El 8 de mayo se
cumplieron 30 años del fallecimiento de Jorge Catalano y por supuesto, como
suele ser en este país desmemoriado, pocos lo recuerdan. Una vez al mes yo
suelo detenerme unos minutos frente a su nicho en el Cementerio General de La Paz,
después de dejarle flores a mi padre, que descansa a escasos metros.
Aquí quiero recordar
a Jorge Catalano con cariño, como amigo y colega, como editor de libros valiosos
de nuestra literatura, como autor de cuentos, poemas y biógrafo, como librero
que amaba su oficio, como melómano y como director de la revista Difusión.
Empiezo con una
necesaria introducción para quienes no lo conocen. Jorge nació de padre
italiano y madre boliviana en el suburbio parisino de Antony, a 14 kilómetros
al sur de la capital francesa, el 25 de noviembre de 1928 y falleció en La Paz
el 8 de mayo de 1987. El año 1938, cuando tenía apenas 10 años de edad viajó en
barco a América del Sur a través del Canal de Panamá e ingresó a Bolivia
acompañado del reverendo José María Sempere.
Terminó sus estudios
de primaria en Sucre, en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, y luego siguió la
secundaria en Tupiza y Potosí, culminando esa etapa en La Paz, donde en 1955
siguió estudios universitarios en la carrera de Filosofía y Letras de la
Universidad Mayor de San Andrés (UMSA). Contrajo matrimonio con Consuelo Ríos
Gastelú y tuvieron tres hijos: Ana
María, María Beatriz y Fernando David.
Le pedí a su cuñado Mario Ríos Gastelú,
periodista cultural, que escribiera unas líneas para este homenaje:
“Por muchos años llegaron hasta mis oídos
sus palabras esperanzadas y pronunciadas a media
voz, pues nuestro diálogo siempre tuvo el fondo musical de los románticos
del pentagrama. En sus años de juventud, soñaba tocar un piano.
Esperaba escribir un libro sobre el compositor de su preferencia. Esbozaba
versos inspirados en sus días de niñez. En su espíritu romántico y cargado
de ensueños, latían inquietudes que tomaron forma y sentido, hasta
concretarse en obras literarias de profundo sentimiento, porque en
las páginas de cada una, se transmite el amor a los niños, la pasión por la
música y la ternura entregada a un hogar que levantó con pasión. A
treinta años de su partida, su presencia se manifiesta en la evocación de sus
palabras, siempre llevadas a ensalzar el arte.”
Tuve la fortuna de frecuentar
a Catalano, de estar cerca de su labor como editor y de visitarlo muchas veces en
su casa o en la librería que tenía en la Avenida Mariscal Santa Cruz, N° 1224.
En la trastienda de la Librería Difusión nos reuníamos para elaborar la revista
del mismo nombre.
Ahora todo es tan
fácil. Una computadora, una impresora laser o una imprenta casera. Fabricar una
revista no representa mayor problema técnico. El reto es que los colaboradores
no fallen. Antes era lo contrario, nuestra necesidad de publicar era enorme,
todos estaban dispuestos a escribir sin compensación alguna, pero las
dificultades técnicas nos llevaban a producir de la manera más artesanal.
Por ello cuando
Jorge Catalano nos ofreció hacer una revista, saltamos sobre esa oportunidad.
Se llamaría Difusión, como su sello editorial, en el que publicaba pocos
títulos pero tan importantes como la primera edición de Felipe Delgado de Jaime Sáenz, o la primera de El estudiante enfermo de Porfirio Díaz Machicao, con esa foto
sensual y entonces provocadora de Freddy Alborta en la tapa que fue un
escándalo para la época. Cuando lo entrevisté, don Porfirio tenía la foto
enmarcada en su escritorio, muy orgulloso del éxito que había tenido la novela,
éxito del cual la tapa había sido un factor no despreciable.
Cada libro era una
proeza. Luis H. Antezana cuenta en uno de sus libros que Jaime Sáenz y Jorge
Catalano tuvieron malentendidos durante el proceso de publicación de Felipe Delgado. Lo que yo recuerdo es que para Difusión era
un riesgo comercial grande, dadas las 712 páginas de la novela y el hecho de
que Jaime era conocido como poeta pero no como novelista. Además, Sáenz no era
entonces el mito dionisíaco en el que lo han convertido después de su muerte. Era
un poeta de carne y hueso, bastante excéntrico en su vida cotidiana, pero
accesible y buen conversador.
La primera edición
tuvo problemas, según recuerda Cachín Antezana, porque se retrasó al punto que
la tipografía de la primera parte (en ese tiempo se imprimía con caracteres de
plomo) fue fundida, de manera que tuvo que optarse por una tipografía parecida,
pero no igual, para terminar el libro. No dudo que eso le cayó mal a Jaime, que
era tan cuidadoso con sus ediciones. Él
mismo diseñaba hasta las tapas de sus poemarios, de los que conservo varios que
me obsequió.
Al final, salió una
primera edición maltrecha, una rareza bibliográfica, porque se considera la
“verdadera” primera edición la que apareció poco más tarde, en 1979, con texto
de solapa escrito por Cachín Antezana, foto de portada de Javier Molina, e impresa
en los Talleres Gráficos del Comité Ejecutivo de la Universidad Boliviana
(CEUB).
Otros títulos seminales
cuya primera edición publicó Jorge Catalano en esos años: Los deshabitados de Marcelo Quiroga Santa Cruz, Sombra de exilio de Arturo von Vacano, Ya nadie espera al hombre de Renato
Prada Oropeza, Los réprobos de
Fernando Vaca Toledo, y Poemas para un
pueblo de Pedro Shimose.
La revista Difusión
era un esfuerzo paralelo importante, pues había muy pocas revistas literarias
en Bolivia. Aunque Jorge Catalano figuraba como director, el artífice era Pedro
Shimose, aunque no figuraba sino como ilustrador en alguno de los números.
Otros colaboradores cuyo nombres no aparecían en los créditos eran Jaime
Nisttahuz, Carlos Coello, Oscar Rivera Rodas y Manuel Vargas, con quienes nos
reuníamos en la trastienda de la librería mientras Jorge ponía música clásica a
todo volumen.
Jaime Nisttahuz, a quien también le pedí unas
líneas para esta ocasión, escribió:
“Me presentó al editor, librero y escritor
Jorge Catalano, el amigo poeta Pedro Shimose. Lo asesoraba literariamente.
Ilustró e hizo hermosas tapas de los
libros que editó Jorge. Nos distanciamos
una vez por nuestro temperamento ríspido. Fue uno de los testigos de mi
matrimonio civil. Con la franqueza que lo caracterizaba, me dijo: No te doy un
regalo. Te doy este dinero. Es lo que más vas a necesitar. No era uno más de
los comerciantes de libros, como la mayoría, que lo mismo podrían vender
salchichas o ladrillos. El leía y sabía
de libros y autores. Varias de mis lecturas se las debo. Fumaba como un
condenado. No era mujeriego. Ganas no le faltaban y merodeadoras tampoco. Dicen
que una de ellas le cambió el vicio de fumar. Más emprendedor que Jorge, no
conozco todavía. “
Pedro Shimose entrevista a Mario Monteforte Toledo |
Don Ernesto Burillo,
a quien tuve el privilegio de frecuentar en su imprenta muchas veces, se hacía
cargo de imprimir Difusión y aparecía de manera prominente en los créditos de
la revista como “Cooperativa E. Burillo Ltda”. Los dos primeros números tenían
12 páginas (36 x 27 cms), los dos siguientes 16 páginas, el número doble 5-6
tuvo 24 páginas y el último volvió a 16.
La página 2 de la
revista estaba invariablemente dedicada a breves notas sobre la actividad
cultural, bajo el título de “La cueva iluminada”, que escribía Pedro Shimose. La
idea de Pedro era demostrar que a pesar de que nuestro país estaba “encuevado”
entre montañas, sucedían cosas en el campo de la cultura que iluminaban la
cueva. Las notas eran siempre atemporales, no tenían fecha, pero daban cuenta
de presentaciones de libros, exposiciones, películas, etc.
En la sección “De la
nuez | del ruido” (dos páginas), que apareció a partir del cuarto número,
ofrecíamos breves comentarios bibliográficos sobre libros en su mayoría
bolivianos. Sin ningún celo, en Difusión hablábamos de las ediciones de
Camarlinghi, de Isla, de la UMSA, Los amigos del libro, Juventud, Burillo, etc.
Jorge Catalano publicó
un par de artículos, sobre Stravinsky y sobre Albinoni, aunque su músico
favorito, que escuchaba en su librería todo el día y todos los días, era
Chopin. Su biografía del músico polaco, Chopin:
el esplendor del romanticismo (1985) es una obra monumental en tres tomos
(1.627 páginas). Jorge fue el fundador de la Sociedad Federico Chopin, cuya actividad
no prosiguió después de su muerte.
Colaboré con
entusiasmo en las tareas de producción de la revista, hice comentarios
bibliográficos y publiqué un par de cuentos y la entrevista con Porfirio Díaz
Machicao, publicada en el cuarto número, donde lo más importante fue el poeta
Evtuchenko. Mi cuento “El asalto” salió en el segundo número y en el siguiente
otro cuento: “Uno, dos y tres”.
En mis notas
correspondientes al domingo 13 de junio de 1971 escribí: “… estuve en casa de
Jorge Catalano con Pedro y con Julio de la Vega, y J. Nisttahuz. Terminamos de
diagramar el No. 4 de Difusión. El 3 ya está listo y quedó muy bonito.”
La poesía estaba
siempre presente y cada vez con poemas inéditos de Jaime Nisttahuz, Oscar
Cerruto, Silvia Mercedes Ávila, Héctor Borda Leaño, Matilde Casazola, Primo
Castrillo, Julio de la Vega, Blanca Garnica y el famoso poema de Evtuchenko
sobre el Ché. Mención aparte merece el poema “Las vísperas” de Néstor Paz
Zamora, donde aparecen estos versos: “Morir por los amigos / llenar las manos /
no secar las lágrimas / cesar el llanto / letanía de darse”.
Cada número de
Difusión incluía algún espacio publicitario de la editorial de Catalano,
algunos de estos anuncios “hechos en casa” muy simpáticos, como aquel del
número doble 5-6 donde aparecen los dos niños varones, aún pequeños, de Pedro
Shimose leyendo sentados en la trastienda de la librería Difusión en la Avenida
Mariscal Santa Cruz 1224 (donde ahora se yergue el Palacio de
telecomunicaciones).
Cosas de esos
tiempos, ninguno de los números de Difusión otorga el crédito correspondiente a
los autores de las fotografías, ni siquiera aquellas tomadas en el curso de las
entrevistas o notas especiales con Evtuchenko, Mario Monteforte Toledo, Manuel
Alvar, Juan José Coy, Porfirio Díaz Machicao o Mátyás Horanyi, pero según recuerdo
casi todas las tomó Freddy Alborta, que figuraba como responsable de las fotos
desde el primer número hasta el último (del 1 al 4 junto a Gerardo Garrón).
La revista Difusión
murió en el número 7 con el golpe de Bánzer. Ese número salió cuando Pedro
Shimose y yo estábamos ya en el exilio en Madrid, compartiendo durante unos
meses un departamento prestado por Inocencio Arias en el barrio del Pilar. El último
número lo dejó preparado Pedro antes de salir al exilio, y Catalano lo hizo
publicar.
En las notas de la
sección “La cueva iluminada” de ese último número se habla de los eventos
culturales sin fechas, como si fuera atemporales. Ninguna mención al golpe
militar o a la represión. Quizás la intención era mantener en vida la revista a
través de su neutralidad, pero en un momento crítico como ese no hay
neutralidad posible, era mejor la muerte digna de la publicación.
La foto de la tapa de ese número es emblemática: un
aparapita carga tres fardos de botellas vacías de cerveza mientras mira de
reojo al fotógrafo.
Como autor, Jorge
Catalano no fue muy prolífico. Publicó un breve poemario con el título Linila (1976), luego el libro de cuentos
Niños (1978) y finalmente su obra
magna, resultado de una investigación de varias décadas, la biografía sobre
Chopin mencionada anteriormente. Uno de los siete relatos de Niños, “La locomotora de Manuel”, está
dedicado a Jaime Sáenz.
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¿Y cómo me doblo yo, y me encojo
bien,
y me voy dentro de esta
carta, a darte un abrazo?
—Edmundo Aray