiado obvio el delito, pero probablemente ya está suelto haciendo nuevas fechorías.       

Y qué decir de Santos Ramírez, “hermano” de cama y rancho de Evo Morales, que luego de millonarios sobornos como presidente de YPFB y un asesinato de por medio, cumplió unos años de cárcel y está libre por “buena conducta”. Otros casos de corrupción en YPFB involucraron las gestiones de Jorge Alvarado (contrato irregular con Brasil), Carlos Villegas (plantas separadores de Rio Grande y Gran Chaco) y Guillermo Achá (taladros). 

Exministra Nemesia Achacollo 

Siendo machacones, añadiríamos una larga lista donde los casos más sonados y visibles son el Fondo de Desarrollo Indígena (Fondioc), con más de una docena de bribones y bribonas de los “movimientos sociales”, y la empresa china CAMCE, o “caso Zapata”, por referirse a una de las amantes de Evo Morales. La lista está  lejos de terminar allí. Añadiríamos el negociado de Quiborax capitaneado por Héctor Arce Zaconeta, actual embajador en la OEA, y su bufete de abogados, o las barcazas chinas, o los “zares” de la Policía de lucha contra el narcotráfico convertidos en narcotraficantes, o Wilson Cáceres y Edwin Characayo, dos corruptos que se turnaron como ministros de Desarrollo Rural y Tierras, o dos otros ministros de Educación, Adrián Quelca y Édgar Pary, el primero imputado en 2021 por la Fiscalía por el delito de incumplimiento de deberes en el marco del caso “tráfico de exámenes” y el segundo por uso indebido de influencias y otras mañas.    

Exministra Gisela López 

Por el caso de Neurona Consulting que contribuí a destapar (una empresa mexicana fantasma que tuvo contratos millonarios con el gobierno para hacer propaganda), debería abrirse procesos a la ministra de Comunicación de entonces, Gisela López y otros bribones. Y así, una larga cadena de actos de corrupción y nombres que caen en el olvido porque son demasiados.    

Y cuánto más hay que no conocemos, que se revelará cuando se vaya el MAS del gobierno, o quedará sepultado mientras los bribones lavan su dinero mal habido.

Tan sólo poniendo lado a lado, en renglón seguido, los titulares sobre la corrupción en los gobiernos del MAS en los últimos casi 20 años, llenaríamos un libro tan grueso como En busca del tiempo perdido. O quizá no, porque la novela de Proust tiene que ver directamente con la memoria, y en Bolivia somos empecinadamente desmemoriados. 

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Servirse de un cargo público para enriquecimiento personal 
resulta no ya inmoral, sino criminal y abominable.
—Cicerón 


18 enero 2025

La institución-cine

(Publicado en Brújula Digital, ANF y Público Bo el jueves 16 de enero de 2025) 

El año 2024 el premio Nobel de Economía fue otorgado a tres profesores del Massachusetts Institute of Technology (MIT): Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson, por sus investigaciones sobre la importancia de las instituciones para la prosperidad de un país. Un país sin instituciones sólidas y sin participación social es un país débil y destinado al fracaso, para decirlo de manera sintética.      

Ese dato me permite elaborar algunas ideas sobre La invención de lo posible (2023) de Sebastián Morales Escoffier, cuyo subtítulo es un resumen de la temática abordada: Historia(s) de la institución-cine digital en Bolivia (2003-2019). Como toda investigación que quiso ser una tesis académica, el espacio y el tiempo temático están bien acotados, pero el libro brinda felizmente más de lo que anuncia. La obra aborda con datos duros y con potencia crítica, la importancia de la institución-cine en lo que va de este siglo, con parámetros que podrían coincidir con la propuesta de los laureados con el Nobel de Economía, en la pequeña escala de Bolivia y aún más pequeña del cine boliviano. 

La demarcación al cine digital limita el espectro del estudio, porque lo que este ensayo teórico quiere indagar es: ¿sobre qué pilares se sostiene el cine boliviano actual? El autor intenta responder la cuestión en 360 páginas (introducción y 8 capítulos) que dibujan un escenario apasionante. Desborda el periodo inicialmente propuesto y se ocupa de la historiografía, las formas de producción, las oportunidades de financiamiento, la crítica y la enseñanza, entre otros temas relacionados con la supervivencia y relativa eclosión de nuestro cine en años recientes. Se trata de un estudio serio, bien documentado y bien escrito, estemos o no de acuerdo con algunas de las afirmaciones o tengamos observaciones sobre perspectivas, afectos y omisiones que son por demás explicables desde una mirada generacional cruzada por las relaciones personales con los actores principales de la etapa estudiada.      

Lejos de proporcionar solamente información, el libro de Sebastián Morales construye, sobre la historiografía que lo precede, un cuerpo de análisis sustancioso y coherente. Aborda como un sistema complejo el cine boliviano del periodo elegido. Es decir, lo construye como sistema complejo. Si seguimos los parámetros teóricos de Edgar Morin, Rolando García y Jean Piaget, el sistema complejo se construye, no es preexistente hasta que el análisis permite comprender de manera interdisciplinaria sus rasgos principales. 

La llegada del cine digital y el quiebre que se produce entre un cine producido y difundido en celuloide durante un siglo y el cine numérico (después de la breve adolescencia del video como soporte magnético), constituye una revolución que no es solamente tecnológica porque incide en las formas de creación y de relacionamiento entre los cineastas y los espectadores. La indudable facilidad de hacer cine con tecnología digital, me recuerda al cineasta alemán Werner Herzog cuando visitó Bolivia en 2015 y se prestó para un conversatorio el 10 de abril de ese año en el cine 6 de Agosto. Acosado por jóvenes que le pedían consejos o se quejaban de no tener los medios para plasmar sus ideas en obras geniales, Herzog expresó que “la cultura de quejas en el cine nunca me ha gustado”, y aconsejó al coro de plañideros, que utilicen sus teléfonos celulares para hacer cine, porque la calidad es más que suficiente. La anécdota viene a cuento porque la evolución tecnológica significó “un antes y un después” cuyos efectos continúan profundizándose con la incorporación de la llamada Inteligencia Artificial (IA). Todo ha cambiado, y sigue cambiando aceleradamente. 

No puedo pensar en otro libro reciente sobre el cine boliviano que haya dado un salto tan claro de lo descriptivo a lo teórico, para esbozar la definición simbiótica de la “institución-cine”, que podríamos también denominar el “sistema-cine”. Dice Sebastián: “para acercarse al análisis de un periodo histórico del cine en concreto, es necesario no solamente ocuparse de las películas, sino también de todo el sistema que sustenta y determina su aparición”.   

Para rayar la cancha del producto audiovisual digital y su pertenencia al cine como continuidad del séptimo arte, Morales Escoffier se apoya en varios autores, entre ellos Aumont (2012), cuando afirma que “el cine permite una unidad donde el espectador está movilizado para ver y escuchar una película; de ahí que el filme ocupe un tiempo especial de atención del espectador. Por tanto, todo mecanismo que rompa con la duración propia del filme, que interrumpa su flujo, sería considerado como no cinematográfico”.  El debate entre si las nuevas tecnologías orillaron al cine para dar paso a algo diferente, es un falso debate: el cine sigue siendo cine, independientemente del formato o el soporte material. Lo que lo define es la predisposición (la “actitud cognitiva”) de un espectador colectivo que defiende la obra cinematográfica como una totalidad y no como una sucesión fragmentaria de imágenes. 

Corresponde entonces preguntarse si el punto de quiebre son los formatos digitales, o la anterior aparición del video magnético en formato caseros (VHS, Betamax, 8mm, Hi8, Súper VHD, etc.) que cambiaron la manera de producir y difundir, en la medida en que cortaron el cordón umbilical con los laboratorios y otros procesos onerosos que coartaban la independencia de los cineastas. La portabilidad de las cámaras, la incorporación del sonido en la misma cinta, la posibilidad de revisar inmediatamente lo filmado, la facilidad de editar y de copiar a un costo muy bajo, fueron escenarios de transición hacia el cine digital o numérico que conocemos hoy. Como en toda historia, siempre hay antecedentes que explican y justifican “lo nuevo” (que nunca es completamente nuevo).     

El cine digital viene a ser la madurez de aquellos formatos que constituyeron la adolescencia de una generación que corresponde a la generación de millennials (1982-1996), rápidamente reemplazada por la de los nativos digitales a partir de 1997. Los “nuevos” son en realidad más viejos, porque traen el bagaje cultural y creativo acumulado por quienes los precedieron. Nada nace de cero. Los “renacimientos” del cine (tan pregonados como sus “muertes”), hacen caso omiso de la dicotomía celuloide / digital. Las producciones comerciales se hacen ahora casi siempre en digital, aunque algunos cineastas optan todavía por filmar en celuloide: Scorsese, Christopher Nolan, Tarantino, Woody Allen o Wes Anderson, entre otros que consideran que la calidad del celuloide es mejor (como quienes rescatan los discos de vinilo). 

En la primera parte del libro Sebastián Morales indaga sobre la ontología (la esencia) del medio digital apoyándose en lecturas anteriores al cine numérico que han reflexionado sobre la naturaleza íntima y social del cine (Kracauer, Bazin, Deleuze, Getino, Godard, Morin, Serceau, y otros). Confronta ideas de los textos de esos autores para posicionar las propias en un universo dialéctico que es evidentemente más amplio y trasciende el espacio-tiempo de Bolivia. Por ello, sus lecturas apelan a los clásicos, aunque el periodo de su estudio esté limitado a lo más reciente. Hay ideas que no envejecen y planteamientos que consciente o intuitivamente, son retomados por nuevas generaciones.     

Cuando el autor aborda las historiografías del cine boliviano, analiza de dónde viene el cine actual y cuáles son sus antecedentes. En su lectura de lo que se ha escrito antes, hay una preocupación por la “fragilidad constitutiva” de la memoria histórica del cine boliviano, reducida a un par de historiadores que intentamos “contar” lo que se había hecho desde los inicios. Si bien esboza una crítica velada al carácter meramente informativo de los libros de historia del cine boliviano, a su vez valora su aporte y reconoce que no se podía profundizar en películas que no existían sino por referencias encontradas en la prensa o en testimonios de “sobrevivientes” (como los de una guerra no registrada). 

El presidente Paz Estenssoro en el ICB

Esas historias las escribimos cuando no se habían encontrado y menos aún restaurado películas que ahora son parte importante del acervo de la Cinemateca Boliviana, pero precisamente gracias a la meticulosa revisión y valoración realizada del pasado, se pudo recuperarlas. La crítica, por ejemplo, no existía hasta la década de 1950. Tampoco había archivos fílmicos, escuelas de cine, festivales, apoyos estatales, y otros pilares institucionales. El periodo del Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB), fundado durante el gobierno del MNR en la década de 1950 hasta su desaparición a mediados de los años 1960, es una excepción honrosa que permitió a cineastas como Jorge Ruiz y Jorge Sanjinés realizar aportes fundamentales al cine boliviano. Desde la perspectiva del siglo XXI, es difícil imaginar cómo se vivió la actividad cinematográfica sesenta o setenta años antes.        

Las consideraciones sobre la permanencia en el tiempo de los soportes digitales son muy pertinentes. Citando a Bordwell (2012), Sebastián Morales se hace eco de la preocupación sobre la sobrevivencia del cine digital, una discusión que ya existía 20 o 30 años antes. Como sabemos, los “nuevos” soportes digitales envejecen rápidamente a medida que avanza la tecnología, y para conservar los documentos visuales es imperativo copiar una y otra vez en nuevos soportes que a su vez serán pronto obsoletos y remplazados por otros más ligeros, más pequeños, con mayor capacidad, pero cuya vida útil es desconocida. Eso me recuerda algo que leí en un artículo de Antonio Pasquali: algunos documentos importantes de la Biblioteca Británica (un acervo de 170 millones de ítems), han sido impresos sobre papiro porque es el único soporte material que puede durar varios miles de años. En otras palabras, la magnífica memoria digital (y la “nube”) es sumamente frágil. 

Desde el punto de vista historiográfico, la motivación principal de quienes hicimos investigación medio siglo atrás era rescatar información y testimonios, para acumular una masa crítica antes de que se perdiera. No era nuestro propósito en la década de 1970 analizar, desmenuzar o descartar. Sobre esos pilares antes inexistentes, es posible ahora construir nuevos pisos, desarrollar un ejercicio de análisis, agrupar obras por sus características o sus modos de producción. Es más factible hacerlo cuando ya se han recuperado obras fundamentales de las cuales solamente se tenían noticias tan dispersas como dudosas.       

La misma perspectiva de investigación histórica tuvimos con Guy Hennebelle, mi amigo francés crítico de cine (fallecido en 2003) cuando invertimos seis años en la elaboración del primer libro sobre la historia y evolución de los cines de América Latina. Hasta entonces, sólo se habían escrito libros sobre la cinematografía de México, Argentina, Cuba y Brasil, y de vez en cuando de Colombia, Chile o Perú, pero nadie había investigado los cines de los otros 20 países de la región latinoamericana. Y menos, en un solo libro como el que publicamos en 1981. Ahí también, la idea era rescatar lo desconocido, sin ánimo de cruzar la información con filtros teóricos, aunque estos estaban implícitos en las experiencias de cada país. 

Bien lo dice Morales Escoffier: la construcción de categorías de análisis es bastante posterior. En este siglo ya se puede hacer “el ejercicio de escoger algunas películas a partir de ciertas características identificables que son de interés de los investigadores. Es decir, se elaboran corpus que potencialmente pueden llegar a construcciones conceptuales”. Incluso a nivel internacional, recién en la década de 1980, aparece un interés generalizado por “repensar la historia y los métodos de investigación de las teorías del cine mundial” (Casetti, 2005). Ello indica que no sólo en Bolivia, sino en otros países y en otras regiones, no se podía “repensar” (sin asidero) una historia del cine que no había sido investigada y escrita. Las consideraciones tecnológicas son posibles cuando los cambios tecnológicos ocurren, no antes. Por ejemplo, la aparición del cine sonoro o el color en el cine, o el formato 16mm o 9mm, desencadenaron nuevos modos de producción, reflexiones y preguntas. Por eso, lo razonable es ponerse las sandalias de quienes investigaban en las décadas de 1960, 1970 o 1980. 

Jorge Ruiz, pioneer del cine 

En la perspectiva de los cineastas bolivianos pioneros de las décadas de 1920 a 1960, no existía una visión teórica sobre los propósitos y fines últimos de su trabajo (una mirada “teleológica”). Quien más se acercó a la reflexión fue quizás Jorge Sanjinés, quien no se limitó a hacer cine sino a pensarlo en breves textos que corresponden a una línea de compromiso social y artístico, antes que de construcción teórica. Realizar una película era como esculpir una piedra o escribir una novela, un acto único ajeno a una “institucionalidad” inexistente, pero no ajeno a la realidad de un país que necesitaba aportes artísticos como los de Marina Núñez del Prado, Arturo Borda o Jesús Lara, por no citar sino tres ejemplos.     

De hecho, los procesos de especulación teórica sobre el cine son relativamente recientes en comparación a la historia del cine mundial. La obra de Bazin, Barthes, Kracauer, Arnheim, Béla Balázs o Metz, inspira todavía a quienes en nuestra región se han ocupado de problematizar aspectos de la “institución-cine”. Seguimos bebiendo de las fuentes europeas del siglo pasado, y eso no es malo en la medida en que sepamos ponerlas en nuestro contexto. 

Rolando García y los sistemas completes

Entre las páginas más interesantes del libro, están las que miran el fenómeno del cine como un sistema complejo. Morales Escoffier se refiere a la diferenciación interdisciplinaria: “La metáfora del tejido, la relación entre unidad y multiplicidad, la interdependencia, la interactividad y la intereactoractividad (sic) señalan con exactitud la manera en la que se comporta la institución-cine”. Tiene razón cuando afirma que “el pensamiento complejo es una herramienta para alejarse de las visiones lineales de la historia y acercarse a ella como un campo de probabilidades, de emergencias. Es decir, una historia no totalizadora, donde se propongan caminos de análisis y relaciones que puedan explicar el fenómeno a partir de una lógica de entramado, de tejido”. Sin embargo, eso no es posible sin contar con un conocimiento de base y miradas convergentes desde lo interdisciplinario, que contribuyen a abrir preguntas antes que cerrarlas. Un sistema complejo es un sistema abierto e incluso “desordenado” (el término que usa Edgar Morin) o “líquido” (Bauman).     

Cinemateca Boliviana 

En los capítulos siguientes, Morales Escoffier aterriza en la realidad boliviana, rescatando lo que es posible rescatar en las últimas tres décadas sobre el sistema institucional que ampara (como nunca antes, aunque con debilidad), los diferentes frentes de la generación y gestión del cine digital boliviano. Aquí aborda una revisión minuciosa de la Ley de Cine 1302 (1991), los fondos de fomento cinematográfico, Conacine, Asocine, la Cinemateca Boliviana, los festivales, las organizaciones de cineastas y la estructura de distribución y exhibición, entre otros. Cada observación está sustentada con datos duros que no son fácilmente disponibles. Por ejemplo, leemos que el número de salas comerciales de exhibición bajó de 240 en 1985 a 40 en 2001. Por otra parte, detalla con cifras los proyectos que recibieron apoyos considerables de diferentes fondos estatales. Gracias a sus indagaciones y la correspondencia directa con cineastas, podemos conocer la “intimidad” de muchas producciones, sus problemas y sus estrategias. No son superfluas esas anotaciones sobre los mecanismos de apoyo a la producción, porque muestran que muchas oportunidades se perdieron por falta de rigor, afectando a otros cineastas que no tuvieron esas mismas oportunidades.     

La palabra “rigor” no está usada a la ligera: el libro dedica varias páginas a esclarecer su significado, revisando películas concretas y el trabajo de realizadores. La exploración sobre el “oficio del cineasta” y su contrapunteo con las condiciones económicas de producción y difusión contiene una audaz (aunque velada) crítica a la responsabilidad de los cineastas en el manejo de los recursos económicos provenientes del Estado. Para ponerlo en cristiano: varios proyectos recibieron montos similares en dólares, pero no siempre se ve el resultado en la pantalla. De ahí que surgieran tantos conflictos, manifiestos, juicios y capillas quejosas.

Jorge Sanjinés durante la filmación de Fuera de aquí

Entre las tensiones que menciona Sebastián Morales está la que surgió entre los nuevos y los “viejos” cineastas, o más bien, desde los nuevos hacia sus predecesores, partiendo del supuesto de que la generación anterior se habría beneficiado de un tratamiento privilegiado y que se trataría de una “rosca”. En realidad, las propias cifras exhibidas vienen a demostrar lo contrario. Las oportunidades fueron bastante homogéneas para todos, aunque algunos no llevaron su barco a buen puerto. Luego de una etapa de “quejas” de los cineastas ascendentes, esa tensión se diluyó en la medida en que la generación recién llegada demostró mayor habilidad para obtener recursos dentro y fuera de Bolivia. “Matar al padre” (Sanjinés), dejó de ser una vendetta generacional. El “lamento boliviano” terminó con el acceso a fuentes de financiamiento y de distribución diversificadas. Mientras los “viejos” estaban acostumbrados a rodar sus películas empeñando sus bienes, la mayoría de los “nuevos” no filma ni un minuto digital digital sin antes contar con fondos y becas.      

El cineasta Martin Boulocq 

Otra tensión desarrollada en el marco de la institución-cine es la regional: el centralismo político ha sido un factor de disputa entre cineastas que trabajan en “el interior”, y aquellos que operan desde la sede de gobierno. Ese problema no toca solamente al cine, sino a cualquier otro sector de la cultura. Sebastián Morales subraya el esfuerzo de los polos de desarrollo regional, como el “boom cochabambino”, un movimiento que no solamente abarcó la producción sino también la formación y la crítica. Sus principales cineastas trascendieron fronteras con sus obras. De hecho, algunos decidieron cambiar sus domicilios a otros países.      

Otro aspecto importante que aborda Morales Escoffier son las “aglomeraciones” y “redes de colaboración” que en centros de formación en varias ciudades de Bolivia permitieron la emergencia de grupos colaborativos que trascienden el espacio circunstancial de las escuelas de cine o de los programas universitarios. Hay complicidades cardinales y constelaciones familiares que nacen en esos espacios y que se extienden en el tiempo alrededor de procesos de producción, sobre los que el libro no escatima detalles, lo cual muestra la cercanía del autor a los cineastas que menciona y su voluntad de llegar cada vez al meollo de cada proyecto. Quizás por momentos esos detalles se orientan demasiado al análisis de los contenidos de las obras, especialmente algunas como ¿Quién mató a la llamita blanca?(2006), El corral y el viento (2014) o Algo quema (2018), pero ello se explica por los vínculos personales y generacionales. El sesgo es también regional, puesto que se concentra en La Paz y Cochabamba.      

Se justifica más el análisis crítico de las obras en capítulos que desmenuzan el “cine de autor”, cuestionando el término hasta las últimas consecuencias. ¿Hay realmente un cine de autor en Bolivia en la etapa del cine digital? Si bien podemos afirmar que Jorge Sanjinés es un autor porque su obra reitera características de lenguaje y temáticas, no sucede lo mismo con la generación que se estrenó con el cine digital. Además, puede reconocerse a un “autor” cuando ha realizado diez largometrajes, pero no es tan evidente cuando un cineasta ha dirigido dos o tres películas, aunque algunos tiendan a auto-etiquetarse como tales.  Sebastián Morales acude a lecturas seminales para explicar qué es lo que define el cine de autor y dejar establecidas preguntas que permitan dibujar la frontera entre el oficio cinematográfico y la mirada única del artista. Cita a Andrew Sarris y a André Bazin cuando se refiere a la “firma” o estilo inconfundible que caracteriza a grandes autores como Hitchcock, Godard o Agnes Varda. El “estilo” autoral sólo puede ser discernido a través de la “serialidad”: “Los rasgos de un autor aparecen desde la primera obra de un cineasta en particular, pero sólo se hacen patentes después del visionado de varias películas del realizador”.

Cuando los hombres mueren solos 

El corral y el viento  

No son menos determinantes las formas de producción. Por una parte, el cine personal o de pequeños grupos que apuestan por su independencia y realizan sus obras aún en condiciones precarias (Álvarez Durán, entre otros); por otra, las películas autofinanciadas o que cuentan con financiamiento de la iniciativa privada (Bellot y Antezana); las que resultan de coproducciones, laboratorios y festivales (Viviana Saavedra); las que tienen el respaldo de productores (Gory Patiño) o del Estado (muchos). Sin duda, los esquemas de financiamiento también afectan los criterios artísticos, según demuestra Sebastián Morales. Los fondos del Estado no han sido despreciables (PIU, Focuart, etc.), aunque sí menores a los existentes en otros países. La mayoría de los cineastas en actividad se ha beneficiado de una u otra manera con esos fondos (no me extraña que sean tan cautelosos para expresarse sobre la situación política). Muchos expresan en privado lo que no se atreven a decir en público para no correr el riesgo de perder los favores del gobierno que ha estado en el poder durante todo el periodo que cubre la investigación de Morales Escoffier. No han conocido otra cosa.    

Cuando analiza los modos de producción en la era digital, y alude a los fondos estatales, señala con profusión de datos algunos aspectos que tienen implicaciones éticas. Por ejemplo, señala que una sola película de las que recibieron fondos del PIU para la “difusión y distribución” (nada despreciables: 15 mil US$), se estrenó después de ganar ese apoyo. Todas las demás se estrenaron antes y por lo tanto ya habían concluido su carrera comercial. Entonces, ¿qué pasó con los miles de dólares recibidos? ¿A cuántos espectadores se les podría regalar una entrada de cine con ese dinero? ¿Cómo se usó realmente? La falta de fiscalización hace que el manejo de los fondos concursables sea poco transparente.  

    

Sebastián Morales cierra su libro con dos páginas bajo el título “Un gesto amoroso”, donde afirma en la última línea que hacer cine en Bolivia, “al final de cuentas, se trata siempre de un gesto amoroso”. Sin embargo, un par de párrafos más arriba hace una afirmación que podemos discutir: rechaza los “acercamientos románticos” en la historia del cine boliviano y discrepa con Carlos Mesa que en 1985 describió el carácter de “aventura” de hacer cine en Bolivia. Probablemente, estaría también en desacuerdo conmigo cuando en 1982, en mi Historia del cine boliviano, subrayé que el cine boliviano es obra de “pioneros” que lo arriesgaron todo para realizar sus películas sin ninguna retribución.     

Desde la óptica del cine digital-institucional pareciera que el cine fue siempre un oficio del que se podía vivir, pero no era así. Las afirmaciones anteriores al periodo histórico que cubre este estudio corresponden a una aproximación “romántica” al cine que ya no existe. El amor de ahora es un “gesto amoroso” menos romántico, por así decirlo. Hoy, la mayoría de los cineastas vive de su cine, no tiene que poner una carpintería (como hizo Antonio Eguino) o hipotecar su casa (como hizo Oscar Soria), o terminar su vida con una magra pensión del Estado, como sucedió con Jorge Ruiz. El libro menciona en varios capítulos que los cineastas de la era digital-institucional tienen acceso a múltiples fuentes de financiamiento que antes no existían, tanto nacionales como internacionales, y que entre unas y otras suman (sin que se sepa con claridad) cantidades generosas de fondos que permiten no solamente realizar sus películas, sino vivir de ello (lo cual hubiéramos deseado para la generación anterior). Entre fondos para el “desarrollo del proyecto”, fondos para la “producción”, fondos para la “postproducción” y para la “difusión y distribución”, los cineastas digitales no pierden, por lo menos empatan. 

No sé si se han publicado otras reseñas sobre La invención de lo posible, pero debería ser lectura obligada para quienes están activos en el campo del cine en Bolivia. Si no lo comentan, por lo menos que lo lean, porque Sebastián Morales es, en lo que va del siglo, el único que ha escrito teoría sobre nuestro cine, más allá de aquellos que hacemos historiografía, ensayo o crítica. 

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El sabio no dice todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice.
—Aristóteles