02 junio 2018

La memoria de Arnal

 La relación entre el cine y la pintura me ha fascinado siempre. Se trata de dos lenguajes visuales radicalmente diferentes y a la vez emparentados no por lo más obvio (que sería el color) sino por una conexión íntima en el proceso creador de cineastas y pintores, algo que tiene que ver con la memoria que se transmuta en tejidos, texturas, movimiento, música y espesor cultural. 

Por supuesto que la pintura tiene movimiento y tiene música, y que el cine tiene texturas, que no es plano. ¿Eso hace más sencillo mostrar la pintura a través del cine o hace el ejercicio más complejo? 


Matías Arnal con su padre, Enrique
Hay grandes películas de ficción sobre grandes pintores y su obra (la reciente Loving Vincent, sobre Van Gogh es absolutamente extraordinaria y única), así como hay otros films que sin ser malos, no llegan a representar la vida y obra del artista elegido. Otros films no tienen la pretensión de superar cinematográficamente la obra pictórica que los ha inspirado, sino simplemente representar con la mayor fidelidad posible la obra de un artista e indagar sobre sus motivaciones. 

Esto último hace Matías Arnal en el documental sobre su padre, Enrique Arnal: el mundo de su memoria (2018 – 62 minutos), y lo hace con humildad, sin buscar protagonismo como cineasta, concentrando en la pantalla obra pictórica que quizás nunca más veremos (porque está en colecciones privadas) y tratando de explicar con la voz del propio Enrique, la razón de ser de esa obra magnífica nacida de un pintor autodidacta. 


Siempre pensé que Quico Arnal era un pintor excepcional, y no solamente por la calidad de su obra sino por su personalidad. Me he llevado muy bien con los mejores pintores bolivianos, quiero su obra (y la adquiero cuando puedo) y admiro su capacidad de pintar compulsivamente todos los días. Mi querido Ricardo Pérez Alcalá, a falta de un taller de pintura tenía dos en México, como si así pudiera duplicar el tiempo que necesitaba para pintar.  Recuerdo a Gustavo y Raúl Lara, a Walter Solón Romero, a Luis Zilveti, a Gil Imaná, a Lorgio Vaca y a otros amigos artistas, con las manos y el overol embadurnados de pintura todos los días de su vida. 

Y en cambio Quico era muy diferente en ese sentido, una especie de lord inglés que deambulaba sin prisa por las calles de La Paz y que podía pasar varios meses o incluso años sin pintar, pero en algún momento se encerraba, se perdía de la vista de todos y de repente emergía semanas después con una veintena de cuadros magníficos, siempre variaciones en torno a un tema: montañas, desnudos, aparapitas, gallos, y otros que nos sorprendían por su vigor innovador. Cada vez, Arnal se reinventaba. De cada uno de esos periodos de aparente inactividad artística, surgía una nueva serie sorprendente y diferente en su estilo y en su contenido. 


Enrique Arnal
El documental de Matías, narrado por el propio Enrique (gracias a una larga entrevista que le hizo Alejandra Echazú), me ayudó a entender esa relación íntima entre sus aparentes vacíos y sus acometidas pictóricas. Y lo que entendí es que para cada serie había un hilo de memoria que se iba tejiendo hasta convertirse en propuesta plástica. De ahí la pertinencia del título del documental. Esos periodos de silencio aparecían como vacíos, pero eran en realidad periodos de gestación y de maduración de frutos nobles. 

Para cada serie hay un referente en la propia vida de Enrique Arnal, y eso Matías lo sintetiza hábilmente en el film al establecer un paralelo entre: a) las vivencias de Quico desde niño, b) la formación de su pensamiento y c) el desarrollo de su obra plástica. 


Su primera experiencia vital, la de sus 8 primeros años de vida en el campamento minero de Huanuni, marcan su pensamiento y su obra de manera indeleble. Su vida privilegiada en Huanuni dota a su mirada sobre la vida y sobre el arte de una libertad absoluta. Sorprende la memoria que conserva de esos años que formaron su espíritu rebelde, pero no de aquella rebeldía estridente de los petardos que se evaporan con su propio humo, sino de una manera de vivir ajeno a toda forma de domesticación, en su vida personal y en su arte. 

La “acumulación de percepciones” que recoge en esos primeros años se irá desplegando en su pintura y en su filosofía personal a lo largo de su vida, pero no como una traslación ordenada cronológicamente sino como invasiones de la memoria en su pintura, que Matías ha tenido la inteligencia de agrupar aunque pertenezcan a periodos diferentes de la pintura. Así, el hilo de la memoria de Catavi, parece no perderse nunca, y reaparece episódicamente en la obra figurativa como en la obra abstracta. 


La vivencia del paisaje austero de las minas y en general del altiplano al que se debe buena parte de la obra de Arnal, se depura en la concepción general de su obra, sin llegar a ser una posición dogmática, pero sí un derrotero artístico: eliminar lo superfluo para ver el centro de las cosas. Así lo afirma en 1985  cuando se encontraba enfrascado en la creación de su emblemática serie de montañas nevadas: “Lo superfluo nos impide ver en una montaña lo esencial que tiene”. Destacar en un paisaje lo esencial significa “resistir a la tentación de ser deslumbrados” por la belleza de la naturaleza, en este caso de las montañas andinas. 

En otras palabras, lo que Enrique Arnal afirma en su obra es la importancia de no reproducir la realidad tal como es, sino extraer de ella aquello trascendente, su esencia de belleza mística, aunque para ello sea necesario llegar a la abstracción casi absoluta: formas y colores que pueden resultar ajenos al común espectador si no conoce el referente original. 


Esto me lleva a afirmar que no existe arte abstracto que no tenga un referente en la realidad concreta, y el arte abstracto que se abstrae de la realidad no deja de ser un ejercicio mecánico de mezcla de formas y colores sin transparencia. 

De Catavi a Oruro (1940), luego a La Paz (1941), a Buenos Aires (1945), luego invitado a Santiago (1952), como jugador profesional de rugby, después un breve periodo de comcentración en Machu Pichu (etapa mística) y su regreso a Bolivia... el documental nos lleva por cada etapa de la memoria de Enrique, aunque no toda esa memoria se exprese en su pintura. Curiosamente, aunque Matías ha hecho un trabajo de filigrana rescatando documentos filmados y fotografías de cada etapa para contextualizar la vida familiar y el desarrollo artístico de su padre, no queda completamente claro cómo y cuándo comenzó a pintar. 


La dificultad de ver la mayor parte de la obra de Arnal en un museo y la dispersión de sus 1.150 obras en colecciones privadas hace que perdamos de vista facetas que el documental tiene la virtud de devolvernos, por ejemplo, su gran pericia como retratista (Tamayo, Zavaleta). El esfuerzo de agrupar la obra de Enrique Arnal nos permite también reconocer la maestría con la que asimiló influencias de otros grandes artistas (Picasso, Bacon, entre otros). “Repetirse es tedioso” le dice a Jorge Gestoso en una entrevista, por eso cada nueva exposición de Enrique era una sorpresa.


La relación entre la música y la pintura ha sido siempre muy estrecha. Los grandes pintores pintan con música y Arnal no era una excepción. De ahí que uno aprecia en el documental de Matías la habilidad de entretejer la música que le gustaba a su padre con la vigorosa expresión de su pintura, de tal manera que la música se queda entre los brochazos, no se desprende de la obra. Para cada serie de cuaros que presenta, selecciona la música que a Enrique le parecía la más adecuada.
Enrique Arnal fotografiado por Alfonso Gumucio en México, 1983

Otro acierto del realizador del documental ha sido presentar cada una de las series de pintura (montañas, caballos, cóndores, bodegones, aparapitas, desnudos, toros, piedras, etc), en un estilo distinto: a veces con movimientos de cámara dentro del cuadro, a veces alterando el fondo, los encuadres, utilizando fundidos, etc. En suma, un hermoso homenaje al arte y al pensamiento de Enrique Arnal, extraordinario pintor boliviano. 




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No hay arte abstracto. Siempre hay que empezar con algo. Es preciso empezar siempre con algo. Después es posible eliminar todo rastro de realidad.
—Pablo Picasso

27 mayo 2018

Rivadeneira en Comala

 Cuando se cumple exactamente un año de la muerte del escritor Raúl Rivadeneira Prada, el “Negro” para los amigos, quiero recordarlo con la relectura de uno de los tantos libros suyos que tuvo la generosidad de obsequiarme con su rúbrica. Es una deuda que tenía con Raúl hace muchos años, lo es aún más ahora.


Este es un libro especial, muy diferente a todos los demás que publicó. Me lo regaló en México cuando estábamos en el exilio en 1981, pero fue publicado en Bolivia por la Editorial Difusión que dirigía nuestro común amigo Jorge Catalano. El libro lleva en la tapa un dibujo de Edgar Arandia y el título de Rulfo en llamas (1980). 

Conservo la edición príncipe celosamente no solamente por la dedicatoria sino porque el libro constituye un desafío innovador, casi temerario, de análisis literario de las dos obras magnas de Juan Rulfo aplicando a ellas la Teoría General de Sistemas, tan próxima al pensamiento de Raúl como alejada de Rulfo.

Bien hace Rivadeneira al señalar desde la introducción que su ensayo reúne “un conjunto de apreciaciones subjetivas originales”, porque así podemos disfrutar la lectura de esas apreciaciones sin tomarlas como dogma.

Jesús Urzagasti le regaló una hermosa presentación sobre el mundo de Rulfo, evocando la personalidad del mexicano: “Rulfo no es un escritor solar, es decir, omite la ilusión del medio día…” Jesús concluía su texto alegando que el trabajo meticuloso de Raúl pone a descubierto “el secreto orden, el andamiaje oculto de un artista y poeta que para reinventarse una morada latinoamericana funcionó a todo vapor con su organismo frente a la realidad mexicana”.


El propio Raúl añade una páginas más tarde: “Tanto más trascendental es una creación literaria cuanto más insistentemente toca a las puertas de la reflexión, de la conciencia y deja ancho el espacio por donde han de trajinar las interpretaciones, reinterpretaciones, búsquedas y nuevos hallazgos”.

Rivadeneira aborda Pedro Páramo y El llano en llamas (ambos títulos de magnífica sonoridad y ritmo) como una sola “totalidad” y “cuerpo coherente” para analizar el lenguaje, el código, la información, la incertidumbre y la comunicación con el tamiz de la teoría expuesta por Shannon y Weaver en 1949. La palabra “incertidumbre” fue la que más me intrigó, y en esta nueva lectura no logré desentrañarla completamente.

Luego de situar a los personajes en un contexto histórico, geográfico y cultural como si él mismo diera un paso dentro de Comala, Raúl se enfrasca en un análisis que intenta cuantificar palabras clave del texto y su frecuencia en los  relatos, como leit motif que inciden en el mecanismo de comunicación. Si bien las cifras me dejan algo indiferente, es en la interpretación textual de Raúl que la lectura se hace enriquecedora.

En su análisis de Rulfo reconoce un sistema de información con dos vertientes: a) señales que yacen en el entorno físico y humano y b) el contenido simbólico de esas señales. “Símbolo y sociedad humana son inseparables –afirma más adelante- desde que el hombre creó sus primeros instrumentos para enseñorearse sobre la tierra y desde que aprendió a relacionar objetos y funciones y de allí a otorgar a las cosas más de un significado”.


Raúl Rivadeneira y Luis Ramiro Beltrán
Algunos cuadros estadísticos no están bien desglosados y, la verdad, no añaden mucho al lúcido análisis textual que hace Raúl, dejando de lado a Shannon y poniendo más de su propio razonamiento. El intento de aplicar la métrica para que calce con la teoría resulta forzado. Él mismo lo dice:  “No bastan los datos objetivos (…) ni las simples declaraciones subjetivas”.

Nunca lo hice, pero me hubiera gustado preguntarle a Raúl si Rulfo llegó a conocer su libro (probablemente sí, en algún encuentro en Ciudad de México) y cuál fue su comentario al respecto. Nunca lo hice, por eso de que uno cree que el tiempo es elástico.

La muerte de Raúl Rivadeneira me sorprendió en México hace un año, país donde dos de sus textos académicos editados por Trillas La opinión pública (1976) y Periodismo (1977) han tenido múltiples reimpresiones y son verdaderos clásicos y lectura obligatoria entre los estudiantes de periodismo. 

(Publicado en Página Siete el sábado 19 de mayo 2018) 
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Nada puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague

—Juan Rulfo

23 mayo 2018

Agua de mayo

Cohn-Bendit, Sartre, La Sorbona, De Gaulle...
Se aproxima mayo y en la calles de París no hay rastros de lo que sucedió hace 50 años pero sí muchos artículos en diarios y revistas, entrevistas en la televisión, nuevos libros revisionistas, etc.  Los que lo vivieron y los que no, por igual, quieren opinar sobre el tema. Sesudos análisis políticos se despliegan sobre la “revolución estudiantil” de Mayo 1968, para todos un momento de inflexión que cambió a Francia, aunque para algunos como Regis Debray significó “la primera contrarrevolución triunfante”. 


Sous les pavés, la plage
Ya no está la playa debajo del empedrado porque en las avenidas y calles donde los estudiantes armaron sus barricadas ya no hay empedrado, solo ese pavimento perfecto que homogeniza la ciudad, sobre el que se pintan las flechas, los carriles y las señales de lo que está permitido y lo que está prohibido. Es una paradoja más en esta sociedad de bienestar donde lo prohibido goza de un amplio consenso, la sociedad de la vigilancia se protege, ya pocos marchan por las grandes causas mundiales y menos aún las causas nacionales. 

“Sous les pavés la plage” (debajo del adoquinado está la playa) era uno de los grafiti más emblemáticos de mayo de 1968, símbolo de que excavando las calles grises y sobrias de París se podría encontrar la arena, el sol y otro horizonte. 


Algunos afiches del Atelier Populaire
Y no era para menos: la sociedad francesa estaba en decadencia. Algo tan evidente que el prestigioso columnista de Le Monde, Pierre Viansson-Ponté, publicó el 15 de marzo de 1968 un artículo titulado “Quand la France s’ennuie” (“Cuando Francia se aburre”), donde en 12 párrafos describe a un país sumido en la apatía, el racismo, la indiferencia y la falta de solidaridad.  El “francés medio” era un ciudadano mediocre que no participaba en la política, que no se interesaba en el mundo y que vivía refunfuñando sin motivo. 

Era sin duda un texto premonitor de la revuelta de estudiantes de Mayo de 1968, cuando salen a las calles para manifestar su descontento contra esa sociedad represiva y desgastada por la mediocridad y la apatía. Los franceses, adormecidos por la televisión y satisfechos con su baguette bajo el brazo y una copa de vino tinto, no veían más allá de sus narices. 


Los estudiantes en las calles
Lo que vino luego lo conocemos bien y ha sido objeto de libros, artículos y películas. Tanto la derecha en el poder como la izquierda tradicional se encontraron de un día para otro patidifusos y sin poder entender lo que estaba pasando. A pesar de la violencia de las manifestaciones y de la represión de los CRS, solamente hubo una muerte accidental en esos días que hicieron tambalear al gobierno, aunque como dice la sabiduría popular “Plus ça change” (más de lo mismo). 

No fue un “momento fundador” de la Francia contemporánea, tan derechizada hoy como entonces, pero me consta que cambió la vida cotidiana de una generación porque viví aquí seis años cuando todavía ese espíritu estaba fresco, y sentí que las personas habían cambiado, la vida universitaria era otra, los valores se habían recuperado, entre ellos uno muy importante: la solidaridad (y el sentido del humor, esencial). 


Daniel Cohn-Bendit
Aunque mayo es el mes clave, el movimiento comenzó el 22 de marzo en la Facultad de Nanterre, con Daniel Cohn-Bendit  (el “anarquista alemán”, según escribió despectivamente el comunista Georges Marchais), uno de los líderes históricos del movimiento, hoy miembro del Parlamento Europeo por el Partido Verde, ecologista. 

De ahí para adelante, bola de nieve en plena primavera. Echados de Nanterre se instalan en el corazón de París, en la Sorbona, y movilizan a los estudiantes de esa universidad símbolo de la cultura francesa. Del 6 al 31 de mayo, de las barricadas a la huelga general de 8 millones de trabajadores, Vietnam, Palestina, el Ché, Mao, el discurso de De Gaulle…En fin, la cronología que ya conocemos. 

Lo que viví en la Facultad de Vincennes, creada para arrinconar a los revoltosos, y lo que sentí en la vida cotidiana a principios de la década de 1970 en los jóvenes como yo, era maravilloso: mucha avidez por meterse con el “mundo mundial”, de saber todo, de leer, de hacer películas provocadoras, de inventar slogans con pura poesía que el Atelier Populaire (exEscuela de Bellas Artes) imprimía en serigrafía: “Prohibido prohibir”, “Sean realistas, pidan lo imposible”, y otros. 

Esa atmósfera de cambio, desprejuiciada, libre, duró todo el tiempo que viví en París. Hoy, Viansson-Ponté podría escribir el mismo artículo… pero nadie lo leería. 

(Publicado en Página Siete el sábado 7 de abril 2018)  
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La insurreción es el acceso de furor de la verdad. 
A veces insurrección es resurreción.
—Victor Hugo.

17 mayo 2018

Los ojos saltones de Susana

Mi amistad con Susana Velleggia y Octavio Getino data de mediados de la década de 1970. Yo andaba exiliado en París, estudiando cine y haciendo activismo contra la dictadura de Banzer y ellos ya habían sufrido el golpe de Videla y vivían exiliados en Lima. 

Octavio Getino, Marta Rodríguez y Susana Velleggia, en Rennes  
Nos encontrábamos en festivales de cine político y otros eventos de solidaridad en los que coincidíamos todos los que habíamos tomado la ruta del exilio a medida que se multiplicaban los golpes militares en América del Sur: Banzer en 1971 (Bolivia), Pinochet en 1973 (Chile), Videla en 1975 (Argentina), etc. La comunidad de exiliados errantes era grande, y entre los cineastas primaba la solidaridad por encima de las fronteras. 
Estrechamos aún más la amistad en un evento en Rennes (Francia), el Tercer Encuentro de Cine Militante, en junio de 1979, donde compartimos con Marta Rodríguez, de Colombia y otros cineastas comprometidos con la realidad política de sus países. 

En Buenos Aires, mayo de 2012 
Ese mismo año, en noviembre, en Bolivia nos cayó encima el golpe militar de Natusch Busch, y pocos meses después el de García Meza. Recuerdo mi salida intempestiva a través de la frontera peruana en 1980, unos meses después del golpe, con papeles falsos a nombre de Juan Antonio Fernández Hoyos. Llegué a Cusco y luego a Lima, donde Octavio y Susana me alojaron durante un par de semanas en su departamento en las torres de San Felipe, hasta que pude obtener papeles a mi nombre para viajar a México. En los años siguientes volvimos a estar muchas veces en México porque ellos también trasladaron su exilio allá. 


Susana era hipertiroidea pero también hiperkinética. Por una parte sus ojos saltones parecían abarcarlo todo y por otra no cesaba de moverse de un lado a otro, fatiguillas, no se quedaba quieta. Octavio era su complemento perfecto, la sosegaba con su carácter apacible.

Recuerdo con cariño nuestros encuentros a principios de esta década en Buenos Aires, donde me alojaba en su casa de la calle Charcas No. 2658. Entre el asado que humeaba en una pequeña parrilla de la terraza o una copa de vino en la mesa de la cocina, las discusiones sobre cine o política exaltaban a Susana. Era apasionada y cada vez más impaciente. Levantaba la voz exageradamente hasta que Octavio con una sonrisa y con su voz suave y calmada la apaciguaba. Temperamentos tan diferentes habían aprendido a través de los años a congeniar.

La última vez que nos vimos con Susana fue en octubre del año 2012, durante el Festival de Cine Latinoamericano y Caribeño de Margarita, esa isla venezolana tan atractiva para el turismo. Ahí la sentí ya repuesta de la muerte de Octavio ocurrida un mes antes. En momentos de descanso nos metimos en la piscina del hotel, junto a Alquimia Peña de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano..

Creó y dirigió durante 15 ediciones el Festival Internacional de Cine Nueva Mirada para la Infancia y la Juventud. Cada festival era un esfuerzo enorme que ella encaraba con entusiasmo aunque a veces estaba tentada de tirar la toalla. La edición 16 (2017) tuvo que suspenderse a último momento por la falta de apoyo del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) que había apoyado las ediciones anteriores.

Susana dio la cara para anunciar la cancelación: “Casi no se producen películas para niños en Argentina. Más del 90% del audiovisual para el público infantil proviene de un solo país, que cuenta con una profusa promoción y merchandising que exacerba el consumismo de los niños, niñas y adolescentes y forma su apreciación audiovisual conforme a un modelo único. Este público no goza del derecho a su propia identidad, cuya contracara es el derecho a la diversidad cultural, ambos consagrados por varias convenciones internacionales de derechos humanos”. 

Su adhesión y militancia política la caracterizaron hasta el final. Este año participó en el movimiento por #NiUnaMenos sobre el feminicidio y la violencia sexual contra las mujeres.

Un aspecto menos conocido de su actividad, además de organizadora del festival de cine “Nueva mirada” y de su labor como cineasta, fue la de ensayista. Publicó con la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano La máquina de la mirada (2007), ensayo de 400 páginas donde revisa meticulosamente “los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano en las encrucijadas de la historia”.

Es un texto esencial, Premio de Ensayo sobre Cine Iberoamericano y del Caribe en 2007. Dibuja un panorama histórico y crítico sobre la evolución del cine político desde sus raíces en el cine de vanguardia europeo: del neorrealismo italiano a la corriente maoísta que fue muy representativa no solo en Godard sino en movimiento de cine obrero de la década de 1970.

Escribió en la introducción: “Las teorías latinoamericanas se refieren al cine en su intersección con el cambio social y político que constituyó el eje de las preocupaciones de la mayor parte de los movimientos artísticos de la década de los 60, siendo la búsqueda de una estética propia un derivado de las posiciones ideológicas asumidas por sus autores. Analizar ese itinerario implica reconocer las relaciones que se entretejen entre los ‘nuevos’ y ‘viejos’ cines de Europa y América Latina, y de ellos con las circunstancias históricas de las sociedades de cada época, desde una mirada que quiebre los compartimientos disciplinarios”.

Cinco años antes había publicado con Octavio otro libro: “El cine de las historias de la revolución”.

 La afinidad con Susana pasaba también por Bolivia, por su primer matrimonio con el cineasta boliviano Fernando Arce, con quien tuvo su hijo Wari. A fines de 2014 me escribió contenta: “hace menos de un mes fui abuela por segunda vez, de una preciosa niña llamada Victoria Catalina. La primera es Valentina, y tiene 3 años. También fantástica. Vos estarás veterano en estas lides de ser abuelo pero para mí es toda una novedad a la que trato de adaptarme.”

Irma Ávila Pietrasanta, Susana Velleggia y Alfonso Gumucio
en Coyoacán, junio de 2011 
Muy amiga suya, Irma Ávila Pietrasanta me escribió desde México el 8 de abril de 2018: “estoy como enojada, no le tocaba y le tocó, tenía 76, entró al hospital el lunes a operarse la rodilla, salió bien, el miércoles estaba en su cuarto y ya desconectada pero había tenido una infección gastrointestinal que iba y venía durante un mes, tomó muchos antibióticos para controlarla y le regresó. Wari iba a viajar a Francia por trabajo pospuso el viaje hasta saber el diagnóstico pues no le hicieron efecto los antibióticos y en eso estaban cuando la infección le perforó el intestino y al final le dio un paro tremendo”.


(Publicado en Página Siete el domingo 29 de abril de 2018) 
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Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño,
así una vida bien usada produce una dulce muerte.
—Leonardo da Vinci