Diego Torres es un marginal. Yo sé que
para él eso no es un insulto sino un piropo. Se ha mantenido a lo largo de su
vida en una posición que le hace el quite al arte comercial para persistir en
una vía subterránea y alternativa, que es propia de quienes no quieren ser
absorbidos por una sociedad cuyos valores rechazan.
La trayectoria de Diego Torres como
cineasta me hace pensar algunas veces en la de Guillermo Lora como trotskista:
uno puede estar o no de acuerdo con lo que hacen, pero no queda duda de que son
coherentes con su forma de pensar y de vivir. Torres es y ha sido el pionero
del cine experimental en Bolivia y sin duda el cineasta más constante en ese
género poco desarrollado y poco apreciado en nuestro país.
Como muchos artistas plásticos y
cineastas que se resisten a las tecnologías digitales, Diego ha escogido la vía
difícil, la de usar como soporte técnico y material de muchas de sus
producciones el formato de cine súper 8, es decir, el más frágil de los soportes
en celuloide. Mientras las grandes producciones comerciales en 35mm han
desaparecido en años recientes y las producciones en 16mm del cine
independiente también han pasado a mejor vida, hay un núcleo de artistas y
activistas, comparable a una guerrilla creativa, que mantiene el súper 8 como
formato de elección.
Si lo viéramos con la razón y no con la
sensibilidad de estos artistas, el súper 8 tendría todas las de perder. Fue una
opción importante para nosotros, jóvenes cineastas de fines de la década de
1970 y principios de los 1980, porque el video estaba recién en sus albores,
ofrecía una pésima imagen y enormes dificultades de edición.
Por comparación, en aquella época, el
súper 8 tenía ventajas. La primera: era cine. Y como alguien dijo (creo que
Paolo Agazzi), el video era al cine lo que un kleenex a un pañuelo. Aún en su estrecho formato que incorporaba
una fina banda magnética en uno de los bordes, el súper 8 podía proyectarse en
una pantalla, tenía colores contrastados y una definición que hacía palidecer
de envidia al video portátil de entonces (Betamax y VHS).
Con los años, por supuesto, eso cambió.
El video desapareció al llegar la tecnología digital y las ventajas del súper 8
se convirtieron en debilidades: la fragilidad de tener un original que se
dañaba al manipularlo, la limitación para revelar los rollos de apenas tres
minutos de duración, de hacer copias y de difundir las películas. Había algo lúdico
de “trabajo manual” en la edición, que estimulaba la creatividad para resolver
problemas técnicos.
Confieso que fui uno de los testarudos
que se invirtió en el súper 8 con pasión, y que perdí una caja de vino al
apostar que sobreviviría más de diez años. Pero mientras duró la aventura fue
hermosa, estuvimos en festivales de cine súper 8 en Canadá, Venezuela, México,
Túnez, Bélgica, Francia y otros países que eran parte de una red internacional
de superocheros.
El súper 8 sobrevive en los hechos,
aunque de una manera marginal, gracias a artistas como Diego Torres que tiene
sus proveedores de película y laboratorios donde procesa lo que filma. La
persistencia de Diego Torres en una forma de expresión que es rara en América
Latina, y no digamos en Bolivia, lo honra. Ahora bien, lo que representan sus
películas es un asunto de gustos y de complicidad.
Su producción más reciente, La saga de los poetas (2015) es una obra
nostálgica de la marginalidad idealizada que parece revelarse más en sus formas
que en su contenido, aunque el hilo conductor del film nos hable de la
desaparición y de la recuperación de la democracia, representada por una joven
punk que lleva ese nombre: Demokrazia.
El film evoca sin ambages una obra
anteriores principales de Diego Torres, La
calle de los poetas, e incluye imágenes de esa época que no habían sido
incluidas en la edición anterior. El
hilo conductor y el puente entre ambas obras lo establece un poeta que duerme
en las calles (Jorge Ortiz), “el hombre que habla solo” que hace las veces de
narrador, prometiendo mostrar los “lugares mágicos” de la ciudad (aunque no los
muestra, porque la ciudad está más bien ausente) o simplemente explicando lo
que sucede en la trama.
La parca,
personaje central de La calle de los
poetas, reaparece en La saga de los
poetas reencarnada en Utopía, una joven que llega para cumplir los mismos
designios y seguir instrucciones precisas que recibe en una carta, además de
una misteriosa maleta con la ropa y los implementos que debe usar.
Los designios de la parca no son los de la muerte (Átropos), en la acepción de la
trilogía mitológica, sino más bien los del devaneo (Láquesis). En realidad, el
personaje bastante narcisista se limita a hacer presencia devanando una lana
roja, ejecutando pasos de baile y asustando de vez en cuando a alguien que
amenace a “la pandilla”, que es el núcleo solidario de amigos. La misión de Utopía
es proteger a la democracia, dar vida y no muerte.
Desde el punto de vista argumental Diego
Torres no busca que sus personajes ¾mientras erran
por calles y parques de Sopocachi o los paisajes de Llojeta¾ tengan el espesor sicológico de los personajes de un film de
ficción. Aquí funcionan solo a nivel simbólico como representaciones de jóvenes
que se expresan a través de grafiti y acciones callejeras, contra el
autoritarismo y la energía nuclear (“Arte sí, nuclear no”).
La
saga de los poetas no es solamente un film
nostálgico de esas formas marginales de vida que eran más genuinas antes que
ahora, sino también una obra nostálgica del cine. Muchos espectadores no se
darán siquiera cuenta de ello, pero no es casual que la primera escena y otras
en el film transcurran a las puertas de lo que fue la Cinemateca Boliviana en
sus orígenes, en la estrecha calle Pichincha, en el casco viejo de la ciudad,
que en el film aparece desolada y solitaria, abandonada por el tiempo,
retratada con una estética otoñal.
Esa nostalgia del “cine del ensueño” se
refuerza con la aparición del personaje del viejo proyeccionista, Paradiso, y
de los equipos de proyección en 35mm que solían utilizarse y que ahora son
pieza de museo.
Por varias razones, este film nostálgico
es una manera de cerrar una etapa en la cinematografía de Diego Torres, dejando
abierta una ventana para que las nuevas generaciones tomen el relevo. Las notas
tristes del saxo subrayan la atmósfera de añoranza en algunas escenas, pero se
supone que el resto del film es el anuncio de un cambio generacional, con
música punk metal, actores jóvenes y un hilo rojo de esperanza.
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Es
imposible hacer una buena película
sin una
cámara que sea como un ojo
en el
corazón de un poeta.
—Orson Welles