“El hombre” (2018), dirigida por Daniel Moreno Catalano, de quien no tengo ninguna referencia anterior, podría clasificarse en varias categorías: film policial negro, comedia experimental o broma surrealista. No importa el género en este mundo en que las fronteras entre géneros son ahora tan tenues, pero importa la realización, la manera de contar una historia.
En el cine boliviano hay demasiadas historias que creen que porque tocan algún tema social considerado “importante”, ya merecen el apoyo de los espectadores y de la crítica, aunque estén muy mal llevadas al cine. En los mismos días en que vi “El hombre” como miembro del jurado boliviano que eligió los filmes que enviaríamos a los premios Oscar y Goya, vi también “Las tres rosas” y “Madre agua”, y siento decirlo, pero estas dos que acabo de mencionar no me dejaron absolutamente ningún rastro en la memoria, mientras que “el hombre” estuve dándome vueltas en la cabeza hasta que decidí escribir estos párrafos.
En descargo de “Madre agua” y de “Las tres rosas” diré que son películas bien intencionadas, pero sin ningún mérito narrativo. Revisando mis notas veo que la primera es un documental que subraya su preocupación por la desaparición del lago Poopó y muestra imágenes del carnaval de Oruro y de zonas aledañas al Sajama con un uso exagerado y no siempre justificado de dron. Y la segunda, aún más débil narrativamente a pesar de un comienzo interesando en animación, es una especie de Romeo y Julieta en Charazani, entre dos niños indígenas huérfanos, con escenas inverosímiles, un final pink y un abuso de fundidos en negro para pasar de una escena a otra (o incluso sin cambiar de escena).
Sin embargo en “El hombre” hay elementos que quedan grabados en la memoria, independientemente de que la historia sea solamente una excusa para que un grupo de jóvenes creativos se diviertan haciendo cine. Qué bueno hacer un ejercicio colectivo y pasarla bien al mismo tiempo, aún siendo muy conscientes los autores del filme, de que no es otra cosa que un ensayo de estilo, un borrador de propuesta, pero con hallazgos sumamente interesantes en la fotografía (color, encuadres), en las interpretaciones de los actores (que cambian sin que eso importe, como en un film de Buñuel), en el montaje y en el guion.
La historia de partida es cualquiera en el rango de historias policiales: una mujer es secuestrada y asesinada por un par de rufianes que la dejan abandonada sobre una calle empedrada. Su esposo, un hombre cualquiera (“el hombre”), decide vengar su muerte porque en su vida de pronto todo carece ya de sentido. Ese itinerario de venganza en el que se producen muertes violentas (pero sin dramatismo exagerado) es la excusa para desarrollar ese relato saturado de experimentos.
Empieza con cine de animación en stop-motion mientras pasan los títulos del film y se repiten los nombres del pequeño equipo creativo de la película: una maqueta de pequeñas casas, un tren que pasa de noche, sombras que anuncian un film oscuro.
Escena tras escena, cada una es un experimento diferente en la “direxión” de fotografía y de la música: toda la gama de efectos. Desde time lapse, blanco y negro, escenas saturadas de color o recortadas como un comic de Dick Tracy, uso de dron muy pertinente, sin exageración, encuadres en picado, contrapicado, movidos, borrosos, primeros y primerísimos planos…
Cada escena es una situación diferente, aunque todas situadas en la década de 1940 o 1950, inspiradas en el cine policial negro y en los comics de entonces. Y cada escena es una propuesta artística, plástica, provocadora, aunque no necesariamente innovadora, porque todo lo que vemos ahí ya lo hemos visto antes. Curiosamente esa mezcla “sacrílega” de estilo no molesta, todo lo contrario, a mí me fascinó.
Todo el film es un elogio del absurdo, lo cual es gratificante para el espectador. La película es kitsch de principio a fin, aunque a diferencia del kitsch involuntario (los cholets de El Alto, por ejemplo), que provoca mofa (o admiración de algunos con la misma mentalidad kitsch), el kitsch voluntario de esta película tiene un encanto especial.
El comentario en off también saturado, y por lo tanto en muchas escenas innecesario, está muy a tono con el resto de la narración porque el personaje principal no va describiendo sus propias acciones e intenciones que se traducen en escenas de violencia sin violencia. Es decir, una violencia sublimada por el estilo jocoso de la historia, como en la escena final conde el hombre (esta vez interpretado por Camilo Zilvety), dispara un cigarrillo encendido que se clava en la frente de su última víctima, el asesino de su esposa.
Una escena, la de la madre que le regala al niño un caleidoscopio, podría resumir la intención estética del filme: un caleidoscopio de posibilidades, un juego de cristales con muchas visiones para anunciar algo más, muchas posibilidades de expresarse sin tomarse demasiado en serio el arte cinematográfico.
Prefiero una película con esta honestidad en su sentido de “juego”, que aquellas obras de arte (y esto se ve mucho en el llamado “arte conceptual” o “arte contemporáneo) donde una basura de verdad, una piedra, un pedazo de madera colgado, son elevados a la categoría de arte. En este caso es todo lo contrario: un intento de decir “no se hagan los serios” porque el cine y el arte son también expresiones lúdicas.
(Publicado en Página Siete el domingo 28 de octubre de 2018)
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La venganza es dulce y
no engorda.
—Alfred Hitchcock