“Camina encorvado, siempre caminó así. Mirando las piedras, la nada. Naciendo y renaciendo, sonriendo desde una lejanía intangible. Por eso todos aman a Julio: la familia, los amigos, los colegas, los alumnos. Y también los artistas consagrados o aficionados”, escribió hace cuatro años con mucho cariño su sobrina, la periodista y escritora Lupe Cajías, en un artículo acertadamente titulado “Todos te amamos, Julio”.
A Julio me unían por lo menos dos cosas: la poesía y el cine. Hubo una época a principios de los años 1970 en la que los quienes ejercíamos la crítica cinematográfica en Bolivia podíamos contarnos con los dedos de una sola mano. Julio era uno de los dedos, Luis Espinal otro. De ambos aprendí mucho, pues entonces con apenas tenía veinte años de edad, mientras que ellos tenían bastante kilometraje en el oficio.
Una vez se me ocurrió convocar a los cinco gatos que escribíamos crítica cinematográfica para conformar la Asociación Boliviana de Críticos de Cine (CRIBO) creada en febrero de 1979 con el objetivo de “contribuir al fortalecimiento de una corriente de cine desmitificador, desalienador, que contribuya a esclarecer la realidad nacional”. El acta de fundación, firmada por Luis Espinal, Julio de la Vega, Pedro Susz, Carlos Mesa, y Alfonso Gumucio Dagron, señala que “el público boliviano necesita de una orientación que le permita adquirir sus propios instrumentos de crítica para poder ver cine como un hecho cultural y no de mera evasión”. Aparte de fundarnos, nunca llegamos a organizar ninguna actividad como colectivo, aunque cada quien siguió escribiendo sobre cine.
Durante los años que viví en Francia nos escribimos varias veces. Julio me hablaba con nostalgia de la temporada que pasó en París a principios de los 1950s, donde asistió como alumno libre a los cursos de Roland Barthes y se acercó a la emblemática revista de cine Cahiers du Cinema, tal como yo lo hice después en los años 1970:
“Descubrí la verdadera crítica cinematográfica en París, a mis veinticinco años. Tuve el privilegio de asistir prácticamente al nacimiento de la revista Cahiers du Cinema. Recuerdo bien el número 4, el primero que yo conocí. Esa crítica me interesó profundamente porque fusionaba precisamente el cine con la literatura. Conocí casualmente a André Bazin, que fue el mentor y creador de la revista. También a Lo Duca, Jacques Doniol Valcroze. No tuve amistad con ellos, pero sí un contacto con motivo del cine.”
Julo de la Vega fue parte de la segunda generación de poetas de Gesta Bárbara (cuando la poesía era todavía importante en Bolivia), grupo que publicó una obra colectiva: Trigo, estaño y mar. El Gran Premio de Poesía Franz Tamayo 1966 reconoció la calidad de Poemario de exaltaciones, donde al igual que en otras obras se muestra como un poeta moderno, de vanguardia, influenciado en su lenguaje y temática por el cine, la música y cuanto respira el poeta cuando se siente parte de la actualidad y no solamente de un pasado estanco.
En mi libro Provocaciones (publicado en 1977 y re-editado por Plural en 2006) incluí un capítulo dedicado a Julio, que titulé “Poesía con caudal de río” porque esa es la impresión que su poesía a borbotones produce en mí. “Su poesía es una poesía revuelta, sus poemas son extensos poemas-río salpicados de versos-sorpresa, ágiles y modernos”, escribí entonces.
De las cosas que me dijo, hay una que caracteriza a casi todos los escritores bolivianos:
“La única frustración que yo he conocido en mi trabajo de escritor se relaciona con esta imposibilidad de dedicar todo el tiempo de mi vida a escribir. La poesía que he escrito, las novelas que esbozo, las piezas de teatro que tengo en esquema... me parece que no he escrito casi nada de lo que puedo escribir y ésa es mi gran frustración. La literatura es de todas maneras una profesión, al menos por el tiempo que le dedico, y me molesta tener que robarle tiempo para ocuparme de otros menesteres que me permiten vivir.”
Años más tarde, ya en la era de internet, en la página de Bolivia Web hice una selección de diez poetas bolivianos, en la que incluí obviamente a Julio de la Vega, con su poema “Profeta se necesita”, donde aparecen estos versos: “Que sepa erguirse pleno / con el látigo de fuego entre las manos / para resucitar a golpes / no a la esperanza grande / sino, apenas al mínimo consuelo, / a la compensación / de que donde no hay pan / no haya tampoco odio”.
Además de la poesía y del teatro (desde 1991 hay un “festival de teatro de los barrios” que lleva su nombre), Julio se hizo novelista con tanto acierto que Matías, el apóstol suplente terminó integrando en 2009 la lista de las “diez novelas bolivianas fundacionales”, al cabo de una consulta (muy polémica, sobre todo por la ausencia notoria de Augusto Céspedes) que organizó el Ministerio de Culturas y la Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés, en La Paz.
En Provocaciones me habló también de la muerte: “La muerte ha sido siempre otra preocupación evidente en mi poesía, aunque no pretendo darle trascendencia filosófica a través del poema. Escribo sobre la muerte abstractamente y en particular sobre ‘las muertes’ de amigos y familiares en la medida en que afectan mis sentimientos y en que han sido parte vital de mi existencia.”
Con ese mismo sentimiento escribo ahora sobre Julio de la Vega. La última vez que lo saludé fue en febrero 2009, cuando nos encontramos en el entierro de Francisco Cajías, su sobrino.