Siempre he sentido el impulso de ver películas
nacionales, y no lo digo como primer historiador de nuestra cinematografía, ni
como crítico de cine con cuatro décadas y media de ejercicio, ni como cineasta.
Lo digo como boliviano que se interesa en nuestra producción cultural y que ha tiene
la certeza de que la verdadera reserva moral que tiene nuestro país está en
quienes producen cultura.
Ojo, que el origen etimológico de la
palabra “cultura” no se reduce a las artes, sino al digno proceso de cultivar, y ello incluye desde una pieza
de teatro hasta una luminosa planta de quinua. Cultivar es por definición lo
contrario que extraer, por ello la agricultura es el polo opuesto del
extractivismo, aunque la mentalidad extractivista a veces se impone en la
agricultura.
Durante la filmación de Jukus, de Rubén Pacheco |
En este país dominado por el
extractivismo, admiro a quienes cultivan
valores humanos y corren riesgos para llevar adelante actividades tan poco
rentables, casi suicidas, como escribir libros, hacer películas o sembrar
árboles frutales. Primero cultivan valores y reafirman convicciones, por ese
camino ha andado lo mejor del cine nacional.
Por ello no podía dejar pasar la primera
proyección de Jukus (2018), de Rubén Pacheco
otro esfuerzo entusiasta de los que han caracterizado siempre al cine
boliviano. Se trata de una película honesta y digna, “imperfecta” en el buen
sentido, el de Julio García Espinoza.
Ha sido un acierto del director y
guionista situar el argumento en el año 1972 en Huanuni, en pleno auge de los
precios del estaño y en el periodo inicial de la dictadura de Banzer. No se
podría situar una película de esta naturaleza en 2017 cuando los minerales
tradicionales han sido desplazados por el extractivismo gasífero, pero
curiosamente la atmósfera que muestra el film es ya entonces una de deterioro
físico y moral, una atmósfera de decadencia y de violencia a veces contenida, a
veces expresada en frases hirientes y a veces en acciones sangrientas.
Durante la filmación de Jukus, de Rubén Pacheco |
El hilo narrativo principal es complejo,
pues habla de los ladrones de minerales que roban al Estado pero también a los
trabajadores honestos de la empresa estatal. Los “jukus” o “lobos” ingresan de
noche a los socavones para robar el mineral que han dejado los mineros al
finalizar su jornada de trabajo. (Me llamó la atención que no hubiera un tercer
turno, nocturno, como solía haber en las minas que conocí en esos años).
El conflicto moral está marcado por el
protagonista, un joven amigo de jukus
que se niega a participar en los robos porque su padre (Luis Bredow) era
guardia de seguridad de la mina y fue asesinado con un balazo por los ladrones
de minerales. Ese guardia de seguridad –que se convierte en el narrador en
“off” de la historia- pertenecía a otros tiempos, apenas podía percatarse de la
salida de jukus a sus espaldas, y en
uno de los intentos para impedirlo muere baleado, algo que marca al personaje principal
para el resto de sus días. Las escenas en flash-back
muestran la relación que existía entre el protagonista cuando era niño y su
padre (que podría ser su abuelo) y el legado de honestidad que le dejó.
Luis Bredow |
En la trama se desarrollan tres ejes dramáticos
que se entrelazan alrededor del tronco común que es la violencia y la
intolerancia:
Por una parte, el más obvio y violento:
la seguridad de la empresa está manejada por pistoleros que no dudan en matar a
“lobos” cuando los pillan. Liderados por un pistolero sádico, su propósito es
hacer desaparecer físicamente a todos los ladrones de mineral.
El segundo eje es el deseo del joven
protagonista por la prostituta del pueblo, a la que no puede tener porque no
tiene dinero. Aquí el conflicto subraya la relación entre la violencia y el
poder: el protagonista es demasiado débil para competir con los que poseen a
esa mujer, y sus fantasías de tenerla con él en la cama (que en la película se
reiteran más de una vez como sueños mojados), no son sino su deseo de tener más
poder y estatus social.
En el tercer eje, que es de alguna manera
el que otorga al film un aire purificador, el matrimonio entre dos hermanos
causa tal indignación a la moral hipócrita del pueblo de Huanuni, que los
ciudadanos enardecidos linchan a la pareja en una hoguera, como en los mejores
tiempos de la inquisición.
Esos tres ejes están cruzados transversalmente
por una atmósfera de intolerancia y de violencia física o verbal que se
manifiesta desde las primeras escenas del film, cuando el protagonista compra
una bicicleta y recibe de las vendedoras un trato displicente que es muy
característico y “normal” en nuestro país.
La violencia contenida aflora en las
miradas de los amigos “lobos” del personaje, que quieren vengar, muerte por
muerte, a sus amigos asesinados por los agentes de la seguridad de la empresa
minera. Lo logran, con la complicidad de uno de esos guardias de seguridad
interpretado en tono estridente por Juan Carlos Aduviri. Su personaje, y algún
otro, es caricatural, sin sutileza (lentes oscuros de mafioso, sobreactuado).
Mientras los hechos de violencia se
suceden, la pareja inmortalizada por el fuego (ella de un blanco impecable) no
deja de recorrer las calles polvorientas de la ciudad nacido como campamento
minero, donde la silicosis compite con las balas y los dinamitazos. Esa pareja
incestuosa es el símbolo de la tolerancia, que se opone a lo cotidiano de la
violencia.
El largometraje no es, sin embargo, un
relato moral, sino una historia que hace pensar en las muy limitadas oportunidades
de vivir una vida diferente que tenían los jóvenes en los campamentos mineros,
y en eso la referencia a Viejo calavera
de Kiro Russo es inevitable, aunque el personaje del largometraje de Russo sea
más complejo, menos lineal.
Quizás el eslabón más débil del
largometraje de Rubén Pacheco sea precisamente el de personajes a veces
caricaturales y otras sin espesor sicológico verosímil. Y quizás la debilidad
más notable sea la música, no por deficiente sino porque está demasiado
presente a lo largo del film, como disputándole lugar al protagonista. En cambio en lo positivo destaca la
fotografía de Milton Guzmán, trabajada con mucha sensibilidad y fuerza. El uso
de la luz natural es sobresaliente en escenas filmadas al final de la tarde,
cuando el sol rasante satura los colores.
Rubén Pacheco demuestra que el tema
minero en el cine es inagotable, y que las representaciones no tienen que ser
necesariamente heroicas ni ejemplares. El cine boliviano está en un nuevo
momento de búsqueda y de propuesta, y eso es sano aunque el público, demasiado
domesticado por las superproducciones de Hollywood, le de la espalda.
(Publicado en Página
Siete el domingo 18 de marzo 2018)
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Lo
que con mucho trabajo se adquiere, más se ama.
—Aristóteles.