Georges Meliés |
El cine experimental tiene una larga
historia. Es un cine que incomoda porque no se ajusta a los patrones que ha
impuesto el modo de producción del cine comercial, con su epicentro en
Hollywood y en las capitales de Europa.
Se llama cine experimental, pero está muy vinculado a las artes plásticas y
a la poesía en la medida en que no obedece a reglas y normas, sino a sueños,
impulsos lúdicos y deseos. Nace de la motivación de cineastas que quieren
narrar historias en un lenguaje desobediente y nervioso.
Desde sus orígenes a fines del siglo XIX
el cine tuvo una vocación experimental, como sugieren las obras de Meliés. A
medida que la tecnología lo hacía posible los cineastas exploraban con
entusiasmo formas de expresión provocadoras y poco convencionales.
Un perro andaluz, de Luis Buñuel |
Artistas de otros rumbos, vinculados a la
poesía o a las artes plásticas, se convirtieron al cine cuando el rótulo de
“cineasta” ni siquiera existía. Vieron en la imagen en movimiento infinitas
posibilidades expresivas y sobre todo, un campo de experimentación inagotable.
Sus experimentos permitieron que la
técnica avanzara. En ese cine experimental se zambulleron corrientes artísticas
como el surrealismo y el dadaísmo, que dejaron obras tan emblemáticas como Un perro andaluz (1929) de Luis Buñuel,
donde no aparece ningún perro y menos andaluz. De eso se trataba, de
desconcertar y de provocar, de empujar a la pequeña burguesía conservadora fuera
de su zona de confort.
A medida que la tecnología inventaba
nuevas posibilidades, los artistas exploraban sus límites. Tantos años después,
podríamos decir que no hay nada nuevo bajo el sol, que todos los trucos que
permite la tecnología ya se han usado y que el cine experimental enfrenta, al
igual que el llamado “arte contemporáneo” la crisis de volver a encontrar las
historias en el entramado de los trucos.
Hago la digresión anterior a raíz del
largometraje de un joven director de cine radicado en Sucre, Alejandro Pereyra
Doria Medina, con quien he intercambiado episódicamente en el curso de la
última década. Es una persona apasionada por el cine, capaz de invertirse en un
proyecto con todo lo que tiene, material y espiritualmente, como prueba Luz en la copa (2016).
Este film exige del espectador una
actitud diferente, una voluntad de comprender y una complicidad artística que
el cine comercial no demanda, tan empantanado como está en lo espectacular de
los efectos y en lo lineal de las historias.
En Luz
en la copa el espectador arma su propio rompecabezas, por eso es mejor no
leer nada sobre la obra antes de verla. No es un film que pueda traducirse en
una sinopsis, por mucho que su autor intente resumir la historia para curarse
en salud. En los hechos el espectador es un voyeur
al que se le permite adentrarse poco a poco en tres o cuatro historias o planos
superpuestos que mientras avanza el film revelan puntos de contacto en un
ámbito común que es el espacio urbano de la ciudad de Sucre, transfigurada por
el tipo de fotografía y efectos especiales.
No importa si al terminar la proyección
hemos logrado armar el rompecabezas, probablemente no. El director desordenó
las piezas de manera que hagamos el doble esfuerzo de ver. Lo hizo de manera que los planos se saturan de manera
engañosa, se ocultan detrás de velos, contrastes y transparencias. No ayuda el
hecho de los los textos que aparecen en pantalla son ilegibles por el tamaño y
tipo de letra. ¿Es también deliberado para crear una textura pero no un texto?
No hay artificio técnico que Pereyra no
haya utilizado en su obra. Cada imagen es el resultado de múltiples
manipulaciones artísticas, a la manera de un collage que se sirve de
sobreimpresiones, cámara lenta, time
lapse, planos invertidos, noche americana, blanco y negro, saturación de color,
distorsiones, pixelados, subexposiciones y sobreexposiciones, entre otros. En
el exceso de esa experimentación radica el riesgo de perder lo esencial: ¿qué
quiero contar y para qué?
La banda sonora acompaña o hace
contrapunto en esa compleja trama visual de trozos con que se desarma un relato
para hacerlo elíptico en lugar de lineal. Hay momentos de estridencia y
momentos de armonía, como si un demonio juguetón se apoderara de la cámara y
del programa de edición. Prefiero los de armonía.
A lo largo de las acrobacias visuales la
pregunta que me hacía tenía que ver con el equilibro entre los despliegues
técnicos y la historia contada. No me queda claro todavía si Alejandro quería
sobre todo contar una historia o de-construirla al extremo de hacerla apenas
reconocible. A veces el juguete tecnológico es demasiado seductor.
Mi trayectoria como cineasta pero sobre
todo como espectador me trae a la memoria aquello que decía Jean-Luc Godard
sobre el travelling como “una
cuestión moral”. Cada movimiento de cámara, cada ángulo o cada truco, forma un
sintagma cuyos elementos tienen una razón de ser y no deben ser gratuitos. En
el cine experimental –en este caso en Luz
en la copa- desentrañar los valores de cada frase visual es un ejercicio
que exige del espectador un esfuerzo de concentración.
Los momentos de paroxismo visual y
auditivo se redimen con momentos de armonía en los que la imagen se limpia de
artificios y nos permite conocer a los personajes y comprenderlos mejor. Como
en todo cine experimental, el desafío es precisamente no perder la historia y
darle vida a los personajes. Creo que Alejandro Pereyra lo logra con momentos
de intimidad bien narrados, que permiten al espectador atento abrirse paso
entre múltiples capas de velos para llegar al corazón de la trama, a los
momentos de crisis o de felicidad de los personajes. Porque hay personajes entrañables, pero no logramos conocerlos mejor.
Muchas veces el cine experimental se
extravía en efectos técnicos que se agotan en sí mismos y convierten a los
personajes en figuras acartonadas y mecánicas. En su propuesta, Pereyra trata
de mantener la capacidad de introspección de los personajes. Las escenas de los
niños, de la pareja joven que descubre el amor o del poeta atribulado por
aquella mujer que dejó ir de su vida, sostienen una narración que de otro modo
podía ser esquizofrénica.
Alejandro Pereyra Doria Medina |
Este ejercicio de barroco digital que
toca todos los extremos es quizás el puente que necesita Alejandro Pereyra para
descubrir su propia capacidad para contar historias de una manera original, de
modo que en el futuro la forma expresiva sirva a la historia en lugar de
erosionar su esencia.
No me queda la menor duda de que Luz en la copa es el resultado de un
meticuloso y comprometido trabajo de guion, filmación, dirección de actores y
edición digital que rehúye todo facilismo y toda tentación banal.
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El
estilo es el exterior del contenido y el contenido el interior del estilo,
no
pueden ir separados. —Jean-Luc Godard
(Publicado en Página Siete el domingo 29 de enero 2017)