Confieso que no me llevo bien con el
llamado “arte contemporáneo” o “arte conceptual”, aunque sigo haciendo el
esfuerzo de ver las obras más representativas tanto en Bolivia como en otros
países. Hay ciertos artistas que han logrado captar mi interés, pero son pocos.
El arte se ha convertido en algo frívolo,
en un desfile de pasarela, con formas extravagantes pero sin contenido. Abundan
artistas carentes de imaginación y de honestidad, que improvisan obras donde el
secreto parece residir en el desprecio por el público que no se atreve a opinar
porque de entrada lo descalifican: no es suficientemente inteligente y no está
preparado para entender la genialidad del artista. Pero lo que vemos por lo
general son tonterías con algún rótulo pomposo.
El facilismo triunfa en el arte
contemporáneo, donde hay poco trabajo artístico, poco trabajo intelectual y
poco trabajo manual. Cualquiera puede hoy improvisarse en ‘artista’,
manipulando algunos objetos para “resignificarlos”, como hizo Marcel Duchamp
hace exactamente un siglo con La fuente (1917)
y Man Ray con su Regalo (1921), una plancha con clavos.
El objetivo era sacudir el arte y épater la bourgeoisie, pero esa actitud
desafiante carece hoy de sentido porque esas obras ya no irritan a nadie,
apenas aburren o provocan indiferencia. Es un arte mimado por los curadores de
arte o “comisarios” (como los llaman en Francia) porque es parte del negocio. Ahora
la burguesía no se irrita con representaciones trilladas, más bien las
financia.
La crítica social que estaba implícita o
explícita en la obra de los dadaístas o de los surrealistas tenía sentido en
ese momento, pero repetir lo mismo un siglo después parece un juego de niños,
pero de niños sin imaginación. Sin rigor, sin creatividad, esas ‘prendidas’ son
tomaduras de pelo realizadas sin pasión, obras sin amores, supuestamente
cubiertas de un barniz de genialidad pero por adentro, una nube de mediocridad.
Es muy diferente la situación que se
vivía cuando Marcel Duchamp tuvo en 1917 la osadía de presentar La fuente en la
muestra organizada por la Sociedad de Artistas Independientes de New York. No
es más que un urinario invertido, pero fue el inicio del vanguardismo y causó
tanta controversia que por muy ‘independientes’ que fueran los curadores de la
muestra decidieron ocultarla, sin saber que el autor que se escondía detrás del
seudónimo R. Mutt era el propio Duchamp.
Resignificar los objetos (readymade en inglés y objet trouvé en francés) para irritar a
las buenas conciencias es una escuela de larga data en el arte contemporáneo, y
todavía de vez en cuando algún artista lo logra, pero el 99 % de lo que vemos
en las muestras de arte contemporáneo no es sino repetición a la saciedad de lo
mismo, sin alma.
Algunas obras me recuerdan los trabajos
prácticos que mis hijos traían del colegio cuando eran pequeños, maquetas de
cartón con nubes de algodón de las que se sentían muy orgullosos porque
significaba la capacidad de hacer algo con sus propias manos a esa corta
edad. Me recuerdan también las
travesuras de los niños cuando se sienten tentados por una pared vacía de
color: se untan la palmas de las manos y le dan vida a ese muro, o pintan rayas
y muñecos, lo cual es estupendo para dar libre curso a su expresión.
Ver ese mismo tipo de obras como producto
de artistas adultos que exhiben en museos, es otra cosa. Cierta vez en el Museo
Tamayo de México vi una ‘instalación’ que consistía en una raya horizontal
negra que recorría la parte superior de un muro, sobre la que se había escrito
alguna frase muy ‘inteligente’. Varias salas estaban dedicadas a una retrospectiva
de ese artista cuyo nombre, no faltaba más, olvidé apenas crucé el umbral de la
puerta de salida. Más aún cuando mi intención aquel día era ver la obra de Rufino
Tamayo, y no había ni una sola en el museo que lleva su nombre.
No faltará quien diga que artistas que
ponen clavos en la pared, o colocan un montón de tierra en medio de una sala, o
unos baldes de plástico de colores con ositos adentro “han sabido conservar la
frescura de la infancia”… Frases como esas son las coartadas que generalmente
utilizan estos artistas para meter un pie en un espacio de exhibición. Y cuando la gente menea la cabeza frente a
una obra francamente mediocre el argumento suele ser: “no tienes la capacidad
de entenderla”, entonces, para no pasar por ignorantes muchos se abstienen de hacer comentarios.
Casi siempre los textos que colocan junto
a sus experimentos son más llamativos que las obras mismas, o por lo menos
arrancan una sonrisa porque están hechos con más imaginación que las obras
presentadas. Suelen ser independientes de la obra, porque dicen algo que nada
tiene que ver con lo exhibido, pero el espectador se lanza primero sobre ellos para
ver si constituyen una pista sobre la obra. Son como coartadas explicadas a espectadores
como yo, demasiado ‘bobos’ para entender la genialidad expresada por el
artista.
Un ejemplo reciente, para darnos el
gustito. La obra es una mala maqueta del
baptisterio de Pisa (Italia), acompañada de dos dibujos de nivel kínder o
primer año de primaria, y por supuesto una larga explicación de lo que quiso
representar el artista (y no pudo). Pero
como es un work in progress, todo
vale. Todo parece calculado para presentarlo en un evento público, ya no existe
la intimidad del artista con su obra, todo este pensado para ser exhibido a los
tontos del mundo, que somos muchos. No hay nada subversivo ni innovador.
Subversivo era y es todavía El origen
del mundo (1866) de Gustave Courbet, cuadro realista que por su extraordinaria
franqueza tuvo una vida clandestina durante más de cien años, incluso después
de que Jacques Lacan lo adquirió en 1955. Es una obra bella que muestra la
capacidad de pintar, algo que le falta a casi todos los artistas
contemporáneos.
También fueron subversivos en su momento el
impresionismo, el puntillismo, el cubismo y el arte abstracto en general. Nos
olvidamos a veces Picasso evolucionó hacia el cubismo y el arte abstracto, pero
después de haber demostrado que dominaba el oficio de pintor en su época rosa y
azul. Lo mismo sucedió con otros artistas. Y muchos, como Diego Rivera, cometieron
por el contrario pecadillos cubistas antes de volver a la pintura figurativa.
No hay ningún daño en experimentarlo todo, hasta encontrar una forma de expresión
propia, única, diferente, algo que no sucede con la mayoría de los artistas
contemporáneos actuales (salvo honrosas excepciones).
En la reciente octava edición de la
bienal de arte de Abu Dhabi la obra más comentada fue la de Gu Dexin: una sala
enorme donde todo el piso estaba cubierto de bananas que se iban pudriendo durante
el tiempo que duraba la muestra. Las bienales están llenas de esas
‘genialidades’.
El público se burla a veces de manera
creativa de esos ‘artistas’ que tratan de sorprender a los incautos. En una
muestra de arte contemporáneo en el
Museo de Arte Moderno de San Francisco, TJ Khayatan, un joven de 17 años,
colocó sus lentes en el suelo, junto a una pared, y luego se dedicó a
fotografiar a los visitantes que se ponían de cuatro patas para admirar y
fotografiar ‘la obra’, algunos de los cuales la calificaban de ‘genial’ para exhibir
su espíritu vanguardista (mientras por dentro seguramente despotricaban).
La prensa de principios de febrero de
este año registra algo similar que sucedió nada menos que en el Museo
Guggenheim de Bilbao, donde una de las señoras que hace la limpieza dejó por
unos minutos el carrito con escobas, trapos, baldes y productos, porque recibió
una llamada urgente y tuvo que dejar su puesto. Inmediatamente los visitantes
se aglomeraron en torno del carrito y comenzaron a fotografiarlo. Dice la nota
que uno de los visitantes llegó a ofrecer 400 mil euros para adquirir la ‘obra’
exhibida.
Me ha sucedido alguna vez en el museo de
la Colección Jumex en México, de quedarme con la duda de si los ventiladores
instalados en una de las salas servían para mover unos móviles colgados del
techo (mala copia de Calder) o simplemente para mantener fresco el ambiente. Y más
de una vez la instalación de prevención de incendios (manguera, hacha, espuma,
etc) en una de las paredes me pareció más interesante que las obras exhibidas
en la misma sala.
Contra ese tipo de arte contemporáneo se
levantan voces lúcidas como la de Avelina Lésper, que denomina “arte VIP” a las
‘mamadas de gallo’ (expresión muy colombiana) que presentan curadores y galeristas.
“Avelina define el arte VIP como un fraude. Se trata de una ironía que combina
la idea excluyente del término VIP (very
important person) con los tres cochinitos del arte contemporáneo (video,
instalación, performance)”, escribe Pedro González. En el blog de Avelina Lésper
abundan ejemplos que ella desmenuza hábilmente.
Dice la mexicana, autora del libro El fraude del arte contemporáneo: “Aunque
estén soportadas por los retóricos discursos de los curadores y que los mismos
artistas les adjudican, las obras en su presencia se muestran infra
inteligentes porque ese es precisamente su verdadero statement artístico: la obviedad que reta con la intencional
incapacidad intelectual. Ser estúpido no es un accidente, esta actitud es
provocada, se busca.”
En la gente más joven, quizás porque
conserva cierta capacidad de sorpresa y un enorme déficit de perspectiva
histórica, prevalece la idea de que las experiencias más recientes en el arte
contemporáneo son transformadoras y que todo lo anterior es intrascendente. No
se dan cuenta de que no hay nada nuevo bajo el sol y de que este arte
contemporáneo que aparentemente rompe los moldes de la pintura o de la
escultura tradicional, no es sino la moda que promueven las galerías y los
curadores incapaces de encontrar algo mejor en la producción artística de los jóvenes, aunque por
supuesto, hay pero no se vende.
Tuve oportunidad de ver hace mucho tiempo
una obra de teatro estupenda, Arte
(1994) de Yasmina Reza, cuyo tema gira justamente en torno a las
representaciones del arte contemporáneo: un apasionado del arte contemporáneo
decide mostrar a sus amigos su más reciente adquisición, un cuadro que es una
tela pintada de blanco, nada más.
Los diálogos de la obra son deliciosos porque
provocan el debate sobre ese arte contemporáneo que ahora abunda en las
bienales y en todos los museos, que destaca por su pobreza conceptual, por su
mediocridad artística y por su incapacidad de comunicar nada que merezca la
pena. No en vano es llamado “arte efímero”, porque no merece durar más.
Me resulta difícil resistir el impulso de compartir aquí el dibujo que El Roto publicó en El País el 26 de febrero, después de haber publicado mi artículo. Las voces que se atreven a cuestionar ahora el arte contemporáneo son cada vez más, y ello no debe extrañarnos, ya que se ha llegado a un momento en que los límites de la ética han sido avasallados por modas impuestas por museos y galerías que negocian un arte cuya principal característica es que está en una profunda crisis de identidad y de representatividad. Cierto, un arte que se cuestiona a sí mismo, pero que lo hace con contenidos y técnicas muy pobres y sin verdadera capacidad de propuesta. Un arte que aleja a la gente o la aliena.
Me resulta difícil resistir el impulso de compartir aquí el dibujo que El Roto publicó en El País el 26 de febrero, después de haber publicado mi artículo. Las voces que se atreven a cuestionar ahora el arte contemporáneo son cada vez más, y ello no debe extrañarnos, ya que se ha llegado a un momento en que los límites de la ética han sido avasallados por modas impuestas por museos y galerías que negocian un arte cuya principal característica es que está en una profunda crisis de identidad y de representatividad. Cierto, un arte que se cuestiona a sí mismo, pero que lo hace con contenidos y técnicas muy pobres y sin verdadera capacidad de propuesta. Un arte que aleja a la gente o la aliena.
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El arte
VIP pretende que aceptemos, no que entendamos, el sometimiento ante lo
preestablecido que impide el diálogo, las cosas no son como son, son como los
gestores VIP dicen que son.
—Avelina Lesper