

Mi padre conoció al Ché en la reunión de ministros de economía en Punta del Este, Uruguay, en agosto de 1961, y como le tocó sentarse cerca, por el orden alfabético, tuvo oportunidad de conversar con él varias veces. Me habló siempre con enorme admiración y respeto. “Era un tipo macanudo”, la frase me quedó grabada.
Los que teníamos 17 años y estábamos recién terminando nuestra educación secundaria, nos sentimos con las manos atadas frente a un evento trascendental que se abrió de pronto ante nuestro ojos: el Ché estaba en Bolivia, el más pobre de América del Sur. La generación mayor a nosotros ya tenía militancia, ya participaba en la política nacional. Nosotros estábamos hasta entonces al margen, pero eso cambió muy pronto a raíz del Ché.
Recuerdo que guardé los ejemplares del diario “Presencia” en los que se anunciaba la muerte del Che, con las fotos de Freddy Alborta. Era un hecho demasiado trascendental como para no preservar esos documentos. Quizás se llevaron esos ejemplares en una incursión de paramilitares a mi casa durante el golpe de García Meza en 1980. O quizás se preservan todavía en el fondo de alguno de los cajones donde tengo mis libros.