La Cinemateca Boliviana me invitó a participar
el 26 de agosto pasado en su ciclo “La mejor película del mundo”, que Diego
Gulco organiza desde hace varios años. Diego me puso en el aprieto de elegir
una sola película entre tantas que considero extraordinarias en la historia del
cine. De hecho, tengo una lista de cien films que comencé a elaborar en la
época en que estudiaba cinematografía en Francia y seguí enriqueciendo cuando
ejercía regularmente como crítico cinematográfico en Última Hora, en El
Nacional, en el semanario Aquí, y en unas veinte revistas internacionales.
Esa lista no ha crecido mucho en las dos
últimas décadas porque veo poco cine y para hacer una lista con cierto nivel de
exigencia hay que conocer todo el mejor cine que se produce en el mundo. Las
razones por las que veo poco cine tienen que ver en parte con la falta de
tiempo, y con el hecho de que detesto el comportamiento de los espectadores que
usan sus celulares, hablan y roen enormes cantidades de pop corn con olor a mantequilla rancia. Ni la Cinemateca Boliviana,
que es el único lugar donde se puede ver buen cine en una pantalla grande, se
libra de ese tipo de espectadores.
De cualquier forma, presionado por Gulco esta
vez escogí un film muy diferente a todos los que la gente normalmente suele
ver. Les presento Le bal (1983) de Ettore Scola.
No es lo mismo una película muda que una
película sin palabras. Quizás por ello Le
bal se considera como uno de los films más bellos de la filmografía de
Scola, donde sin decir una palabra dice muchísimo sobre la historia europea, la
vida y las relaciones humanas.
Cada film de Scola es un regalo. Uno queda extasiado
con Marcello Mastroianni y Sofía Loren en Un
día particular (1977), con Nino Manfredi en Feos, sucios y malos (1976) mal traducido al castellano como Brutos, feos y malos; Nos amábamos tanto (1974) con el gran
Vittorio Gassman, Marcello Mastronianni, Manfredi y Stefania Sandrelli La noche de Varennes (1982), La terraza (1980), La familia (1987) y otros títulos para quedar encantados con su
cine.
Scola no hizo solamente películas de ficción,
sino que entre sus 42 títulos figuran muchos documentales, el último de los
cuales, tres años antes de morir el 19 de enero de 2016, estaba dedicado a su
maestro y amigo Federico Fellini, a quien le dedica en Nos amábamos tanto, una reconstrucción genial de la escena de la
fontana de Trevi en La dolce vita. Es
una escena de antología, el mejor homenaje a Fellini, con el gran director en
su propio papel.
Le bal obtuvo tres premios César en 1984 (Mejor Película, Mejor Dirección y
Mejor Música), el equivalente al Oscar en Francia. La premisa del film es
aparentemente sencilla: narrar medio siglo de la historia de Francia, de 1936 a
1983 y hacerlo sin palabras y en un solo ambiente: un salón de baile subterráneo
donde mujeres solas y hombres solos van a juntarse en parejas para bailar, nada
más que bailar.
El punto de partida es una magnífica obra de
teatro, escrita y dirigida por Jean-Claude Penchenat, con quien Scola escribió
el guion y estableció inmediatamente lazos de amistad. Infarto de por medio,
Scola retomó el proyecto un par de años después y filmó en Roma, a donde se
trasladaron los actores del Theatre du Campagnol que dirigía Penchenat y su
esposa, Genevieve Rey.
El film comienza en el presente porque es
importante ubicar al hilo conductor que se remonta al pasado, como una madeja
que hay que desentrañar hacia atrás, como Penélope destejiendo el sudario destinado
a Laertes. De pronto, cuando la máquina para hacer cappuccino se cubre de
vapor, damos un salto atrás de cincuenta años, a la época del Frente Popular de
Leon Blum, 1936.
De ahí otra vez para adelante, los grandes
periodos de la historia contemporánea de Francia: la Segunda Guerra Mundial, la
ocupación nazi, la Liberación, el Plan Marshall, la Guerra de Argelia, Mayo de
1968 y otra vez el presente.
Todo esto, sin una sola palabra, porque todo
lo dice la música, las canciones, el vestuario, el lenguaje corporal de los
actores (la escena en que una de las mujeres pinta la raya de una media de seda
inexistente), y algunos efectos especiales, como los que aluden a los
bombardeos de París durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el salón de baile
se convierte en refugio.
La música es un personaje fundamental en esta
película sin palabras, porque el recorrido de 50 años es perfectamente
comprensible gracias a ella. Las
canciones de Charles Aznavour, de Charles Trenet, la Marsellesa, “Lili Marleen”,
Irving Berlin, Stephane Grapelli, Django Reinhardt, “Only you”, “La vie en
rose” y tantos otros sitúan al espectador en medio de esa pista de baile donde
la historia baila.
Hay canciones que fueron y son todavía emblemáticas
de los periodos que el film aborda, por ejemplo “J’attendrai” (1938) que dice
mucho de los que partieron a la guerra. Por eso, en ese episodio, en la sala de
baile solo hay mujeres que bailan entre ellas, todos los hombres se fueron a la
guerra o a los maquis.
Cada personaje representa algo, en cada época,
y algunos lo hacen de una manera magistral aunque a veces caricatural: el
personaje parecido a Jean Gabin, ídolo instantáneo cuando desciende la
escalinata de la sala de baile subterránea, o el colaboracionista de los nazis,
que en otro episodio después de la liberación aparece vendiendo en mercado
negro licor y otras cosas.
Basta ver la cara y la gestualidad de cada
mujer, de cada hombre, para darse cuenta de lo que esperan y sienten. Algunos
actores interpretan personajes similares en los diferentes periodos históricos,
como si fueran una reproducción de
perfiles de la sociedad francesa. Pocos directores pueden meter al espectador
en una atmósfera tan íntima.
La fotografía del argentino Ricardo Aronovich es
diferente para cada época y logra lavar el color de las imágenes hasta
convertirlas casi en blanco y negro en las escenas de 1936, lo que permite
destacar el rojo de las pañoletas, símbolo del socialismo de la época.
Otros personajes con derecho propio son los
decorados y el vestuario. Cada cambio de época está marcado claramente no solo
por la música y las canciones, sino por la luz, los objetos, los trajes que
visten hombres y mujeres.
Y no podría uno olvidar el humor, un hilo
conductor que recorre todo el film con los pasos del encargado de la sala y del
bar (Francesco De Rosa), el único personaje que tiene derecho a envejecer en
esta historia.
Este es un cine sin prisas, un cine para ver
holgadamente, para leer las imágenes como se lee un libro, con ese mismo placer
sin apuros. Frase por frase.
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El cine es un espejo pintado.
—Ettore Scola