Protector del deporte, constructor de
estadios y canchas de césped sintético, protégenos de los incendios, las
inundaciones, la sequía y la caída de los precios del gas, porque no estamos
preparados para enfrentar esos desastres.
A ver si rezándole nos hace caso, porque
hasta ahora ha demostrado una altanería propia de los monolitos de piedra (que
mantienen su rictus impasible frente a las desgracias) y del invisible dios de
los cristianos que mira desde su altura infinita cómo la tierra va a la deriva
con guerras y desastres naturales, sin parpadear por ello ni mostrar su
infinita bondad.
Vamos, no exageremos. Por supuesto que
Nuestro Señor de la Cancha no asciende a las alturas del paraíso, aunque lo
intente en su costoso y moderno avión a propulsión. Más bien corresponde a la
categoría de los ídolos de barro, frágiles a medida que pasa el tiempo, o de
esas manchas de humedad que aparecen en una pared y hacen creer a la gente
simple que ahí hubo una aparición divina. Con el tiempo, todos se olvidan, el ídolo
de barro se desmorona y el culto a la mancha desaparece.
Pero el tiempo que duran los ídolos de
barro y los cultos de apariciones puede ser al mismo tiempo un periodo de
esperanza y de dolor, de aparente esplendor y fasto, pero también de
sacrificios humanos y daños irreversibles, en la medida en que el ídolo está
completamente autoconvencido de que es superior, y los obsecuentes que lo
rodean contribuyen a ese culto porque forman una cofradía que se beneficia de la
creencia que mantiene a las mayorías sojuzgadas por la fe.
Cuando hace falta un empujoncito para
elevar unos metros más arriba la imagen del ídolo, inventan algún esperpento
que permita reactivar el fervor de los creyentes. Cuando las canchitas se hacen
pan de cada día, hay que montar las carpas del circo, entonces llega el rugido
del Dakar, muy parecido al rugido de los leones en el coliseo romano, y ahí el
emperador levanta el brazo para dar la partida, envuelto en una bandera
multicolor que dice representarnos a todos.
El Dakar no es regalo de los dioses. El
Dakar le cuesta a los esclavos muchos talentos, denarios y sestercios, y a la
integridad del medio ambiente y a la dignidad de la madre tierra le cobra daños
que no se pueden calcular porque se acumulan con intereses sobre la generaciones por venir.
Nuestro Señor de la Cancha cumple con el
papel que cree que le han asignado los dioses. En algún lugar leyó (o le
contaron) eso de mens sana in corpore
sano. Sin saber que es una frase incompleta de las Sátiras de Juvenal, se
dedicó a ponerla en práctica multiplicando primero canchas de césped sintético
en lugares donde ni siquiera hay un centro de salud de primer nivel, luego coliseos
polideportivos y ahora gigantescos estadios de fútbol en ciudades donde el agua
potable escasea. Todo, para su gloria.
Estadio Hugo Chávez en Chimoré |
La idea de desarrollo de Nuestro Señor de
la Cancha se reduce al ladrillo y el cemento. No se entera de que hace cuatro
décadas el concepto ha evolucionado. Los países han comprendido que es más
importante el desarrollo humano con una perspectiva de derechos, que la
construcción de escuelas sin buenos maestros, de hospitales sin equipamiento o
de carreteras sin un proyecto integral que genere empleo a largo plazo. Hay
mucho gasto pero muy poca inversión. A ver quién le hace entender la
diferencia.
Nuestro Señor de la Cancha predica con el
ejemplo, como debe ser. Lleva (porque quiere) el número 10 en la espalda,
escoge su posición en la mesa y a los apóstoles que lo acompañan en el juego,
mete goles (porque le dejan), y propina rodillazos violentos (cuando alguien
olvida su naturaleza divina).
Y en ese desgaste cotidiano el ídolo de
barro se ha resquebrajado, ya no le contestan en el Olimpo ni en los cielos, ya
le está pasando la factura la madre tierra y la plebe por una y otra cosa (algunos
pecadillos de la carne y otros en la lista de los pecados mortales) como a
cualquier ser humano que durante una larga primavera se creyó más de lo que
era.
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Hay
grandes hombres que hacen a todos los demás sentirse pequeños. Pero la
verdadera grandeza consiste en hacer que todos se sientan grandes.
—Charles Dickens