He dudado al escoger el título. Iba a
escribir “Los demonios de Zilveti” pero algo me decía en el fondo de la
memoria, que ya había escrito alguna vez sobre su pintura y sus demonios. Y
efectivamente, revisando recortes amarillentos encontré el comentario “Zilveti
bebiendo con demonios” publicado en dos páginas con seis fotos en el suplemento
Semana de Última Hora el 17 de julio de 1977.
Han pasado 40 años desde entonces. Lo
menos que se puede decir es que ambos éramos jóvenes y lo más que se puede
decir es que mantenemos la misma línea de pensamiento en relación con el arte.
Para entonces Zilveti ya era un pintor
conocido y premiado. Había realizado exposiciones individuales desde 1960, en
Chile, Bolivia, Argentina y Francia, donde fijó su residencia luego de un
periodo en Ecuador. Se fue de Bolivia con el Gran premio Nacional Pedro Domingo
Murillo bajo el brazo, que obtuvo en 1969. Y cuando lo volví a ver en París en
1977, acababa de recibir el Premio de Afiche de la Unesco.
La crítica francesa ya se interesaba en
él, quizás más que la crítica de arte en Bolivia. Pierre Soehlke se refirió en
estos términos a su exposición en la Galería Poisson d’Or: “Idénticos, esos
colores terrosos, esos marrones, esos ocres, nos devuelven siempre al altiplano
con, tal vez, una tendencia muy marcada a la monocromía”.
La monocromía dominaba por ejemplo su
hermosa serie de los “Siete pecados capitales”. Yo tuve en casa “La lujuria”,
pero se me escapó de las manos en el traslado de un matrimonio a otro. Tuvo
tanto éxito esa serie, que Lucho hizo dos versiones consecutivas.
En todo ese periodo Bolivia era una
referencia recurrente en la pintura de Zilveti, por eso sus “demonios”
relacionados con los golpes militares aparecían en sus cuadros y también en el
afiche que diseñó para mi largometraje documental Señores Generales, Señores Coroneles (1976).
Su obra estaba poblada de gatos, palomas,
perros, ranas, monos y hombres pequeños de cuclillas, como resaltó Catherine
Humblot en un comentario en Le Monde. Era también una época de muchos
autorretratos, como si el artista se mirara en un espejo tratando de
descubrirse. Incluso se daba maneras para retratarse cuando pintaba a Velásquez
o a Picasso. La boca de su Velásquez era la suya haciendo puchero. Un guiño de
humor pero también una manera de transparentar sus afectos.
En 1977 Zilveti me decía lo mucho que le
había costado establecerse en Francia luego de su salida de Bolivia en momentos
en que la situación política no le dejaba otra opción. Luego de su estadía en Ecuador atravesó el
océano en barco y atracó en Anvers, Bélgica, donde sufrió como cualquier
exiliado los rigores de los “sin papeles”: “y antes de que hubiera reaccionado
de la sensación que produce el lento descenso del cubo de hielo por la espalda,
ya estaba en París invernal…”
Hoy, cuatro décadas después, hay nuevos
demonios. Le pregunto a Luis Zilveti si siente que hay cambios en su pintura,
porque noto pinceladas de colores muy vivos: “No hay cambios fundamentales en
la gama de colores, pero empleo más colores. Aparecen colores más vivos, es
cierto, pero eso responde a necesidades secretas, son cosas que uno no puede
determinar, sale de la otra luz, de
la luz del otro lado del espejo”.
Hay una evolución permanente en la
pintura de Zilveti, lo malo sería que no la hubiera como sucede con tantos
pintores que se estancan en una fórmula que ha tenido éxito. Pero en esa
evolución hay coherencia porque paulatinamente el artista se ha despegado de la
expresión más figurativa hacia expresiones de abstracción que no abandonan del
todo la sugerencia de la figura humana o animal.
Por eso le pregunto cuáles son en su
pintura los límites entre lo figurativo y lo abstracto: “No hay límites. Considero
que la pintura, cuando es pintura y no decoración o ilustración, es en el fondo
abstracta porque es una traducción a un lenguaje pictórico. Toda pintura, así
sea la del renacimiento, es abstracta porque no es una copia fiel, siempre es
una interpretación. En la pintura contemporánea es incluso más evidente esa
traducción al lenguaje propio de cada artista”.
Lo provoco un poco más: “Pero tu nunca
has perdido la referencia figurativa en tu obra”. “Exacto, pero cada vez trato
de ir más a la esencia, evitando lo superfluo y anecdótico, y así voy a
seguir”.
La música es otro tema recurrente en su obra:
“Quizás porque me gusta la música como expresión, quisiera llegar a que mi
pintura pueda ser apreciada con la misma emoción con que se percibe la música”.
La música lo custodia mientras pinta: “Siempre estoy acompañado por la música,
aunque no pinte. Generalmente escucho música clásica cuando pinto, pero al
final de la tarde cuando dejo los pinceles, escucho mucho jazz”.
¿Se puede medir el trabajo de un artista
por las horas que le dedica a pintar? “No
se trata de añadir pintura con un pincel, porque es un proceso que incluye bocetos,
dibujos, ideas, notas, todo eso hace parte de la pintura”.
Siempre me gustó la pintura de Lucho
Zilveti por su coherencia, su sentido del color y de la forma, su manera de
sugerir a veces con humor y a veces con sensualidad. En la evolución de su pintura hacia la frontera
de la abstracción hay hermosas representaciones de mujeres de frente, de
espaldas, de perfil o al amanecer. Mujeres
que despiden luz. La luz baña esas formas sensuales como si el artista las
espiara a través de un espejo de doble fondo.
La muestra “En el territorio de las
sombras” sirve para poner en valor la luz y los contrastes (Rembrandt nos
mira), de manera que las figuras surgen de las sombras por su movimiento
(pájaros en vuelo) o por las notas musicales que sugieren (guitarra, bandoneón
o violoncello).
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Los espejos se
emplean para verse la cara,
el arte para
verse el alma.
—George
Bernard Shaw
(Publicado en el suplemento "Tendencias" de La Razón, el domingo 16 de octubre 2016)