Conozco a Julia Vargas probablemente
desde hace cinco décadas, antes de que ambos iniciáramos nuestras actividades
de fotografía y cine, y quizás por ello ha tenido la confianza de mantenerme al
tanto de su proyecto cinematográfico Carga
sellada (2015) desde que comenzó a gestarlo.
Por eso sé que ha sido un embarazo largo
y difícil, con tropiezos de producción que lejos de desanimarla le dieron
nuevos bríos para seguir adelante hasta dar a luz su más reciente largometraje
luego de “10 años de peregrinaje y 10 mil kilómetros de viajes” como dice
Julia.
La culminación de un proyecto de cine es
de por sí un triunfo en el contexto boliviano, donde el 90% de transpiración y
el 10% de inspiración son la regla general. Por eso “saludamos” (como suele decir con
tanta frecuencia el presidente en sus discursos) que Carga sellada se haya estrenado comercialmente en Bolivia luego de
haberse exhibido en varios países.
Dicen que una buena película se reconoce
durante los primeros diez minutos de proyección. Si así fuera, esta sería una
curiosa excepción. Debo confesar que los
primeros diez minutos me parecieron malos: las actuaciones y los diálogos
acartonados, muy en el estilo de las telenovelas. Me pareció caricatural la
manera de introducir a los personajes: el general y el capitán de policía
cínicamente corruptos, la mujer del capitán (Prakriti Maduro) que parece actriz
de telenovela en su casa con escalinatas de mármol, la estereotipada humilde
madre del capitán (Agar Delos), etc.
Esa primera impresión comenzó a cambiar
muy pronto, por varias razones. Para
empezar, el tema planteado: el depósito ilegal de minerales tóxicos y
radioactivos en el altiplano de Bolivia y los daños que ello puede acarrear a
la salud de la población, además de lo que significa como imposición política
de países que consideran a los nuestros basureros. Este es un tema que me toca
en lo personal porque hace pocos meses tuve la oportunidad de conocer casos
similares en México, en el altiplano de San Luis Potosí, en Guadalcázar y en
Santo Domingo, que han librado importantes luchas comunitarias para sacar de su
territorio a empresas que entierran desechos tóxicos.
En Carga
sellada le encomiendan al capitán Mariscal (corrupto y acomplejado por su
origen humilde) y a otros cuatro policías llevar cajas de materiales tóxicos en
un tren que circulará por vías que ya no se utilizan para no despertar
sospechas, pues se trata de una operación que se pretende secreta (aunque luego
toda la ciudadanía se entera). Para trasladar el letal cargamento acuden a un
viejo maquinista retirado (Luis Bredow), que se da a la tarea de revivir una
antigua locomotora que él llama cariñosamente “la Federica”, personaje central
de la historia.
Una vez que la Federica está en
condiciones (no se ve el proceso de rehabilitarla), se inicia el periplo del
tren y su carga sellada por varias localidades del altiplano (Oruro,
Machacamarca, Viscachani, Paria, Uyuni, Rio Mulato, Pazña), enfrentando
bloqueos de la población que se ha enterado del propósito de la misión, pero
más que nada enfrentando conflictos en el interior del grupo.
A medida que se desarrolla la historia,
el tema de los desechos tóxicos pasa a un segundo plano para dar paso a algo
más importante desde el punto de vista narrativo: cómo se comportan personajes
diferentes bajo una presión externa o encierro que paulatinamente los hace
reconocerse como parte de un grupo con intereses comunes. Es entonces que la
película adquiere densidad y atrapa al espectador. Este es un tema recurrente
en el cine, porque permite profundizar en los personajes metiéndolos en una
olla de presión. (En el cine boliviano hay ejemplos interesantes como El ascensor).
Algo así sucede en Carga sellada y al ver esa evolución que enriquece a cada personaje
y al grupo tuve la impresión de que la película se había rodado en el orden
cronológico de las escenas, porque poco a poco la dirección se hace más fluida,
poco a poco adquieren espesor los personajes, los diálogos mejoran, se hace
creíble la historia, y se pasan por alto las debilidades que pueda tener el guion
o los aspectos técnicos.
Esas debilidades existen, como en toda
obra, pero son más notorias cuando la atención del espectador no está centrada
en los actores. Luego, uno pasa por alto si la salida de la iglesia con las
antorchas ya encendidas es un tanto falsa, si las cejas depiladas de Tania no
corresponden a su personaje, si la intensidad de los reflectores que compensan
la luz contrastada del altiplano es notoria… y otros detalles que no tiene
sentido enumerar.
Un factor central en el proceso de
ganar legitimidad y verosimilitud fílmica radica en la calidad de los actores y
de la dirección. El eje de ese proceso, a mi juicio, es el aporte de Luis
Bredow, quien desde la primera escena en la que aparece logra aterrizar el
nivel de las interpretaciones, o naturalizarlas, si se quiere. Hay muchas escenas
que Bredow interpreta de manera magistral, como aquella en la que canta (o más
bien murmura) un poema (“pasan las estaciones como tumbas…”).
En ese empeño contribuyen también
Fernando Arze (Antonio) y Daniela Lema (Tania) que encarnan sus personajes con fuerza
interior y naturalidad. Hasta uno de los personajes más acartonados y
telenovelescos, el capitán Mariscal (interpretado por el mexicano Gustavo
Sánchez Parra), logra convertirse en un ser humano verosímil que encarna el
drama de una conversión dolorosa, hasta la bellísima imagen final en la que su
sombra asciende un despeñadero dejando en el aire la sugerencia de un suicidio.
Gracias a esa construcción progresiva
de los personajes uno llega a encariñarse con todos ellos, a solidarizarse con
la situación que viven y a apreciar la calidad de la narrativa bajo la batuta
de Julia Vargas.
Los incidentes en el trayecto del tren
que avanza y retrocede (como en el juego “Arica-La Paz-La Paz-La Paz…) permiten
desplegar una bellísima fotografía de la locomotora recorriendo diversos
espacios del altiplano boliviano con su penacho de humo negro. Otra imagen que
impacta, muy acertada por su valor simbólico, es la del grupo de militantes que
organizan la resistencia al paso del tren, vestidos de diablos del carnaval de
Oruro. Hay también una imagen del “tío” en el interior del socavón, y otras
alusiones algo nostálgicas a la minería boliviano que fue, que ya no es.
Esta es sin duda la película más madura
de Julia Vargas, que marca su retorno al cine luego de más de una década.
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La
columna de viajeros que esperaba para tomar el tren me pareció tan remota como
los habitantes de otro mundo, pero era yo quien se alejaba a la deriva y los
dejaba atrás.
---F. Scott
Fitzgerald