
El premio se suma a los muchos reconocimientos anteriores -cuando vivía en México obtuvo cuatro veces el Premio Nacional de Acuarela- que Pérez Alcalá ha obtenido a lo largo de más de medio siglo de pintura. Muchos más años en realidad, porque Ricardo pinta compulsivamente desde que era niño, desde que sobre la piel del hombro desnudo de la mujer potosina que lo cargaba en su espalda, hizo con la uña un dibujo, según le contaron más tarde. Ricardo pinta como respira. Podríamos decir que desayuna con el pincel en la mano, antes de salir a supervisar la obra de alguna casa que ha diseñado en la topografía abrupta de La Paz, o recorrer las innumerables fuentes de piedra que ha hecho esculpir para adornar las avenidas de la zona sur de la ciudad. Sin contar con la pequeña joya que es la capilla que hizo en Aranjuez, cuidada en su exterior por un misterioso monje de piedra.
Su labor de arquitecto le apasiona tanto como su obra de pintor, y hace poco me dijo que si bien podría vivir un tiempo sin pintar, no podría vivir sin hacer arquitectura. La verdad es que no ha cesado de pintar en toda su vida, y en cambio ha habido periodos en que no ha hecho arquitectura. Las casas que diseña son inconfundibles, se pueden reconocer desde lejos no solamente porque están hechas de piedra de colores poco usuales, piedra que él encuentra en los lechos de los ríos o en el altiplano cercano a La Paz, sino también porque tienen detalles y formas originales, arcos, cúpulas y torres que a veces parecen salidas de un dibujo de Escher, desafiando en el aire y contrastando la formalidad aburrida de la arquitectura tradicional que se repite a si misma como si estuviera cansada de su larga historia. No hay terreno escarpado en el que Ricardo no pueda construir una casa. Por el contrario, los prefiere.
Como acuarelista es incomparable. Cualquier tema lo traduce con dominio de la técnica. La gente que no sabe “leer” pintura a veces se estanca en la superficie de lo representado, la temática, y carece de los instrumentos para reconocer la calidad pictórica de una obra. Con Ricardo, he aprendido poco a poco a reconocer las diferencias entre una buena acuarela y una mímica fácil. Los trazos de pincel en su obra son precisos, y en acuarela –como sabemos- no hay vuelta atrás, donde se pone el color, ahí se queda, capturado por el tramado interno del papel. El detalle, el color y la finura de los trazos hacen de un paisaje, de una puerta de madera o de un árbol, representaciones clásicas, muy difíciles de igualar.
Para quienes piensan que pintar paisajes y naturalezas muertas es cosa del pasado, Ricardo tiene la respuesta en sus “tablitas”, acuarelas sobre tablas preparadas con una composición especial de apresto sobre la que el color flota con extraordinaria transparencia. Allí, sobre esa superficie dura, los trazos de acuarela tienen brillo y precisión de bisturí. Y los temas están librados a la imaginación más libre, y a la poesía hecha pintura.
