13 marzo 2011

Vargas Llosa, actor


No me incluyo en el grupo patético de quienes desprecian a Mario Vargas Llosa por su posición política y pretenden así disminuir su estatura de escritor. Considero a Vargas Llosa un gran novelista y ensayista, y disfruto la lectura de sus libros al mismo tiempo que admiro su disciplina como investigador y escritor, su seriedad en el oficio de la literatura, y si bien discrepo con alguna de sus posiciones políticas, el tiempo mismo le está dando la razón continuamente sobre muchas de ellas.  

Las rabietas que algunos despistados hacen sobre Vargas Llosa son similares a las que vertían sobre Octavio Paz o Jorge Luis Borges, cuya obra y nombre por supuesto sobrevivirá en la memoria de todos mucho más que la obra y nombre de sus mediocres detractores. Comisarios políticos como estos ha habido en todas las épocas, y por suerte desaparecen en la hojarasca.

En días pasados, un funcionario, creo que director de la Biblioteca Nacional de Argentina, cuyo nombre no había escuchado antes ni recuerdo ahora (ni me interesa recordar), escribió una carta virulenta a Cristina Kirchner pidiendo que Vargas Llosa fuera vetado en la Feria del Libro que se inaugurará en Buenos Aires en abril. La Presidenta lo mandó a pasear, como debía ser. Lo peor que podría pasarle a la cultura es que los censores se salgan con su gusto.

Lo anterior viene a cuento porque tuve la oportunidad de asistir en México a un par de actos de acceso restringido donde Vargas Llosa fue el protagonista.  Estuve en el hermoso Alcázar de Chapultepec cuando el Presidente Felipe Calderón le otorgó la condecoración del Águila Azteca, la más alta distinción que puede merecer un ciudadano extranjero, y al día siguiente, el sábado 5 de marzo, gracias a mi condición de colaborador de la DPA (Agencia Alemana de Prensa), asistí a la primera de dos exclusivas representaciones de su adaptación “Las mil noches y una noche”, en el imponente y recientemente renovado Palacio de Bellas Artes; en presencia, otra vez, del Presidente Calderón.

La novedad de esta obra, a diferencia de “Al pie del Támesis” que vi y comenté hace exactamente dos años cuando asistí a los ensayos en Lima, es que el propio Vargas Llosa actúa interpretando al legendario rey Sahrigar.

Entre las pasiones recurrentes del Premio Nobel de Literatura 2010, al menos dos destacan: el teatro y el erotismo. Desde “Pantaleón y las visitadoras” a “Travesuras de la niña mala”, pasando por “Elogio de la madrastra” y “Los cuadernos de Don Rigoberto”, el erotismo y la sexualidad constituyen un leit-motif en la obra del escritor peruano y muestran la inclinación del autor por un mundo de erotismo y sexualidad donde la transgresión es un aspecto central.

Los episodios que Vargas Llosa escogió adaptar en “Las mil noches y una noche” , estrenada inicialmente en España en julio del 2008, no son los más conocidos del clásico de la literatura oriental, pero son aquellos que más tienen que ver con las propias pasiones del escritor.

A través de los personajes representados por el propio Vargas Llosa y por Vanessa Saba -los únicos actores con diálogo en la obra- se describen no solamente las relaciones de infidelidad que están en el origen de las historias del rey Sahrigar y la bella Sherezada, sino otras transgresiones y picardías sexuales que son parte del imaginario del escritor.

Las relaciones entre hijos y madres, los cambios de identidad sexual, los amores clandestinos, y esa vecindad constante y estrecha entre el amor y la muerte, eros y tánatos (que son las dos caras de una misma moneda), acercan al espectador a aquel territorio de sombra donde todo es posible sin que ello tenga necesariamente que escandalizar las buenas conciencias.

Cuando Sherezada logra mantener despierto, hasta el amanecer, el interés del rey Sahrigar, noche tras noche durante mil noches y una noche, no solamente logra salvar su cuello de la implacable cimitarra que ha decapitado a tantas antes que ella, sino que también consigue despertar el erotismo dormido del rey como de los espectadores de la obra, y estimular su imaginación.

Porque ciertamente de lo que se trata a través de este contar historias interminable, es despertar el fuego doble del deseo por el erotismo y por la fantasía. Y eso es precisamente lo que Vargas Llosa reivindica como esencia de la literatura: contar –y hacer vivir- historias que estimulan los sentidos del lector o espectador, y estimulan su sensualidad hacia lo bello que tiene la vida.

Aunque el propio Vargas Llosa afirma que su adaptación de la obra es “minimalista”, el montaje escénico del director Luis Llosa, su primo, es por el contrario frondoso, con coreografías de bellas bailarinas orientales, un horizonte con proyecciones cinematográficas sugerentes y poéticas, efectos de luces que marcan las transiciones del día y de la noche, la música oriental interpretada en escena, y algunos personajes extraños que aparecen ocasionalmente.

El peso de la puesta en escena reside en las interpretaciones de Vanessa Saba y de Vargas Llosa; la primera destaca por su versatilidad cada vez que cambia de personaje: con sólo dar dos pasos en otra dirección, adopta otra voz, otra postura y otra actitud. No se puede decir lo mismo de Vargas Llosa; aunque también asume personajes diferentes lo hace en todos los casos sin pretender diferenciarlos. Su interpretación es lo más cercano al minimalismo.

Vargas Llosa dice que esta obra narra “la evolución de un ser brutal en un ser humano" a través de "la inteligencia y la destreza narrativa" de Sherezade. Es más que eso: el amor y la sensualidad rescatan a los seres humanos. Frente “al fuego del amor, la ciencia es inútil” dice el astrólogo, uno de los personajes narrados, y podríamos parafrasear la afirmación para decir que frente al mundo de la creatividad literaria, la racionalidad es inútil. La literatura de la imaginación y su mundo onírico, de picardía y divertimento, son una fuerza ante la cual es mejor rendirse y disfrutar.