06 marzo 2016

El tren de la muerte

Conozco a Julia Vargas probablemente desde hace cinco décadas, antes de que ambos iniciáramos nuestras actividades de fotografía y cine, y quizás por ello ha tenido la confianza de mantenerme al tanto de su proyecto cinematográfico Carga sellada (2015) desde que comenzó a gestarlo.

Por eso sé que ha sido un embarazo largo y difícil, con tropiezos de producción que lejos de desanimarla le dieron nuevos bríos para seguir adelante hasta dar a luz su más reciente largometraje luego de “10 años de peregrinaje y 10 mil kilómetros de viajes” como dice Julia.

La culminación de un proyecto de cine es de por sí un triunfo en el contexto boliviano, donde el 90% de transpiración y el 10% de inspiración son la regla general.  Por eso “saludamos” (como suele decir con tanta frecuencia el presidente en sus discursos) que Carga sellada se haya estrenado comercialmente en Bolivia luego de haberse exhibido en varios países.

Dicen que una buena película se reconoce durante los primeros diez minutos de proyección. Si así fuera, esta sería una curiosa excepción.  Debo confesar que los primeros diez minutos me parecieron malos: las actuaciones y los diálogos acartonados, muy en el estilo de las telenovelas. Me pareció caricatural la manera de introducir a los personajes: el general y el capitán de policía cínicamente corruptos, la mujer del capitán (Prakriti Maduro) que parece actriz de telenovela en su casa con escalinatas de mármol, la estereotipada humilde madre del capitán (Agar Delos), etc.

Esa primera impresión comenzó a cambiar muy pronto, por varias razones.  Para empezar, el tema planteado: el depósito ilegal de minerales tóxicos y radioactivos en el altiplano de Bolivia y los daños que ello puede acarrear a la salud de la población, además de lo que significa como imposición política de países que consideran a los nuestros basureros. Este es un tema que me toca en lo personal porque hace pocos meses tuve la oportunidad de conocer casos similares en México, en el altiplano de San Luis Potosí, en Guadalcázar y en Santo Domingo, que han librado importantes luchas comunitarias para sacar de su territorio a empresas que entierran desechos tóxicos.

En Carga sellada le encomiendan al capitán Mariscal (corrupto y acomplejado por su origen humilde) y a otros cuatro policías llevar cajas de materiales tóxicos en un tren que circulará por vías que ya no se utilizan para no despertar sospechas, pues se trata de una operación que se pretende secreta (aunque luego toda la ciudadanía se entera). Para trasladar el letal cargamento acuden a un viejo maquinista retirado (Luis Bredow), que se da a la tarea de revivir una antigua locomotora que él llama cariñosamente “la Federica”, personaje central de la historia.

Una vez que la Federica está en condiciones (no se ve el proceso de rehabilitarla), se inicia el periplo del tren y su carga sellada por varias localidades del altiplano (Oruro, Machacamarca, Viscachani, Paria, Uyuni, Rio Mulato, Pazña), enfrentando bloqueos de la población que se ha enterado del propósito de la misión, pero más que nada enfrentando conflictos en el interior del grupo.

A medida que se desarrolla la historia, el tema de los desechos tóxicos pasa a un segundo plano para dar paso a algo más importante desde el punto de vista narrativo: cómo se comportan personajes diferentes bajo una presión externa o encierro que paulatinamente los hace reconocerse como parte de un grupo con intereses comunes. Es entonces que la película adquiere densidad y atrapa al espectador. Este es un tema recurrente en el cine, porque permite profundizar en los personajes metiéndolos en una olla de presión. (En el cine boliviano hay ejemplos interesantes como El ascensor).

Algo así sucede en Carga sellada y al ver esa evolución que enriquece a cada personaje y al grupo tuve la impresión de que la película se había rodado en el orden cronológico de las escenas, porque poco a poco la dirección se hace más fluida, poco a poco adquieren espesor los personajes, los diálogos mejoran, se hace creíble la historia, y se pasan por alto las debilidades que pueda tener el guion o los aspectos técnicos.

Esas debilidades existen, como en toda obra, pero son más notorias cuando la atención del espectador no está centrada en los actores. Luego, uno pasa por alto si la salida de la iglesia con las antorchas ya encendidas es un tanto falsa, si las cejas depiladas de Tania no corresponden a su personaje, si la intensidad de los reflectores que compensan la luz contrastada del altiplano es notoria… y otros detalles que no tiene sentido enumerar.

Un factor central en el proceso de ganar legitimidad y verosimilitud fílmica radica en la calidad de los actores y de la dirección. El eje de ese proceso, a mi juicio, es el aporte de Luis Bredow, quien desde la primera escena en la que aparece logra aterrizar el nivel de las interpretaciones, o naturalizarlas, si se quiere. Hay muchas escenas que Bredow interpreta de manera magistral, como aquella en la que canta (o más bien murmura) un poema (“pasan las estaciones como tumbas…”).

En ese empeño contribuyen también Fernando Arze (Antonio) y Daniela Lema (Tania) que encarnan sus personajes con fuerza interior y naturalidad. Hasta uno de los personajes más acartonados y telenovelescos, el capitán Mariscal (interpretado por el mexicano Gustavo Sánchez Parra), logra convertirse en un ser humano verosímil que encarna el drama de una conversión dolorosa, hasta la bellísima imagen final en la que su sombra asciende un despeñadero dejando en el aire la sugerencia de un suicidio.

Gracias a esa construcción progresiva de los personajes uno llega a encariñarse con todos ellos, a solidarizarse con la situación que viven y a apreciar la calidad de la narrativa bajo la batuta de Julia Vargas.

Los incidentes en el trayecto del tren que avanza y retrocede (como en el juego “Arica-La Paz-La Paz-La Paz…) permiten desplegar una bellísima fotografía de la locomotora recorriendo diversos espacios del altiplano boliviano con su penacho de humo negro. Otra imagen que impacta, muy acertada por su valor simbólico, es la del grupo de militantes que organizan la resistencia al paso del tren, vestidos de diablos del carnaval de Oruro. Hay también una imagen del “tío” en el interior del socavón, y otras alusiones algo nostálgicas a la minería boliviano que fue, que ya no es.

Esta es sin duda la película más madura de Julia Vargas, que marca su retorno al cine luego de más de una década.  

______________________ 

La columna de viajeros que esperaba para tomar el tren me pareció tan remota como los habitantes de otro mundo, pero era yo quien se alejaba a la deriva y los dejaba atrás.

---F. Scott Fitzgerald